Richard Yates - Vía revolucionaria
Aquí puedes leer online Richard Yates - Vía revolucionaria texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2008, Editor: Ediciones Alfaguara., Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:
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- Libro:Vía revolucionaria
- Autor:
- Editor:Ediciones Alfaguara.
- Genre:
- Año:2008
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Vía revolucionaria: resumen, descripción y anotación
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Richard Yates
Vía Revolucionaria
Richard Yates
Vía Revolucionaria
Traducción de Luis Murillo Fort
Título original: Revolutionary Road
© 1961, Richard Yates, renovado en 1989
© De la traducción: Luis Murillo Fort
© De esta edición:
2008, Santillana Ediciones Generales, S. L.
Torrelaguna, 60. 28043 Madrid
Teléfono 91 744 90 60
Telefax 91 744 92 24
www.alfaguara.santillana.es
ISBN: 978—84—204—6810—5
Depósito legal: M. 45.417—2008
Impreso en España — Printed in Spain
Diseño: Proyecto de Enric Satué
© Cubierta: Getty Images
Para Sheila.
¡Ay, cuando la pasión es mansa y arrebatada a la vez!
JOHN KEATS
Primera parte
Uno
Los sonidos finales del ensayo general dejaron a los Laurel Players allí plantados, sin nada que hacer, callados e indefensos, parpadeando ante las candilejas de un auditorio vacío. Apenas se atrevieron a respirar cuando la figura solemne y menuda del director salió de los asientos desnudos para reunirse con ellos en el escenario, mientras sacaba de bastidores sin contemplaciones una escalera de mano y trepaba a la mitad de la misma y les decía, tras aclararse varias veces la garganta, que eran gente con muchísimo talento, gente con la que era maravilloso trabajar.
—No ha sido fácil —dijo, mientras sus gafas despedían discretos destellos hacia el proscenio—. Hemos tenido muchos problemas, y, para seros franco, ya casi me había resignado a no esperar gran cosa de vosotros. Pues bien. Tal vez os sonará cursi, pero aquí ha pasado algo. Esta noche, mientras estaba sentado ahí abajo, he tenido la clara certeza de que todos vosotros estabais poniendo el corazón por primera vez en vuestro trabajo.
Abrió los dedos de una mano sobre el bolsillo de su camisa para ilustrar hasta qué punto el corazón era una cosa simple, física; luego los cerró formando un puño, que procedió a agitar lentamente en una larga y callada pausa dramática, mientras cerraba un ojo y dejaba que su húmedo labio inferior escenificara una mueca de orgullo triunfal.
—Haced lo mismo mañana por la noche —dijo— y la función será apoteósica.
Podrían haberse echado a llorar. Temblorosos, procedieron en cambio a lanzar vítores y risas, a estrecharse las manos y a besarse, y alguien salió a por una caja de cerveza y todos se pusieron a cantar en torno al piano de la sala hasta que, por unanimidad, decidieron que lo mejor sería dar por terminado el jolgorio y regalarse un buen sueño reparador.
—¡Hasta mañana! —se dijeron, contentos como niños, y mientras volvían a sus casas a la luz de la luna descubrieron que podían bajar la ventanilla del coche y dejar que entrara el aire, con sus saludables aromas de greda y flores nuevas. Era la primera vez que muchos de los Laurel Players se permitían el lujo de certificar la llegada de la primavera.
Corría el año 1955 y el lugar era una zona del oeste de Connecticut donde recientemente tres poblaciones grandes habían quedado fundidas por una amplia y clamorosa carretera llamada Ruta Doce. Laurel Players era una compañía de aficionados, pero de las buenas y serias: sus miembros habían sido reclutados entre los adultos jóvenes de aquellas tres localidades, y éste iba a ser su primer montaje. Pasaron todo el invierno reunidos en la sala de estar de uno o del otro para mantener encendidas charlas sobre Ibsen, Shaw y O'Neill, y luego para la votación a mano alzada, en la que una sensata mayoría había elegido El bosque petrificado. Después, para el casting preliminar, se habían entregado semana a semana con una creciente dedicación. Podían opinar en privado que el director era un tío curioso (y lo era, en cierto modo: parecía incapaz de hablar de otra manera que no fuese con la mayor seriedad, y solía concluir sus parrafadas sacudiendo ligeramente la cabeza, con el consiguiente bamboleo de sus mejillas), pero lo querían y lo respetaban, y creían a puño cerrado en casi todo lo que decía.
—Toda obra merece lo mejor de cada actor o actriz —les había dicho en una ocasión.
Y en otra:
—Que no se os olvide. Aquí no estamos montando una obra y nada más. Estamos creando un teatro comunitario, y eso es algo muy importante.
Lo malo era que ya desde el principio habían temido que acabarían haciendo el ridículo, y habían agravado ese temor con el propio miedo a reconocerlo. Al principio ensayaban los sábados; por lo visto, siempre en una de aquellas tardes sin viento de febrero o marzo, cuando el cielo está blanco, los árboles negros y los campos y los montículos de tierra yacen desnudos y tiernos entre la nieve marchita. Al salir por la puerta de sus respectivas cocinas, deteniéndose un instante para abrocharse la chaqueta o ponerse los guantes, los Players veían un paisaje en el que tan sólo unas pocas casas viejas y destartaladas parecían estar en su medio; eso hacía que sus propias casas se vieran ingrávidas e inestables, tan fuera de lugar como otros tantos juguetes nuevos y relucientes que hubieran quedado durante la noche a merced de la lluvia. Tampoco sus automóviles parecían adecuados: innecesariamente grandes y vistosos con sus colores de caramelo y helado, como si se asustaran a la menor salpicadura de barro, se arrastraban tímidamente por las accidentadas calles que iban a parar desde todas direcciones a la suntuosa y bien nivelada Ruta Doce. Una vez allí, los coches parecían relajarse en un entorno que les era propio, un largo y luminoso valle de plástico de colores y vidrio cilindrado y acero inoxidable, pero al final debían desviarse, uno detrás de otro, y tomar el sinuoso camino rural que llevaba hasta el instituto de enseñanza secundaria, y tenían que aparcar en la tranquila zona de estacionamiento que había frente al auditorio del instituto.
—¡Hola! —se decían los Players tímidamente unos a otros.
—¡Hola!... —¡Hola!...
Y entraban un poco a regañadientes.
Deambulando por el escenario en sus pesados chanclos, sonándose la nariz con kleenex y mirando ceñudos las movedizas copias de sus respectivos guiones, se apaciguaban finalmente unos a otros entre risas caritativas, y coincidían una y otra vez en que habría tiempo de sobra para pulir las cosas. Pero no había tiempo de sobra, y todos lo sabían, y pese a doblar y redoblar el programa de ensayos, las cosas parecían ir de mal en peor. Sobrepasado con creces el momento en que según el director había que «hacerla despegar; darle realmente vida», la obra seguía siendo una cosa estática, informe, inhumanamente pesada. A cada momento veían la promesa del fracaso en las miradas de los demás, en los cabeceos y sonrisas de disculpa cuando se despedían y en la espasmódica premura con que montaban en sus respectivos coches y volvían a casa, donde probablemente les esperaban promesas de fracaso más antiguas y menos explícitas.
Y ahora, a veinticuatro horas del estreno, por fin lo habían conseguido. Aturdidos por la novedosa sensación de los vestidos y el maquillaje en la primera noche tibia del año, habían olvidado tener miedo: se habían dejado arrastrar por el movimiento de la obra, permitido que rompiera como rompen las olas, y, sí, quizá sonaba cursi (bueno, ¿y qué?) pero todos habían puesto su corazón en la obra. ¿Podía pedirse algo más?
El público, que había acudido la noche siguiente en una larga serpiente de coches, también estaba muy serio. Al igual que los Players, pertenecía en su mayor parte al lado joven de la mediana edad, e iba atractivamente vestido, según lo que las tiendas de ropa de Nueva York describen como «ropa de sport». Cualquiera podía ver que no era gente corriente en términos de educación, empleo y salud, y asimismo estaba claro que la velada le parecía importante. Por supuesto, todos sabían, y así lo repetían una y otra vez mientras entraban y ocupaban sus asientos, que
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