Alan Furst
El corresponsal
Traducción del inglés por Diego Friera y Maria José Diez
Título original: The Foreign Correspondent
© Alan Furst, 2006
Ésta es una obra de ficción. Todos los acontecimientos y diálogos, así como todos los personajes, con excepción de algunas figuras públicas e históricas conocidas, son producto de la imaginación del autor y no deben interpretarse como reales. Las situaciones, acontecimientos y diálogos en que participan dichos personajes históricos o públicos son completamente ficticios y no intentan describir hechos reales o cambiar la naturaleza ficticia de la obra. Por todo lo demás, cualquier parecido con personas vivas o muertas es fruto de la casualidad.
A finales del invierno de 1938 cientos de intelectuales italianos huyeron del régimen fascista de Mussolini y hallaron un refugio incierto en París. Allí, en medio de las dificultades propias de la vida del emigrado, fundaron varias células de resistencia que, mediante periódicos clandestinos, enviaban noticias y aliento a Italia. Combatiendo el fascismo con máquinas de escribir; sacaron a la luz más de quinientas publicaciones.
París, últimos días de otoño. Un cielo plomizo y turbio al alba. La penumbra llegó al mediodía, seguida, a las siete y media, de una lluvia sesgada y negros paraguas. Los parisinos se dirigían a casa a toda prisa entre los desnudos árboles. El 3 de diciembre de 1938, en el corazón del séptimo distrito, un Lancia sedán de color champán giró por la rue St. Dominique y se detuvo en la rue Augereau. Acto seguido, el hombre que ocupaba el asiento trasero se inclinó hacia delante un momento. El chófer avanzó unos metros y se paró de nuevo, para quedar entre dos farolas, oculto por las sombras.
El hombre que se hallaba en el asiento de atrás del Lancia se apellidaba Ettore, il conte Amandola: el decimonoveno Ettore, Héctor, de la familia de los Amandola. El de conde sólo era su título más importante. Más cerca de los sesenta que de los cincuenta, tenía los ojos oscuros y ligeramente saltones, como si la vida lo hubiese sorprendido, aunque la vida nunca se había atrevido a tanto. El rubor de sus mejillas sugería una botella de vino en el almuerzo o cierto entusiasmo al saborear de antemano el plan que tenía para esa noche. De hecho se debía a ambas cosas. Y siguiendo con los colores, podríamos decir que era un hombre muy brillante: el cabello cano, reluciente debido al fijador, lo lucía peinado hacia atrás, planchado, y el bigotito argénteo, que recortaba a diario con unas tijeras, le sombreaba el labio superior. Bajo un abrigo de lana blanco, en la solapa de un traje de seda gris, llevaba una pequeña cruz de Malta de plata sobre un esmalte azul, lo cual significaba que ostentaba el grado de cavaliere de la Orden de la Corona de Italia. En la otra solapa lucía la medalla de plata del Partido Fascista italiano: un rectángulo con fasces en diagonal, un haz de varas atado con un cordón rojo a un hacha. Era el símbolo del poder de los cónsules en el Imperio romano, quienes poseían la autoridad de azotar a la gente con las varas de abedul o decapitar con el hacha, armas que siempre les precedían.
El conde Amandola consultó el reloj, bajó la ventanilla y se quedó mirando, a través de la lluvia, una calle no muy larga, la rue du Gros Caillou, que se cruzaba con la rue Augereau. Desde ese punto -ya lo había comprobado dos veces esa semana- podía ver la entrada del Hotel Colbert, una entrada bastante discreta: tan sólo el nombre en letras doradas en la puerta de cristal y una luz desbordante que procedía del vestíbulo e iluminaba el mojado pavimento. El Colbert era un hotel bastante sencillo, tranquilo, sobrio, concebido para les affaires cinq-à-sept, los amoríos ilícitos que se consuman entre las cinco y las siete, esas cómodas horas tempranas de la tarde. «Sin embargo -pensó Amandola- mañana será noticia.» El portero del hotel, que sostenía un gran paraguas, abandonó la entrada y echó a andar a buen paso calle abajo, hacia la rue St. Dominique. Amandola consultó su reloj una vez más. Las 7:32. «No -pensó-, son las 19:32.»
Estaba claro que para esa ocasión el sistema horario militar era el más adecuado. Después de todo él era comandante. Obtuvo la graduación en 1914, durante la Gran Guerra, y poseía medallas, además de siete uniformes de espléndida confección, que lo demostraban. Se le reconocieron oficialmente sus servicios distinguidos al frente de la Junta de Compras del ministerio de la Guerra, en Roma, donde daba órdenes, mantenía la disciplina, leía y firmaba formularios y cartas, y efectuaba y respondía llamadas telefónicas, haciendo gala en todo momento de un escrupuloso pundonor militar.
Y así había seguido, a partir de 1927, como alto funcionario de la Pubblica Sicurezza, el departamento de Seguridad Pública del ministerio del Interior, creado un año antes por el jefe de la Policía Nacional de Mussolini. El trabajo no era muy distinto del que hacía durante la guerra; formularios, cartas, llamadas de teléfono y control de la disciplina. Su personal permanecía sentado en sus escritorios aplicadamente y la formalidad era la norma en todas las conversaciones.
19:44. La lluvia tamborileaba sobre el techo del Lancia y Amandola se arrebujó en el abrigo para protegerse del frío. Fuera, en la acera, un perro salchicha con un jersey tiraba de una criada que lucía bajo la gabardina abierta un uniforme gris y blanco. Cuando el perro se puso a olisquear el suelo y empezó a dar vueltas, la muchacha miró por la ventanilla a Amandola. Qué groseros que eran los parisinos. Él no se molestó en apartar la cara, se limitó a mirarla sin verla, como si no existiera. A los pocos minutos un recio taxi negro se detuvo frente a la entrada del Colbert. El portero salió a toda prisa, dejando la puerta abierta al ver a la pareja que salía del hotel. Él tenía cabello cano, era alto y encorvado; ella era más joven, tocada con un sombrero con velo. Se metieron debajo del enorme paraguas del portero. La mujer se levantó el velo y se besaron apasionadamente: «Hasta el próximo martes, amor mío.» Luego ella subió al taxi, el hombre le dio una propina al portero, abrió su paraguas y se perdió en la esquina en dos zancadas.
19:50. «Ecco, Bottini!»
El chófer miraba por el retrovisor. «Il Galletto», anunció. Sí, el Gallito, así lo llamaban, por lo chulito que era. Avanzaba por la rue Augereau hacia el Colbert. Era el típico bajito que se niega a serlo: postura erguida, espalda recta, mentón alto, pecho fuera. Bottini era un abogado de Turín que había emigrado a París en 1935, descontento con la política fascista de su país. Un descontento agudizado, sin duda, por la paliza pública y la media botella de aceite de ricino que le administró una brigada de Camisas Negras mientras la gente se arremolinaba y se quedaba mirando boquiabierta, en silencio. Liberal de antiguo, probablemente socialista, posiblemente comunista en secreto, sospechaba Amandola -unos tipos escurridizos como anguilas-, Bottini era amigo de los oprimidos y una figura destacada en la comunidad de los amigos de los oprimidos.
Pero el problema con il Galletto no era que fuese un chulito. El problema era que cacareaba. Como no podía ser de otra manera, al llegar a París había entrado a formar parte de la organización Giustizia e Libertà, el grupo más numeroso y resuelto de la oposición antifascista, y había acabado siendo director de uno de sus periódicos clandestinos, el Liberazione, escrito en París, introducido secretamente en Italia, y después impreso y distribuido de forma clandestina.
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