Sophie Hannah
Matar de Amor
Hurting Distance (2007)
De: ‹NJ nj23p@hotmail.com›
Para: Habla y Sobrevive
historiasdesupervivientes@hablaysobrevive.org.uk
Asunto: ésta no es mi historia
Fecha: lunes, 18 de mayo de 2003 13:28:07 +01.00
Esta no es mi historia. No estoy segura de querer compartir esto ni mis sentimientos con desconocidos en una página web. De alguna manera, parecería algo falso…, además de una forma de intentar llamar la atención. Esto es lo que quiero contar y en su página no figura ninguna dirección para mandar una carta.
Cuando eligieron un nombre para su asociación, ¿se pararon a pensar alguna vez si hablar es siempre lo mejor que se puede hacer? En cuanto le cuentas algo a alguien, se hace más real. ¿Por qué recordar lo que tú desearías que nunca hubiera ocurrido y hacer que vuelva a ocurrir una y otra vez en la imaginación de todos aquellos a quienes conoces? Nunca le contaré a nadie mi supuesta historia, lo cual significa que no se hará justicia ni habrá castigo para quienes lo merecen. A veces ésa es una idea muy difícil de asumir. Aun así, es un precio muy pequeño por no tener que pasarme el resto de mi vida siendo considerada una víctima.
Perdón: una superviviente. Pensaba que esa palabra me haría sentir incómoda. Nadie intentó matarme en ningún momento. Hablar de supervivientes tiene sentido en el contexto de un accidente aéreo o una explosión nuclear: son situaciones en las que se espera que todos los implicados mueran. No obstante, en la mayoría de los casos, una violación no supone un peligro para la vida, por lo que la extraña sensación de logro que expresa la palabra «superviviente» parece apelar a… una forma de falso consuelo.
La primera vez que entré en su página esperaba que algo de lo que allí pudiera leer me hiciera sentir mejor, pero sucedió todo lo contrario. ¿Por qué gran parte de la gente que escribe allí emplea el mismo empalagoso vocabulario: prosperar, hablar para recuperarse, sonreír entre lágrimas, renacer de las cenizas, etc.? Me recuerda a las letras de un mal álbum de heavy metal. Nadie dice que nunca espera superar lo que le ocurrió.
Esto sonará terrible, pero estoy verdaderamente celosa de muchas de las personas que mandan sus historias a su página: las que tienen novios insensibles y exigentes, y las que beben demasiado en sus primeras citas. Al menos ellas son capaces de comprender sus traumáticas experiencias. Mi agresor fue alguien a quien nunca había visto antes y que no he vuelto a ver desde lo ocurrido; alguien que me secuestró a plena luz del día y que lo sabía todo acerca de mí: mi nombre, mi trabajo, dónde vivía. No sé cómo se enteró. No sé por qué me escogió a mí, adónde me llevó ni quiénes eran esas otras personas que estaban con él. No entraré en más detalles. Puede que si lo hiciera entendieran por qué me siento tan segura con respecto a lo que voy a decir a continuación.
En el apartado de su página titulado «¿Qué es una violación?» enumeran unas cuantas definiciones, la última de las cuales es: «Cualquier conducta sexual intimidatoria». Y luego continúan diciendo que «no tiene por qué haberse producido ningún contacto físico…, a veces basta una mirada o un comentario inadecuados para que una mujer se sienta violada». Cuando leí eso me entraron ganas de pegar a quien fuera que lo hubiera escrito.
Sé que desaprobarán mi carta, a mí y cuanto he dicho, pero de todas formas voy a mandarla. Creo que es importante señalar que no todas las víctimas de una violación tienen la misma perspectiva, el mismo vocabulario y las mismas actitudes.
N.J.
Lunes, 3 de abril.
Si estuvieras aquí para escucharme podría explicártelo. Estoy rompiendo la promesa que te hice, la única que me pediste que te hiciera. Estoy segura de que te acuerdas. Tu voz no sonó nada superficial cuando me dijiste: «Quiero que me prometas algo».
«¿Qué?», pregunté yo, apoyándome en un codo y rozándome la piel con la sábana de nailon amarilla en mi impaciencia por enderezarme y prestar atención. Estaba desesperada por complacerte. Me pides tan poco que siempre estoy buscando alguna forma insignificante y sutil de darte más. «¡Lo que quieras!», dije, echándome a reír, deliberadamente exagerada. Una promesa es lo mismo que un voto, y quería que entre nosotros existieran votos que nos unieran.
Mi exuberancia te hizo sonreír, pero no por mucho tiempo. Cuando estamos juntos en la cama estás muy solemne. Piensas que es una tragedia que tengas que irte pronto, y ése es siempre el aspecto que tienes: el de un hombre que se prepara para una calamidad. Normalmente, después de que te vas, me echo a llorar (no, nunca te lo he contado, porque si fomento tu vena tremendista estoy perdida), pero cuando estamos en nuestra habitación me siento tan eufórica como si me hubiese tomado una potente droga alucinógena. Parece imposible que alguna vez vayamos a separarnos, que ese momento llegue a su fin. Y en cierta forma no ocurre. Cuando vuelvo a casa y estoy preparando pasta o esculpiendo números romanos en mi taller, no estoy realmente allí.
Sigo estando en la habitación once del Traveltel, con su áspera alfombra sintética de color castaño rojizo -cuyo tacto, bajo los pies, parece el de las cerdas de un cepillo de dientes-y sus dos camas individuales arrimadas, con unos colchones que no son sino unas gruesas colchonetas de espuma de color naranja, de esas que usaban en mi instituto para cubrir el suelo del gimnasio.
Nuestra habitación. Me convencí de que te quería, de que no se trataba sólo de un capricho o de atracción física, cuando te oí decirle a la recepcionista:
– No, tiene que ser la habitación once, la misma que la última vez. Necesitamos que sea siempre la misma habitación.
Dijiste «necesitamos», no «queremos». Para ti todo es importante, nada es fortuito. Nunca te tumbas en el sofá deshilachado y descolorido ni te quitas los zapatos para levantar luego los pies. Te sientas erguido, completamente vestido, hasta que estamos a punto de meternos en la cama.
Luego, cuando nos quedamos a solas, me dijiste: -Me preocupa que lo de vernos en un deprimente motel se convierta en algo sórdido. Al menos, si tenemos siempre la misma habitación, será más acogedor.
Entonces te pasaste los quince minutos siguientes disculpándote porque no podías permitirte un sitio mejor. Incluso en aquel momento -¿cuánto tiempo hacía que nos conocíamos?, ¿tres semanas?-supe que no debía ofrecerme a compartir los gastos.
Me acuerdo de casi todo lo que me dijiste a lo largo de este último año. Tal vez si fuera capaz de recordar las palabras exactas, esa frase crucial, daría con la clave para poder llegar hasta ti. En realidad no lo creo, pero seguiré pensando en lo que dijiste, por si acaso.
– ¿Y bien? -pregunté, apretándote el hombro con el dedo-. Aquí me tienes, una mujer desnuda dispuesta a prometerte lo que quieras. ¿Piensas ignorarme?
– Esto no es ninguna broma, Naomi.
– Lo sé. Lo siento.
Te gusta hacerlo todo despacio, incluso hablar. Cuando te apremian, te enfadas. Creo que nunca te he hecho reír; ni siquiera recuerdo haberte visto reír de verdad, aunque a menudo me dices que sí lo haces…, en el pub, con Sean y Tony.
– Me he reído hasta llorar -dijiste-. Me he reído hasta que se me han saltado las lágrimas. -Y luego, volviéndote hacía mí, me preguntaste-: ¿Sabes dónde vivo?
Me sonrojé. Me habías pillado, maldita sea. Eras consciente de que me había obsesionado contigo, que reunía cualquier hecho o detalle que estuviera a mi alcance. Me había pasado toda la semana repitiendo mentalmente tu dirección; a veces incluso la había dicho o canturreado en voz alta mientras estaba trabajando.
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