Ellery Queen
El Misterio De Los Hermanos Siameses
The Twin-Siamese Mystery, 1933
Ellery y el inspector Queen. Equipo de padre e hijo que se encuentran «cautivos» en los montes Tipis, sin necesitar de señales de humo para darse cuenta de que están en un punto cálido.
Bones. Viejo chocho, repleto de arrugas, criado de Xavier y poco menos que desecho humano sin arreglo.
Doctor John Xavier. El doctor «Mayo de Nueva Inglaterra», alto y guapo, que realizaba algunos trabajos secretos hasta que alguien los hizo con él.
Señora Wheary. Ama de llaves de Xavier, seca y estirada, cuidadora de los armarios y de los esqueletos que había en ellos.
Ann Forrest. Joven invitada de ojos castaños, de buen natural pero cuyo metabolismo estaba sufriendo rápidos cambios.
Mark Xavier. El rubio hermano de John, de fuertes espaldas y profundos ojos llenos de antagonismo hacia los Queen.
Doctor Percival Holmes. Ayudante de Xavier, inglés, joven, con los dedos quemados por el laboratorio aunque pareciera tener las manos completamente limpias.
Sarah Xavier. Esposa del doctor, morena, piel aceitunada, aspecto y maneras autoritarias.
Marie Carreau. Bella dama de la buena sociedad, invitada en casa del doctor por alguna razón poco clara que no era, desde luego, su salud.
Francis y Julian. Jóvenes -dieciséis años- y brillantes, bien educados, estaban unidos por algo más que amor fraterno.
Y
¡La Cosa!
El elemento humano es lo único que logra evitar que el mundo sea dominado por asesinos intocables. La complejidad de la mente criminal es también su mayor debilidad. Dadme uno de esos asesinos «listos» y os mostraré un hombre condenado a muerte.
Crimen y criminal, por Luigi Persano
(1928)
La carretera parecía como si la hubieran hecho con una rosquilla de caucho cocida en el horno de un gigante, movida en toda su serpentina longitud, suelta y enrollada por la falda de la montaña y cuidadosamente aplastada luego. Su costra, tostada por el sol, se había elevado como si alguno de sus ingredientes fuera levadura; se levantaba durante unos cincuenta metros como un pan de maíz y luego, sin razón aparente, se reabsorbía a sí misma otros cincuenta metros, formando bollos mataneumáticos. Y para hacer la vida más excitante al automovilista que caía por allí para su desgracia, subía, bajaba, se inclinaba, retorcía, curvaba, estrechaba con formas casi imposibles de controlar. Y levantaba nubes de polvo y arena, de modo que cada grano venía a incrustarse ferozmente en la piel y la carne de los pobres que circulaban.
Ellery Queen, irreconocible por completo bajo las polvorientas gafas de sol que recubrían sus ojos doloridos y la visera de la gorra bien bajada, las solapas arrugadas de su chaqueta llenas de la suciedad de tres condados y los pocos trozos de piel al aire rojos por una húmeda irritación, curvaba su cuerpo al volante del traqueteado Duesenberg, luchando contra él con una mezcla de desesperación y determinación. Había maldecido cada curva de la supuesta carretera desde Tuckesas, cuarenta millas valle abajo, donde teóricamente empezaba, hasta su situación actual, y estaba ya, ahora, literalmente falto de palabras.
– Es tu propia culpa -dijo su padre rencorosamente-. ¡Corcho! Creías que iba a estar más fresco en las montañas. Estoy como si me hubieran rascado de arriba abajo con papel de lija.
El inspector, como un pequeño árabe gris, con un pañuelo gris protegiendo sus ojos del polvo, había ido incubando un mal humor que ahora, lo mismo que la carretera, explotaba cada cincuenta metros. Se revolvía, gruñía en su asiento al lado de Ellery, y miraba acremente hacia atrás, por encima de la pila de maletas, a la nube de sus huellas. Volvió a la carga.
– Te dije que fueras por el pico Valley, ¿no es así? -blandió su índice en medio del aire caliente-. El, te dije, puedes creerme, en estas perras montañas nunca sabes con qué clase de carretera te vas a topar, te dije; y no, tenías que venir por aquí y empezar a explorar con la noche al caer como un condenado Colón -el inspector hizo una pausa para mirar el cielo que se ennegrecía-. Testarudo igual que tu madre, que en paz descanse -añadió rápido, puesto que, después de todo, era un viejo caballero temeroso de Dios-. Bien, espero que estés satisfecho.
Ellery suspiró y desvió la mirada del zigzag que seguía ante él hacia el cielo. El firmamento entero se tornaba suave y lentamente púrpura, un espectáculo que haría surgir al poeta oculto en cada hombre, pensó, excepto en un cansado, acalorado y hambriento conductor con un jefe a su lado que no sólo gruñía, sino que gruñía con irrefutable lógica. La carretera al pie de las colinas bordeando el Valley parecía agradable; había algo refrescante -sólo a la vista, pensó con tristeza- a la vista de los verdes árboles.
El Duesenberg continuó hacia la creciente negrura.
– Y no sólo eso -continuó el inspector Queen, lanzando una mirada irritada a la carretera por un pliegue del empolvado pañuelo-, sino que es un condenado modo de terminar unas vacaciones. Problemas y nada más que problemas. Me pone a cien por hora y me molesta. ¡Al cuerno, El, estas cosas me importan, destrozan mi apetito!
– El mío no -dijo Ellery con otro suspiro-. Podría comerme un neumático en filetes con ensalada de flejes y salsa de gasolina ahora mismo, de hambre que tengo. Por cierto, ¿dónde demonios estamos?
– Tipis. En algún lugar de los Estados Unidos. Es lo más que te puedo decir.
– Maravilloso. Tipis. ¡Justicia poética para ti! Me hace pensar en un venado asándose en un fuego de leña… ¡Buah! ¡Duesi! Eso era una margarita, ¿no? -el inspector, que en lo alto del badén casi había sentido arrancarle la cabeza, miró; era evidente que en su estado de ánimo «margarita» no era la palabra más apropiada para pensar-. Vamos, vamos, papá. No pienses en esa bobada. Azares del automovilismo. Lo que echas de menos es un whisky escocés, ¡irlandés renegado!… Ahora aquello, por favor.
Habían llegado a un alto en la carretera, tras una de las miles de curvas inesperadas; y, por un extraño milagro, Ellery detuvo el coche. A cientos de pies monte abajo, a su izquierda, estaba Tomahawk Valley, cubierto ya por el manto púrpura que había caído tan suavemente desde los verdes bastiones que se alzaban contra el cielo. El manto se removía como si algo enorme, templado y suavemente animal se estirase bajo él. Un débil gusano gris, la carretera, se retorcía hacia lo lejos monte abajo, medio borrada por el manto purpúreo. No había luces ni asomo de seres o viviendas humanas. El cielo sobre ellos iba estando confuso, y el último tenue resplandor del sol comenzaba a hundirse tras la lejana barrera, al otro lado del Valley. El filo del camino estaba a unos diez pies; de allí se hundía bruscamente y bajaba en verdes saltos hacia el fondo del valle.
Ellery se volvió y miró hacia arriba. El pico Flecha surgía sobre ellos, esmeralda oscura tapizada de pinos y robles y tupidos arbustos. El tejido de follaje ascendía, a simple vista, millas y millas sobre sus cabezas. Arrancó de nuevo el Duesenberg.
– Casi compensa la tortura -murmuró-. Ya me encuentro mejor. ¡Vamos, inspector! Esto es la verdad, la Naturaleza desnuda.
– Demasiado desnuda para mi gusto.
La noche les cubrió de repente, y Ellery encendió las luces. Continuaron adelante en silencio. Ambos miraban al frente, Ellery soñadoramente y el viejo con irritación. Un halo peculiar había comenzado a danzar sobre los reflejos de luz que coronaban la carretera ante ellos. Se movía, giraba, caracoleaba como una niebla perezosa.
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