A Esteban y Tristan,
que, al igual que otros
siete mil millones de hormiguitas,
participan modestamente
en esa inmensa obra que es la Evolución
«Los organismos vivientes han existido sobre la Tierra, sin saber nunca por qué, durante más de tres mil millones de años, antes de que la verdad, al fin, fuese comprendida por uno de ellos.»
RICHARD DAWKINS,
El gen egoísta
«La ciencia no consiste únicamente en saber qué debe o puede hacerse, sino también en saber lo que podría hacerse aunque no debiera hacerse.»
UMBERTO ECO,
El nombre de la rosa
A menudo me preguntan cómo se me ocurren las ideas. ¿Surgen a raíz de un suceso? ¿Tras la lectura de unos párrafos? ¿En una esquina de la calle o en un rincón de una página de una revista? Para ser sincero, no lo sé con exactitud. No hay secreto ni método. Creo más bien en la noción del mecanismo que se dispara y en la del azar, como si al ver mil hojas de árbol arrastradas por una tormenta uno siguiera súbitamente con la mirada la que irá a dar contra su mejilla.
Hace más de dos años, cuando andaba en busca de la idea del segundo libro del díptico consagrado a la violencia, asistí, digamos que por unas circunstancias provocadas, a la conferencia de un científico sobre la Evolución. En mitad de su discurso, ese profesor explicó lo siguiente: un día, Charles Darwin recibió de un corresponsal una orquídea originaria de Madagascar, la Angraecum sesquipedale, comúnmente conocida como estrella de Madagascar. Esa flor cuenta con un espolón de entre veinticinco y treinta centímetros de longitud, cuya base está repleta de néctar. Ninguna de las mariposas que Darwin conocía era capaz de llegar a semejante profundidad, así que ¿cómo podía realizarse la polinización de las flores, sin la que esa orquídea habría desaparecido? Con ese razonamiento, dedujo que en Madagascar debía de existir una mariposa dotada de una trompa suficientemente larga como para aspirar el néctar del fondo del espolón.
Esa mariposa fue descubierta cuarenta y un años después y se le dio simbólicamente el nombre de Xanthopan morganii praedicta, en homenaje a la predicción de Darwin. Su trompa medía entre veinticinco y treinta centímetros de longitud…
Ese descubrimiento me pareció tan extraordinario que me dije que ahí había material para una historia y por ello me interesé en la biología, en la Evolución y el ADN y reflexioné acerca de la trama que descubrirán a continuación. La alquimia de las palabras hizo lo demás.
Esta novela está protagonizada de nuevo por Lucie Henebelle y Franck Sharko. Su aventura no concluyó al final de El síndrome E dado que en las últimas páginas se produjo un acontecimiento inesperado. Aunque evidentemente los personajes mantienen una continuidad psicológica con respecto al libro precedente, debo precisar que esta historia es completamente independiente, de modo que se puede leer sin necesidad de haber leído aquél.
Sólo me queda desearles una excelente lectura.
AGOSTO DE 2009
Aquel día no debería haber hecho buen tiempo.
Nadie, en ningún lugar de la Tierra, debería haber tenido derecho a reír, a correr por la playa o a hacerse regalos. Algo o alguien debería haberlo evitado. No, nadie tenía derecho a la felicidad o a la indolencia. Porque en otro sitio, en una sala refrigerada, al final de unos fatídicos pasillos iluminados por fluorescentes, una chiquilla tenía frío.
Un frío que ya no la abandonaría nunca. Jamás.
Según las autoridades, se había hallado el cadáver irreconocible de una niña de una edad estimada entre siete y diez años junto a una carretera comarcal, entre Niort y Poitiers. Lucie Henebelle aún ignoraba las circunstancias precisas del hallazgo, pero, en cuanto la noticia llegó a la brigada criminal de Lille, se dirigió hacia allí sin demora. Más de quinientos kilómetros devorados a fuerza de adrenalina, a pesar del cansancio, del sufrimiento interior, del miedo a lo peor que se iba apoderando de ella cada vez más, con una única frase en los labios: «Haz que no sea una de mis hijas, por piedad, haz que no sea una de mis hijas». Ella, que nunca rezaba, que hasta había olvidado el olor de los cirios, suplicaba. Se aferraba a la esperanza de que se tratase de otra niña, de una chiquilla desaparecida que no constara en los archivos de la policía. Quizá una niña que hubiera desaparecido la víspera, o el mismo día. Así, otros padres serían desgraciados, pero ella no.
¡Oh, no, ella no!
Lucie se convenció una vez más: se trataba de otra niña. La distancia relativamente corta entre el lugar donde fueron secuestradas Clara y Juliette Henebelle -Les Sables-d’Olonne- y donde los paseantes encontraron el cadáver no podía ser más que una casualidad, al igual que el corto período de tiempo transcurrido, cinco días, entre la desaparición de su hija y el instante en el que Lucie se detuvo en el aparcamiento del Instituto de Medicina Legal de Poitiers.
Otra niña… Si así era, ¿por qué Lucie se hallaba allí, sola, tan lejos de su casa? ¿Por qué sentía una violenta acidez en el fondo de su garganta que le provocaba ganas de vomitar?
Incluso a aquella hora, al final del día, el asfalto aún estaba ardiente. Junto a los pocos vehículos de la policía y del personal, apestaba a asfalto fundido y a neumático. Aquel verano del año 2009 había sido un infierno, desde todos los puntos de vista. El personal y el privado. Y lo peor estaba por llegar, con aquella abominable palabra que resonaba en su cabeza: «irreconocible».
«La chiquilla que está ahí tendida no es una de mis hijas.»
Lucie miró su móvil, una vez más, y llamó a su buzón de mensajes aunque la pantalla de cristal líquido no mostrara ningún sobre. Quizá había un problema de cobertura o de red, quizá le habían dejado un mensaje urgente: habían hallado a Clara y a Juliette, estaban bien y pronto estarían en casa, rodeadas de sus juguetes.
El ruido de una portezuela tras una camioneta la devolvió a la realidad. No había mensaje alguno. Guardó su teléfono y entró en el edificio. Lucie conocía perfectamente los Institutos de Medicina Legal, los IML, de estructura siempre idéntica. A la entrada, la recepción; los laboratorios de análisis en la planta superior y en la planta baja; y, simbólicamente, la morgue y las salas de autopsias bajo tierra, como si los muertos ya no tuvieran derecho a la luz.
La teniente de policía, demacrada y con una mirada empañada por el duelo, se dirigió a la secretaria. Su voz titubeaba, insegura, con las cuerdas vocales desgastadas por tantos llantos, gritos y noches de insomnio. Según el registro, el sujeto -otra palabra atroz que le provocó un dolor en el pecho- había llegado a las 18:32. El forense estaría a punto de terminar el examen superficial. En ese mismo instante, probablemente se disponía a leer la historia de los últimos minutos de vida del sujeto en el mismísimo corazón de su carne.
«Otra niña… Clara y Juliette, no.»
Lucie trataba de tenerse en pie, sus piernas flaqueaban y le ordenaban que diera media vuelta, pero recorrió los pasillos apoyándose con una mano en la pared, avanzando lentamente, sumergida en la oscuridad mientras afuera, en algún lugar, en pleno verano, la gente cantaba y bailaba. Ese contraste era lo más difícil de aceptar, por todas partes la vida proseguía, mientras allí…
Treinta segundos después se hallaba frente a una puerta batiente con un cristal ovalado. Aquel lugar apestaba a muerte, sin artificios que la disimularan. Lucie ya había acompañado a padres, hermanos y hermanas en aquel trance, para «confirmar». La mayoría de ellos se derrumbaban incluso antes de ver el cadáver. Poner los pies en aquel lugar era algo terriblemente inhumano, contra natura.
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