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Juan Luis González-Ripoll - Narraciones de caza mayor en Cazorla

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Juan Luis González-Ripoll Narraciones de caza mayor en Cazorla

Narraciones de caza mayor en Cazorla: resumen, descripción y anotación

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ÍNDICE

PRIMERA PARTE, LOS TIEMPOS ANTIGUOS (Hasta el año 1951)

RELATOS DEL TÍO ALEJO Datos biográficos del Tío Alejo Fernández La Fresnedilla, 1880 El último lobo El entierro del Tío Feligrés RELATOS DEL TÍO JULIAN «El Aserrador» Datos biográficos del Tío Julián, el «Aserrador» Los aserradores El caballo blanco Los lobos de Viana Las santas benditas Miguel Zampapanes El señorito de las casas RELATOS DE JUSTO CUADROS (Cazador furtivo) Datos biográficos de Justo Cuadros La caza furtiva y el ingeniero pintor Cacería de águilas Los corzos de las habichuelas Monteseros en la peña del halcón El ingeniero botánico Los nevados y las yeguas recusitadas La travesía de los campos de Hernán Perea

SEGUNDA PARTE, EL COTO NACIONAL (Desde el año 1951)

RELATOS DE JUSTO CUADROS (Guarda Mayor) La conversión de Justo Cuadros El macho de la madroña Rastreo de reses heridas El marido infiel y los celos del Tío Lobera El Tío Federico y los arqueólogos El cazador asmático La alemana del fóller-fóller El montero del espanto Los malos pasos El venado record de españa
PRIMERA PARTE

LOS TIEMPOS ANTIGUOS

(Hasta el año 1951)

RELATOS DEL TÍO ALEJO
DATOS BIOGRÁFICOS DEL TÍO ALEJO FERNÁNDEZ

Nació el año 1890, en la Sierra de Cazorla, en el cortijo de «La Fresnedilla», a un paso de donde nace el río Aguamula, con sus aguas de cristal y sus truchas. Su padre fue ganadero a la manera antigua, sencilla y autárquica, y en la evocación que de él nos hace su hijo Alejo tiene el perfil humano de un patriarca sacado del Antiguo Testamento.

El Tío Alejo ha sido durante muchos años guarda de la Sociedad de Ganaderos de Santiago de la Espada, y, probablemente, ya no quedan hombres que conozcan tan bien como él aquella serranía áspera, sin pinos, desolada, de pastos muy dulces, rayando en los 2.000 metros de altitud, de inviernos enormemente crudos.

En aquellos años de las primeras décadas del siglo había infinidad de rebaños en la sierra: exactamente 293 ganaderos aprovechaban los pastos mancomunados del término, y el Tío Alejo llevaba en la cabeza los nombres de cada uno de ellos y la relación numérica de todos los rebaños y cabezas de ganado que pastaban en aquella inmensa demarcación. Nombres, fechas, cifras y denuncias, todo era verbal, y su palabra, fehaciente.

Un anciano que lo conoce desde su mocedad —el Tío Eusebio, molinero del río Aguamula—, que viene a ser más o menos de la quinta del Tío Alejo, dice de éste, ponderando su buena memoria:

—El Tío Alejo tiene un almanaque en la cabeza que pocos pueden llevar.

Ahora vive los años de su vejez en la casa número 3 de la calle del Río, en el poblado de Cotorríos, a la orilla del Guadalquivir. Se sienta a su puerta, fumando, y mira pasar el tiempo por el agua. Aunque esté muy viejo y achacoso se mantiene firme, vistiendo pulcramente su traje negro y camisa blanca. Tiene la voz profunda y el ademán grave y comedido y la distinción clásica de la gente antigua de la sierra. Todavía conserva los hombros anchos y las manos grandes, trasunto de la gran fortaleza física de una juventud ya muy lejana. Y, además, tiene el sentido de la ironía. Si uno le dice al saludarle:

—Tío Alejo, hoy está usted más derechete.

Contesta sonriendo:

—Es que yo estoy muy bien hecho, sólo que hace muchos años que me hicieron.

Todos los días, al atardecer, sale de su casa, apoyándose en su bastón, y sube trabajosamente hasta la plaza de Cotorríos a jugar su partida de cartas en el bar de Máximo, con la espalda vuelta al televisor.

LA FRESNEDILLA, 1880

Nosotros nos hemos criado en el cortijo de «La Fresnedilla», que le decían de Julián el de «La Fresnedilla», que ese era mi padre. Es un cortijo que se ve todavía subiendo por la carretera del río Aguamula, en llegando al final, esa plazoletilla que hace la carretera donde termina, y se asoma a un barranco donde nace el río, y enfrente hay una ladera: ese cortijo que se ve allí abajo, que tiene unas nogueras muy frondosas y muy frescas y una huerta, allí nací yo y allí nos hemos criado nosotros.

Entonces no había carretera, ni siquiera camino, sino tan sólo una sendica para las bestias que venía subiendo desde el poblado de las Tablas, pasando por las majadas de los ganaderos, y luego iba al sopié de nuestra casa y seguía remontando a trasponer las ramblas que dan vista a Cuberos, donde vivía y hogaño vive todavía el Tío Josico.

Mi madre, que en paz descanse, era muy guapa, y yo he oído contar, como se cuentan estas cosas en las casas, que la familia de mi padre no veía con buenos ojos a la de mi madre, porque eran muy pobres; mi abuelo materno vivía muy pobremente de lo que ganaba haciendo miera, que es una medicina que se saca de la cepa de los enebros, y el hombre vivía en su miseria rebuscando plantas medicinales, que era muy entendido en eso, y sabía los sitios donde se criaban las terraillas, que son unas matas pequeñicas que se cuecen y son muy buenas para curar las heridas infestadas y se encuentran en muy pocos sitios: en la Hoya de Maina Barra y en la Hoya de los Pájaros, allá por tierras de Castril.

De manera que la familia de mi padre, como tenían unos hortales y una pizca de tierra, se creía muy encumbrada para emparentar con la de mi madre, y la pobre sufrió mucho con esto. Pero mi padre se prendó de ella y se casaron, y la dote que pudo llevar mi madre a la boda fue de 15 pesetas, y de ellas su padre pagó un duro de compadrazgo, de manera que empezaron su vida de matrimonio con 10 pesetas y los brazos para ganar de comer. ¡Y lo que es la vida!, esos mismos que no querían a mi madre, a causa de que era pobre, vinieron a morir en los brazos de ella, uno detrás de otro: ella les fue cuidando en sus enfermedades y les cerró los ojos. ¡Qué verdad más grande es que el que escupe al cielo la saliva le cae en el rostro!

Se casaron y vinieron a vivir a «La Fresnedilla», y mi padre como era un hombre tan vitalicio y mi madre joven, pues en pocos años se juntaron con nueve zagales. Eramos nueve hermanos, todos pequeñicos, y la vida no era fácil, que había que bregar mucho, mucho; pero el hombre está hecho para salir adelante con todo, y mi padre, que en paz descanse, de primeras vivió amargamente, pero luego Dios le protegió en suerte y adelantó unas pesetas en animales: a lo primero compraba corderos y los criaba hasta los dos años, para venderlos luego de primales o de andoscos, y les ganaba buen dinero, porque este ganado segureño daba unas carnes muy blancas y lo preferían los marchantes. Llegó a juntar una ganadería grande de ovejas, de vacas y de cabras, y nosotros, de zagalillos, ya íbamos con los hatos de mi padre por el monte, y pasábamos miedo, porque éramos pequeñicos y la sierra esta es muy grande y muy arriscada. Además, por entonces, había muchos lobos y hombres malos, desertados, y nos atemorizaban.

A nuestra casa venían muy a menudo los guardas y guardias civiles y los ingenieros, y hasta los carabineros, los rondines, que les decíamos nosotros. Decían: «¿Adónde vamos a dormir?», pues a lo de Julián el de «La Fresnedilla», porque en mi casa, gracias a Dios, había de todo: había camas y qué darles de comer, que en otros sitios, desgraciadamente, no había más que miseria. Pues a mi casa iban y en mi casa se quedaban, y le compraban a mi padre aceite, tocino o pan, que teníamos horno, y mi madre amasaba y cocía una vez por semana. Iban a mi casa porque no había otro sitio donde abastecerse.

Algunas veces también llegaban a nuestra puerta los desertados. Recuerdo de uno que le decían Martín, que era de Pozo Alcón, y estaba desertado en la sierra por tres muertes que hizo en su pueblo antes de echarse al monte, y llevaba un trabuco que, sin ponderar, tenía un buche como el ruedo de un dornajo mediano. Daba miedo ver a aquel hombre. Hasta los perros enmudecían al verle y se le arrimaban meneándole la cola, y eso que los perros de mi casa eran muy fieros y no les amedrentaban los lobos. Pero él, cuando salían a ladrarle, ni les miraba siquiera: seguía su marcha como si no fuera con él, y los animales se calmaban. Tenía una forma de mirar que dejaba helado al más valiente. Iba vestido como un pastor, con unos pellos de oveja negra y una anguarina blanca, calzaba unas altimparas de cabra, y en la cabeza llevaba un sombrero calañés muy viejo, de un color violeta deslucido, y viéndole andar parecía llevar un aire cansino, pero cada tranco que daba era el doble de largo que el de otro hombre cualquiera, de manera que hacía una legua cuando otro hombre no había andado media, y, si era necesario, era capaz de andar desde el alba a la noche sin detenerse.

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