Samantha Power es profesora de Política Exterior Norteamericana y Derechos Humanos en la John F. Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard. Nació en Irlanda, pero vive en Estados Unidos desde los nueve años de edad. Fue corresponsal de The Economist durante el conflicto armado en la antigua Yugoslavia, de 1993 a 1996. Fundó el Carr Center for Human Rights Policy en Harvard, institución que dirigió de 1998 a 2002. Ha editado, en colaboración con Graham Allison, Realizing Human Rights: Moving from Inspiration to Impact.
S ECCIÓN DE O BRAS DE P OLÍTICA Y D ERECHO
PROBLEMA INFERNAL
Traducción de
A LASDAIR L EAN
SAMANTHA POWER
PROBLEMA
INFERNAL
Estados Unidos en la era del genocidio
Primera edición, 2005
Primera edición electrónica, 2016
Diseño de portada: Mauricio Gómez Morin
Título original: A Problem from Hell. America and the Age of Genocide © 2002, Samantha Power
D. R. © 2005, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-3669-0 (mobi)
Hecho en México - Made in Mexico
A mamá y Eddie
Nosotros —los que aquí estamos—
detentamos el poder y cargamos con
la responsabilidad.
A BRAHAM L INCOLN
ÍNDICE
PREFACIO
Un domingo de junio de 1995 conocí por casualidad a Sidbela Zimic, una niña de nueve años de edad residente de Sarajevo. Varias horas después de oír el familiar silbido, seguido del estallido de un proyectil, caminé unas cuadras hacia lo que había sido uno de los otrora formidables edificios de departamentos del barrio. Su estropeada fachada ostentaba las huellas de los típicos hoyos de tres años de lluvia de metralla y balazos. El edificio carecía de ventanas, electricidad, gas y agua. No era habitable, salvo para los orgullosos habitantes de Sarajevo, quienes no tenían otro lugar a donde ir.
La hermana adolescente de Sidbela estaba parada —aturdida— no lejos de la entrada del edificio. Había un delgado charco rojo a su lado, en el patio, donde estaban tiradas una zapatilla azul, dos rojas, y una cuerda para saltar con mangos tipo cucurucho. La policía bosnia había cubierto la parte enrojecida de la losa con un plástico con el alegre emblema celeste y blanco de las Naciones Unidas.
A Sidbela se le conocía en el vecindario como estudiosa, y por sus muchas participaciones en competencias de belleza y talento. Ella y sus compañeras de juego se las ingeniaban para aprovechar al máximo una niñez en que el movimiento estaba muy restringido, y coronaban así a la “Reina del Edificio”, a “Miss Esquina” y “Miss Vecindario”. Esa mañana tranquila Sidbela le había rogado a su madre cinco minutos al aire libre.
La señora Zimic estaba desolada. Un año y medio antes, en febrero de 1994, una bomba cayó en el mercado principal en el centro de la ciudad, y despedazó a 68 compradores y puesteros. Las imágenes de esta masacre generaron amplia compasión en Estados Unidos, e impulsaron al presidente Bill Clinton y a sus aliados de la OTAN a hacer algo. Mandaron un ultimátum sin precedentes, en el que amenazaban con realizar bombardeos masivos contra los serbios de Bosnia si reanudaban sus ataques a Sarajevo o continuaban con lo que Clinton describió como “matanza de inocentes”.
“Nadie debe dudar de la decisión de la OTAN ”, advirtió Clinton. “Cualquiera —dijo, y repitió la palabra para hacer hincapié—, cualquiera que bombardee Sarajevo debe […] estar dispuesto a atenerse a las consecuencias.” En respuesta a lo que sintieron como un compromiso de Estados Unidos, los 280 000 habitantes de Sarajevo poco a poco se adaptaron a la vida bajo la imperfecta, pero protectora, cobertura de la OTAN . Después de algunos cautelosos meses empezaron a mostrar los rostros paseando por el río Miliacka y reconstruyendo los cafés con mesas en las banquetas. Niños y niñas brincaron de sus lóbregos sótanos y de la vista de sus mayores para redescubrir los juegos al aire libre. Saboreando la niñez, se volvieron golosos del sol y de los juegos. Sus padres agradecían a Estados Unidos y trataban muy bien a los estadunidenses que visitaban Sarajevo.
La resolución estadunidense, sin embargo, se marchitó en breve. No se consideró que valiera la pena arriesgar a soldados estadunidenses ni antagonizar con los aliados europeos que deseaban mantenerse neutrales para salvar vidas bosnias. Clinton y su equipo bajaron su tono retórico de genocidio a “tragedia” y “guerra civil”, menoscabando las expectativas de que hubiera algo que Estados Unidos pudiera hacer. El secretario de Estado, Warren Christopher, nunca mostró mucho entusiasmo porque intervinieran en los Balcanes. Hablaba una y otra vez de un “contexto” para aquietar la incomodidad moral que generaba que su país no interviniera. “Es un problema realmente trágico”, dijo Christopher. “El odio entre estos tres grupos —bosnios, serbios y croatas— es de no creerse. Casi aterra, y data de siglos. En realidad es un problema infernal.” Tras unos meses de la masacre en el mercado, Clinton adoptó esa actitud, y trató a Bosnia como su problema infernal, un problema que esperaba se consumiese solo, desapareciera de las primeras planas y dejara tranquila su presidencia.
Los nacionalistas serbios actuaron en consecuencia. Entendieron que tenían la libertad de reanudar su bombardeo sobre Sarajevo y otras ciudades bosnias atestadas de civiles. Los padres luchaban con sus hijos y buscaban incentivos que los indujeran a quedarse en casa. El padre de Sidbela recordó: “Convertí el lavadero en un lugar de juegos. Les compré a los chicos muñecas Barbie, autos Barbie, todo, sólo por mantenerlos adentro”. Pero su precoz hijita se salió con la suya: “Papi, por favor, déjame vivir mi vida. No puedo quedarme en casa todo el tiempo”.
Las promesas estadunidenses, que los artilleros serbios tomaron en serio al principio, ofrecieron a los habitantes de Sarajevo un breve respiro, pero también alentaron esperanzas entre los bosnios de que de nuevo podían vivir seguros. El caso fue que la brutalidad de los líderes políticos, militares y paramilitares serbios se haría merecedora de repudio, pero no de la prometida intervención militar.
El 25 de junio de 1995, minutos después de que Sidbela le diera un beso en la mejilla a su madre y le sonriera con expresión triunfante, un proyectil serbio cayó en el patio donde ella, junto con Amina Pajevic de 11 años, Liljiana Janjic de 12, y Maja Skoric de 5, saltaban la cuerda. Todas murieron, y elevaron así el número de niños asesinados en la guerra en territorio bosnio de 16 767 a 16 771.
Si algún hecho puede predisponer a una persona a imaginar la iniquidad, tiene que ser éste. Yo tenía casi dos años de reportear desde Bosnia en el momento de la masacre en el patio. Hacía mucho que había abandonado toda esperanza de que los aviones de la OTAN , que a diario pasaban rugiendo, llegaran a bombardear a los serbios para que detuviesen su ataque de artillería a la capital sitiada. Y llegué a esperar lo peor para los civiles musulmanes dispersos en la campiña.