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Yiyun Li - Las puertas del paraíso

Aquí puedes leer online Yiyun Li - Las puertas del paraíso texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2010, Editor: Lumen, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Las puertas del paraíso: resumen, descripción y anotación

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LAS PUERTAS DEL PARAÍSO Un anciano barre la acera gris una mujer pega - photo 1
LAS PUERTAS DEL PARAÍSO

Un anciano barre la acera gris, una mujer pega carteles rojos por la calle, una niña maltrecha corre en busca de carbón y un chiquillo huye de su casa para jugar con un perro y respirar el aire de la primavera que acaba de llegar… Parece una mañana cualquiera en la ciudad china de Río Turbio, pero muy pronto todos sabrán que con la primavera ha llegado también el día de la ejecución pública de la joven Gu Shan, culpable de haber expresado sus dudas acerca de la revolución maoísta. Ahora, después de diez años de cárcel, llega el momento de su ejecución.

Título Original: The vagrants

Traductor: Martín de Dios, Laura

Autor: Li, Yiyun

©2010, Lumen

Colección: Narrativa

ISBN: 9788426417572

Generado con: QualityEPUB v0.23

Corregido: MAESE L@C, 19/07/2011

Yiyun Li

LAS PUERTAS DEL PARAÍSO

A mis padres Resumen Un anciano barre la acera gris una mujer pega carteles - photo 2

A mis padres

Resumen

Un anciano barre la acera gris, una mujer pega carteles rojos por la calle, una niña maltrecha corre en busca de carbón y un chiquillo huye de su casa para jugar con un perro y respirar el aire de la primavera que acaba de llegar… Parece una mañana cualquiera en la ciudad de china de Río Turbio, pero muy pronto todos sabrán que con la primavera ha llegado también el día de la ejecución pública de la joven Gu Shan, culpable por haber expresado sus dudas acerca la revolución maoísta. Ahora, después de diez años de cárcel, llega el momento de su ejecución pública, se preparan para el acontecimiento…

La masa y esplendor de este mundo, todo lo que es de peso y siempre pesa lo mismo está en otras manos; no eran poderosos, no esperaban ayuda y esta no vino: lo que el enemigo deseó, se hizo, mayor deshonra el peor no pudo concebir; humillados fueron y en tanto hombres murieron antes que lo hicieran sus cuerpos.

W. H. AUDEN, «El escudo de Aquiles»

PRIMERA PARTE
Capítulo 1

El 21 de marzo de 1979 el día empezó antes del alba, cuando el maestro Gu se despertó y descubrió a su mujer ahogando los sollozos entre las mantas, en silencio. Era un día de igualdad, o al menos así se le había antojado muchas veces al hombre al reflexionar sobre la fecha, el equinoccio de la primavera, una idea que de nuevo acudió a él: la vida de su hija acabaría en un momento en que no imperaba ni el sol ni su sombra. Un día después, el sol estaría más cerca de ella y de todos los que habitaban esa parte del hemisferio, algo tal vez imperceptible para los torpes ojos humanos, pero los pájaros, los gusanos, los árboles y los ríos apreciarían la transformación en el ambiente y asumirían la responsabilidad de anunciar el cambio de estación. ¿Cuántos kilómetros de río en deshielo y cuántos árboles con flores en cierne se necesitaban para llamar primavera a la estación? Aunque para ríos y flores deben de tener bien poca importancia tales etiquetas en tanto repiten sus ritmos con fidelidad e indiferencia. La fecha escogida para la muerte de su hija era tan arbitraria como el crimen que el tribunal le había imputado: el de ser una contrarrevolucionaria impenitente; solo los insensatos buscarían el significado de una fecha escogida al azar. El maestro Gu ordenó a su cuerpo que permaneciera inmóvil con la esperanza de que su esposa no tardara en comprender que estaba despierto.

La mujer continuó llorando. Al cabo de un rato el maestro Gu se levantó de la cama y encendió la luz del dormitorio, una vieja bombilla de diez vatios. Una cuerda de plástico rojo para tender la ropa se extendía de un extremo a otro de la habitación. La colada que su mujer había colgado la noche anterior estaba húmeda y fría, y la cuerda se combaba por el peso. Las brasas del pequeño fogón que había en un rincón de la estancia se habían apagado, por lo que el maestro Gu se dispuso a añadir un poco más de carbón, aunque se lo pensó antes de hacerlo. En circunstancias normales, su esposa sería la encargada de avivar el fuego, así que dejaría que fuera ella quien se ocupara de la cocina.

Descolgó un pañuelo de la cuerda, blanco, con caracteres chinos impresos en rojo —un lema que pedía a todos los ciudadanos lealtad absoluta al Partido Comunista— y lo dejó sobre la almohada de su mujer.

—A todos nos llega la hora —dijo. La señora Gu se pasó el pañuelo por los ojos y las manchas húmedas no tardaron en extenderse y teñir el lema de carmesí—. Imagina que hoy es el día que liquidamos nuestras deudas. Todas —insistió el maestro Gu.

—¿Qué deudas? ¿Qué debemos? —preguntó su mujer, y el anciano torció el gesto ante la desacostumbrada estridencia en el tono de voz de su esposa—. ¿Qué se nos debe?

No tenía intención de discutir con ella, aunque tampoco habría sabido qué responderle. Se vistió en silencio y se dirigió al salón, dejando entornada la puerta del dormitorio.

El salón, que hacía las veces de cocina, comedor y habitación de su hija Shan antes de que la arrestaran, era la mitad de grande que el dormitorio y estaba abarrotado de objetos acumulados durante décadas. Había varios tarros vacíos y polvorientos apilados en un rincón, que antes usaban, año tras año, para conservar los encurtidos preferidos de Shan. A su lado había una caja de cartón donde el maestro Gii y su esposa tenían dos gallinas, pues apreciaban su compañía y los pocos huevos que ponían. Al oír los pasos del hombre, las gallinas se movieron, pero él ni las miró. El maestro Gu se puso el viejo abrigo de piel de borrego y arrancó la hoja del calendario del día anterior antes de salir de casa, un hábito que tenía desde hacía décadas. La fecha, 21 de marzo de 1979, y los pequeños caracteres que había debajo, «equinoccio de primavera», destacaban incluso en la oscuridad. Arrancó también la segunda hoja y arrugó los dos finos papelitos hasta formar una bola. Estaba quebrantando un rito, pero ¿qué ganaba fingiendo que ese día era como los demás?

El maestro Gu se acercó hasta el excusado público al final del callejón. Cualquier otro día su mujer estaría pisándole los talones. Eran una pareja de costumbres arraigadas y su rutina matinal no había variado en los últimos diez años. El despertador sonaba a las seis en punto y ellos se levantaban sin remolonear. Cuando volvían del excusado, se turnaban para lavarse la cara en el fregadero; ella bombeaba el agua para ambos, los dos en silencio.

A unos pasos de la casa, el maestro Gu se fijó en una hoja blanca atravesada por una enorme marca roja que habían pegado en la pared del resto de casas adosadas y supo que anunciaba la muerte de su hija. Salvo por la farola solitaria al final del callejón y el resplandor tenue de unas cuantas estrellas, reinaba la oscuridad. El maestro Gu se acercó y se fijó en que los caracteres del edicto estaban escritos con la antigua caligrafía al estilo Li: cada trazo arrastraba un peso adicional, como si el autor estuviera habituado a la tarea de redactar la muerte inminente de alguien con pausada elegancia. El maestro Gu imaginó que el nombre pertenecía a un extraño que no había pecado de pensamiento, sino de obra, y solo entonces, gracias a un entrenamiento intelectual del que había hecho una costumbre, consiguió abstraerse de la obscenidad del crimen —una violación, un asesinato, un robo o cualquier otro delito cometido contra un pobre inocente— y apreciar la caligrafía por su mérito estético, aunque el nombre no fuera sino el que él había elegido para su hija, Gu Shan.

Hacía tiempo que el maestro Gu había dejado de comprender a la persona que llevaba aquel nombre. Su mujer y él habían sido ciudadanos temerosos y respetuosos con la ley toda la vida. Desde que Shan tenía catorce años, la joven se había visto consumida por pasiones que él no conseguía entender, primero como una fanática adepta del presidente Mao y su Revolución Cultural, y luego como una firme escéptica y una dura crítica del celo revolucionario de su generación. Podría haber sido una de aquellas criaturas divinas de los relatos antiguos que toman prestado el vientre de sus madres para venir al mundo de los mortales y labrarse una fama como heroína o como demonio, dependiendo de la intención de los poderes celestiales. El maestro Gu y su mujer podrían haber sido sus padres mientras ella los hubiera necesitado, a lo largo de su educación. Sin embargo, incluso en las viejas historias, esos padres, privados de sus hijos cuando estos los abandonaban para responder a la llamada del destino, acababan con el corazón roto como humanos de carne y hueso que eran, incapaces de imaginar una vida con horizontes más lejanos que los conocidos.

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