Robert B. Parker
El Señuelo
Título original: The Judas Goat
Traducido por Margarita Cavándoli
Spenser – #5
Emplazada en una colina de Weston, la casa de Hugh Dixon daba a las colinas de Massachusetts y no parecía haber sido afectada por la vida moderna. Era una típica casa de piedra de las que suelen tener viñedos, con varias arcadas en la entrada principal. No parecía que sus habitantes tuvieran experiencia en el trato con detectives privados, pero no se puede juzgar una casa por su apariencia. Dejé el coche en el aparcamiento inferior, tal como correspondía a mi posición social, y ascendí por la serpenteante calzada de acceso. Los pájaros cantaban. Oí que en algún lugar del jardín alguien podaba un seto. Cuando toqué el timbre, una campanilla aguda sonó en el interior de la casa y, mientras esperaba que un criado me hiciera pasar, contemplé mi aspecto reflejado en los ventanales que se alzaban a ambos lados de la puerta. Al verme, nadie podría decir que en el banco sólo tenía trescientos ochenta y siete dólares. Lucía terno de lino blanco, camisa a rayas azules, corbata blanca de seda y mocasines color caoba con modestas borlas por las que Gucci habría vendido su alma. Tal vez Dixon podría contratarme para montar guardia y decorar su residencia. Mientras mantuviera abotonada la chaqueta, el arma no sería evidente.
Me abrió la puerta un criado asiático. Vestía chaqueta blanca y pantalón negro. Le entregué mi tarjeta y me hizo esperar en el vestíbulo mientras entraba a mostrársela a alguien. El suelo del vestíbulo era de piedra pulida y daba a un recibidor de dos plantas con balcón alrededor del primer piso y frisos de yeso blanco bordeando el techo. En medio del recibidor había un piano de cola y de la pared, sobre un aparador, colgaba un retrato al óleo de una persona de aspecto solemne.
El criado regresó y lo seguí a través de la casa hasta la terraza. Un hombre de torso descomunal estaba sentado en una silla de ruedas y se cubría las piernas con una manta ligera de color gris. Su cabeza era grande y estaba poblada de pelo negro salpicado de canas, sin patillas. Sus facciones eran muy acentuadas y tenía una gran nariz carnosa y lóbulos alargados.
– El señor Dixon -dijo el criado y lo señaló.
Dixon se mantuvo impávido a medida que me acercaba. Simplemente contemplaba las colinas. No había libros ni revistas, ni el menor indicio de papeleo, radio portátil o televisor, sólo las colinas como objeto de contemplación. Sobre su regazo dormitaba un gato amarillento. En la terraza no había nada más, ningún mueble, ni siquiera una silla para mí.
Me di cuenta de que en ese sector de la casa ya no oía las tijeras de podar.
– Señor Dixon -dije. El hombre se volvió, mejor dicho sólo giró la cabeza porque el resto de su persona permaneció inmóvil. Me miró-. Soy Spenser -añadí-. Me han avisado que quería hablar conmigo para encargarme un trabajo.
Cuando estuvimos cara a cara, vi que su rostro era muy definido. Tenía el aspecto que un rostro debe tener, pero parecía una escultura artística, aunque carente de inspiración. No había plasticidad en ese rostro, no daba la sensación de que la sangre circulara en su interior ni que los pensamientos discurrieran detrás de la frente. Era pura superficie: exacto, detallado y carente de vida.
Pero debería exceptuar los ojos, que gruñían de vida y decisión, o algo parecido. Entonces no supe exactamente de qué se trataba y ahora lo sé.
Yo permanecía de pie. Dixon seguía mirando. El gato continuaba durmiendo.
– Spenser, ¿hasta qué punto es bueno?
– Todo depende de para qué quiere que sea bueno.
– ¿Hasta qué punto es bueno haciendo lo que le encomiendan?
– En tal caso, más bien mediocre -respondí-. Es uno de los motivos por los que no duré en la policía.
– ¿Hasta qué punto es capaz de resistir cuando las cosas se ponen difíciles?
– En una escala de uno a diez, diez.
– Si lo contrato para que haga algo, ¿abandonará en mitad del trabajo?
– Depende. Por ejemplo, si al empezar me plantea tonterías y después me entero de que me ha tomado el pelo, podría devolverle el fardo.
– ¿Qué es capaz de hacer por veinte mil dólares?
– Señor Dixon, ¿pretende que juguemos a las veinte preguntas hasta que adivine para qué quiere contratarme?
– ¿Cuánto cree que peso? -preguntó Dixon.
– Ciento doce, ciento catorce kilos -repliqué-. Pero no veo qué hay debajo de la manta.
– Sólo peso ochenta y dos kilos. Mis piernas son como dos cuerdas atadas a un globo.
No respondí.
Sacó una fotografía mate de 20x25 de debajo de la manta y la extendió hacia mí. El gato despertó y, molesto, bajó de un salto. Agarré la fotografía. Mostraba a una cuarentona guapa y a dos chicas bien educadas y próximas a los veinte años. Tal vez habían estudiado en Vassar o en Smith. Me dispuse a devolverle la fotografía, pero Dixon sacudió la cabeza, una vez a la izquierda y otra a la derecha.
– No, guárdela -dijo.
– ¿Es su familia?
– Lo era, hasta que hace un año, en un restaurante de Londres, una bomba las convirtió en hamburguesas. Recuerdo que el pie izquierdo de mi hija estaba en el suelo, a mi lado, separado del resto de su cuerpo, sólo su pie, con el zapato de suela de corcho aún puesto. Le había comprado esos zapatos aquella misma mañana.
Como la expresión «lo siento» no sonaba bien en una situación semejante, ni siquiera intenté decirla. Pregunté:
– ¿Fue así como acabó en la silla de ruedas?
Dixon asintió con la cabeza, una vez para abajo y otra para arriba.
– Pasé casi un año en el hospital.
Su voz era como su rostro: llana, definida e inhumana.
Sólo sus ojos desmentían la quietud que rodeaba su persona.
– Y yo tengo algo que ver con esto.
Dixon volvió a asentir, una vez para arriba y otra para abajo.
– Quiero que los encuentre.
– ¿A los que pusieron la bomba?
Dixon asintió.
– ¿Sabe quiénes son?
– No. La policía de Londres cree que probablemente se trata de un grupo denominado Libertad.
– ¿Por qué los eligieron como víctimas?
– Simplemente estábamos ahí cuando arrojaron la bomba. Ni nos conocían ni les importábamos un bledo. Tenían otras cosas en qué pensar y se cargaron a mi familia. Quiero que los encuentre.
– ¿Sabe algo más?
– Sé qué aspecto tienen. En todo momento permanecí consciente y mientras estaba tendido los miré y grabé sus rostros en mi memoria. Los reconocería nada más verlos. Fue todo lo que pude hacer. Estaba paralizado, no podía moverme, las vi destrozadas en medio de los escombros, miré lo que habían hecho y memoricé todo lo que pude sobre ellos -sacó una carpeta de papel de Manila de debajo de la manta y me la entregó-. Mientras estuve en el hospital me visitaron un detective de Scotland Yard y un dibujante, yo les proporcioné las descripciones y juntos realizamos estos retratos.
La carpeta contenía nueve retratos robot de personas jóvenes -ocho hombres y una mujer- y diez páginas mecanografiadas con las descripciones.
– He pedido que hicieran copias -prosiguió Dixon-. Todos los retratos son muy buenos.
– ¿También quiere que los guarde? -inquirí.
– Sí.
– ¿Quiere que los encuentre?
– Sí. Le pagaré veinticinco mil dólares por cabeza y otro tanto por el lote. Y los gastos, por supuesto.
– ¿Muertos o vivos?
– Me da lo mismo.
– Yo no me dedico al asesinato.
– No le he pedido que se dedique al asesinato. Cobrará igual si tiene que matar a uno o a todos. Me da lo mismo. Quiero que los atrape.
– ¿Y qué más quiere?
– Lo que suele hacerse con los asesinos: someterlos a la justicia, castigarlos, encarcelarlos, ejecutarlos. Pero ése no es su problema. Quiero que los encuentre.
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