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Xavier Ripoll Soria - Canales y alambradas

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Xavier Ripoll Soria Canales y alambradas

Canales y alambradas: resumen, descripción y anotación

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Relato corto histórico sobre el acoso y la persecución de los judíos en los Países Bajos durante la II Guerra Mundial, a partir de la vida cotidiana de una familia de Amsterdam que ve cómo su vida se ve truncada por las leyes antisemitas del Tercer Reich. Las nuevas medidas discriminatorias les conducirán a un campo de trabajo donde el odio y la perversión del sistema marcarán sus vidas.

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CANALES Y ALAMBRADAS

Xavier Ripoll

Foto de la portada del autor

I

Las figuras que adornaban los frontones de los edificios antiguos de Amsterdam se reflejaban en la superficie del río Amstel de forma poco habitual. La crecida del nivel de sus aguas debido a las recientes lluvias de aquel mes de mayo de 1940, provocaba que las figuras humanas esculpidas en lo más alto, desde hace siglos, adoptasen un aire caricaturesco cuando sus imágenes se estrellaban sobre el agua, creando rostros deformados y volúmenes que iban cambiando según el curso del agua. Algunos de aquellos rostros, serenos en su emplazamiento natural, sobre el agua se estaban convirtiendo en muecas. En muecas de miedo, de angustia, de dolor..., intuyendo algo desagradable que había de llegar.

Este presentimiento también lo tuvieron las gaviotas, que empezaron a cruzar el cielo de la ciudad a la desbandada, ahuyentadas por algún ruido, un ruido monótono, mecánico, un chirrido constante, que iba avanzando lentamente desde las carreteras de acceso a la ciudad hasta detenerse en los puntos más estratégicos de ésta.

La plaza del Dam empezó a llenarse de blindados del ejército de ocupación alemán y los gritos y las órdenes retumbaron en las paredes de los históricos edificios de esta ciudad habitualmente tranquila.

Entre los presentes se encontraba Anton Mussert, líder del Partido Nazi Holandés. Días después, tras la capitulación del 15 de mayo, la familia real huiría a Londres y se formaría un gobierno holandés en el exilio. Hitler nombró “Comisario del Reich” en Holanda al nazi austríaco Arthur Seyss-Inquart.

Holanda acababa de ser invadida por los alemanes, como lo fue -siglos atrás- por los españoles y por los franceses. La mayor parte de los holandeses estaban convencidos de que el país permanecería al margen de la guerra, ya que Hitler había dado repetidas garantías al gobierno holandés de que respetaría su neutralidad. A pesar de ello, el 10 de mayo Hitler invadió el país. Durante cinco días, los holandeses lucharon duramente pero nada pudieron frente a la maquinaria bélica alemana, que bombardeó Rotterdam. Ante la amenaza de bombardear otras ciudades, Holanda capituló. Los holandeses, y los judíos en particular, estaban consternados y asustados.

La resistencia contra los nazis, ya debilitada por la contienda, fue poco aparatosa; por la ciudad se oían disparos que provenían de los patriotas ocultos en los tejados o en los canales, pero pronto eran barridos por los ocupantes.

En Muiderstraat, frente al Huerto Botánico, la familia Meijer -como tantas otras en aquellos trágicos momentos- se hallaba agazapada tras las ventanas de su apartamento que daban a la calle.

-¡Apartaos de las ventanas, puede que hayan disparos! -advirtió el señor Jacob a su mujer y a sus tres hijos, dos chicas de 17 y 10 años, y un niño de 8.

-¡Pero si aún no he visto los tanques! -protestó el pequeño Jan.

-¡Qué cosas se te ocurren, Jan! ¡Mejor no verlos! -le espetó mamá Raquel arrancándolo de la ventana.

A regañadientes, los niños se fueron al salón interior mientras su padre intentaba hacerles comprender la gravedad de la situación:

-Estamos en guerra y todo es impredecible.

-Al menos, ¿podemos escuchar qué dice la radio? -preguntó Ruth, la mayor.

-Quizá cuenten algo sobre qué nos ocurrirá a los judíos. He oído decir que los alemanes nos tienen manía -dijo Esther, la mediana.

El silencio se apoderó de los presentes. La incógnita planeó de repente por el ambiente. Los rostros reflejaban una mezcla de incertidumbre y angustia. Esther, desde su inocencia, había destapado la caja de truenos.

-¡Esth er! ¡Haz el favor de no asustar a tus hermanos! -le reprendió su padre.

-¿Por qué nos iba a ocurrir algo? -dijo mamá-. Somos una familia respetable y acatamos las leyes, la autoridad y los principios.

-Y los alemanes son un pueblo culto y amante del orden -añadió papá.

-Pero estos últimos años algunas veces he oído por la radio que en Alemania y en Austria se ensañaban con los judíos -insistió Esther.

-Tiene razón, papá -le ayudó la mayor.

-¡Debía tratarse de agitadores! -sentenció papá-. Quizás ahora impondrán un gobierno fuerte que vele por el orden. ¡Tranquilizaos ya! Y tú, Esther, no seas alarmista.

-Perdona, papá -dijo ella.

La familia Meijer era una de esas tantas familias judías de clase media en los Países Bajos. El señor Jacob, de mediana edad, era comerciante textil. Su mujer, Raquel, era algo más joven. Ambos descendían de familias hebreas pero no eran ortodoxos y la práctica de sus creencias se limitaba a la celebración de aquellas fiestas más señaladas, más por tradición que por convicción. De hecho, era la postura de la mayoría de los hebreos holandeses. Incluso estaban los no creyentes, frecuentes entre los medios científicos y académicos.

Los judíos eran muy numerosos en los Países Bajos, sobre todo en las grandes ciudades: unos 140 mil de los 9 millones de habitantes del país. En Amsterdam, tenían a su cargo buena parte de la industria y el comercio. También el poder económico y político, tanto en el interior como en el exterior.

Antes de la guerra, los nazis ya se habían infiltrado entre la policía y la administración holandesa. El gobierno era tolerante con los judíos del país.

La discusión terminó en el instante que sonó el timbre de la puerta. Los presentes se cruzaron miradas de angustia.

-Voy a ver -se aventuró el señor Meijer.

-Ve con cuidado, Jacob -le dijo temerosa su mujer.

Meijer se dirigió con sigilo hacia la puerta. Miró cuidadosamente a través de la mirilla y dijo aliviado mientras abría la puerta:

-Es el tío Isak.

La familia respiró y se alegró de la visita del tío, un hombre de mediana edad, profesor de universidad.

-¡Isak, hermano! -le dijo Raquel.

-¡Tío! Los niños fueron a abrazarle afectuosamente.

-¿Estáis todos bien? -preguntó él con tono preocupado.

- Sí, sí –le respondió su hermana.
- Los alemanes han invadido nuestro país. Temo por nuestra seguridad y la de todos los judíos –sentenció Isak con semblante preocupado.
- ¿Lo ves papá? –no tardó en vindicar Esther-. Ya te lo decía yo.
- Insisto en que mantengáis la calma –dijo Jacob.

Como tantos otros ciudadanos, los presentes siguieron los acontecimientos por la radio. Sólo el pequeño Jan prefirió evadirse y se puso a contemplar un álbum de cromos con dibujos de paisajes europeos. En uno de ellos aparecía un pueblo polaco en medio de una inmensa llanura. ¡Quién pudiera encontrarse allí en estos momentos, acariciado por el viento de la libertad!

Pasado mediodía, ya no se oían disparos y la calle estaba tensamente tranquila.

- Creo que aprovecharé para irme –dijo el tío Isak-. Todo parece estar en calma y por la radio no han dicho nada acerca de posibles represalias contra nuestra comunidad. ¡Adiós familia, cuidaos!
- Te acompañaré hasta Weesparplein, quiero comprobar que esté todo bien en la tienda –añadió Jacob.
- ¡Yo quiero venir, papá! –insistió Jan.
- No, hoy mejor que os quedéis.
- Sé prudente, Jacob –le dijo su mujer.

Antes de abandonar el portal, los dos hombres miraron a derecha e izquierda. Soldados en bicicleta y con fusil atravesaban la calle, confiados y alegres por la escasa resistencia a la invasión. Algunos ciudadanos iban saliendo a la calle para hacer recados o para ir a trabajar. Otros, merodeaban curiosos cerca de los cruces en donde estaban apostados vehículos blindados. Unos pocos, básicamente hombres, se mostraban sonrientes y se atrevían a ir a saludar a los ocupadores. Se trataba de fascistas o germanófilos neerlandeses a quienes ya les parecía bien la presencia de las tropas de Hitler.

Jacob y su cuñado cruzaron uno de los numerosos puentes de la ciudad. Al llegar al otro lado, se toparon con un viejo conocido suyo, el señor Hals, funcionario de la Administración, cincuentón, vestido con traje y corbata oscuros, y con un afilado bigotito.

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