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Benjamin Lacombe - Ondina

Aquí puedes leer online Benjamin Lacombe - Ondina texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2012, Editor: Luis Vives Editorial, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Benjamin Lacombe Ondina

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Luz

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I

De cómo llegó el caballero a la casa del pescador.

Hace ya muchos cientos de años hubo un viejo pescador que, una tarde, sentado ante la puerta de su casa, se ocupaba en remendar sus redes. Vivía en un maravilloso lugar. La alfombra de verdura, sobre la cual su cabaña estaba construida, se prolongaba hasta el centro de un gran lago, y hubiérase dicho que un sentimiento de amor había atraído a aquella península a sus aguas claras y azules, y que el lago había tendido amorosamente sus brazos hacia aquel bello prado esmaltado de flores, cubierto de tallos y hacia la sombra agradable de sus árboles.

El agua y la tierra parecían haberse separado para visitarse mutuamente, siendo ambos muy bellos. En aquellas soledades las criaturas humanas no eran frecuentes; es más, no las había nunca, a excepción del pescador y su familia, pues tras la lengua de tierra extendíase un espeso bosque por el que pocas personas se hubieran aventurado, de no ser impulsadas por una absoluta necesidad. Oscuro, casi impracticable, poblado de espíritus y seres sobrenaturales, inspiraba espanto a quienes se acercaban a él. Sin embargo, el viejo pescador lo atravesaba a menudo sin ningún obstáculo, cuando iba a vender a una gran ciudad, situada no lejos del bosque, los excelentes peces que pescaba. No experimentaba el más pequeño temor al hacer ese recorrido, porque su corazón, lleno de devoción, no alimentaba más que virtuosos sentimientos, y jamás penetraba bajo sus inquietantes sombras sin entonar con voz sonora algún cántico sagrado.

Estando, pues, aquella tarde sentado tranquilamente junto a sus redes experimentó un súbito temor. Un ruido extraordinario llegó a él desde la profundidad del bosque; creyó oír a un jinete que se acercaba cada vez más a la lengua de tierra. Todas las imágenes que se aparecían a su espíritu cuando soñaba durante las noches de tormenta, lo asaltaron de pronto: sobre todo la visión de un gigante, blanco como la nieve, que sacudía continuamente la cabeza, de un modo singular. En efecto, al mirar hacia el bosque, creyó ver a través de los árboles la cabeza móvil de un hombre blanco. Sin embargo enseguida se tranquilizó: como había atravesado muy a menudo el bosque sin que le ocurriera nada desagradable, pensó que el espíritu maligno tendría menos poder sobre él en aquel lugar descubierto. Al mismo tiempo recitó fervorosamente un pasaje de las Sagradas Escrituras, lo que le devolvió todo su valor, y casi se echó a reír al ver cómo se había equivocado. Aquel hombre blanco, de cabeza temblorosa, era un arroyo que conocía muy bien desde hacía muchos años, y que salía del bosque en forma de espumeante cascada para lanzarse en el lago. El rumor que había oído lo había producido un jinete ricamente ataviado, que avanzaba a caballo a través de los árboles hacia la cabaña; un manto escarlata descendía de sus hombros sobre una casaca violeta, bordada en oro; en su birrete, de color de oro, flotaban hermosas plumas rojas y violetas; y colgada de su cinto de oro, resplandecía una espada ricamente guarnecida. El hermoso corcel blanco que montaba era más elegante de lo que suele ser un caballo de batalla. Caminaba tan ligeramente sobre el césped que la alfombra esmaltada de flores apenas parecía hollada. Aun cuando el viejo pescador advirtió claramente que una aparición tan agradable nada tenía de peligroso, no obstante, no se sentía muy tranquilo. Por esto permaneció en silencio junto a sus redes y saludó con gran respeto al desconocido, que estaba entonces muy cerca de él.

El caballero se detuvo y le preguntó si podía encontrar allí, hasta el día siguiente, un albergue para él y su montura.

—En cuanto a vuestro caballo, estimado señor —respondió el pescador—, no puedo ofrecerle mejor establo que esta umbrosa pradera, ni mejor alimento que la hierba que la cubre. Pero a vos os recibiré gustosamente en mi humilde morada, os ofreceré un lecho y una cena tan buenos como es posible encontrar en la casa de un hombre como yo. Satisfecho el caballero descendió del caballo. El buen viejo le ayudó a despojar al animal de la silla y las bridas, y lo dejaron en libertad por el césped florido. A continuación el jinete dijo al anciano.

—Buen hombre, aunque no me hubierais acogido tan amistosa y hospitalariamente, no por ello os hubierais librado hoy de mí, porque a lo que veo, un gran lago se extiende ante nosotros y Dios me libre de penetrar al anochecer en ese bosque tan singular.

—No hablemos más de ello —dijo el pescador.

E introdujo a su huésped en la cabaña. Cerca del hogar, donde chisporroteaba una pequeña llama que iluminaba una estancia muy limpia, en la que la oscuridad comenzaba a reinar, estaba sentada en un butacón la anciana esposa del pescador. Al ver el aspecto tan distinguido de su huésped, se levantó para saludarlo cordialmente y volvió a ocupar su lugar de honor, sin ofrecérselo al extranjero. A lo que sonrió el pescador y dijo:

—No os disgustéis, joven caballero, si mi esposa no os ofrece el lugar más cómodo de la casa; pero entre nosotros, los pobres, la costumbre es que corresponde exclusivamente a los viejos.

—¡Cómo, esposo mío! —dijo la mujer, sonriendo tranquilamente—. ¡Qué cosas dices! ¿Acaso nuestro huésped no es un hombre como todos los demás? ¿Cómo podría ocurrírsele a este joven desalojar de su sitio a los viejos? Sentaos, joven caballero —continuó, dirigiéndose al jinete—. Encontraréis en ese rincón un pequeño y lindo escabel, pero cuidad de cómo os sentáis pues una de sus patas no está muy firme.

El caballero se acercó al escabel y se sentó sin cumplidos. Le pareció que formaba parte de aquel pequeño hogar y que regresaba a su casa desde un lejano país.

La campechanía y la confianza se mezclaron pronto en la conversación de aquellas tres buenas personas. El caballero pidió varias veces información sobre el bosque, pero el anciano no quería oír hablar de él, porque, en su opinión, un tema de conversación semejante resultaba el menos indicado al anochecer. Pero, en cambio, los dos esposos charlaron sin cansarse de su casa y de sus ocupaciones, y escucharon con placer el relato que el caballero les hizo de sus viajes. Les contó que poseía un castillo cerca de las fuentes del Danubio, y que él se llamaba Huldebrando de Ringstetten.

Durante la conversación el caballero había oído varias veces un rumor en la ventana baja de la habitación, como si alguien lanzara agua contra los cristales. Cada vez que el anciano lo oía, fruncía el ceño, disgustado, y cuando, por último, una gruesa espadañada golpeó la ventana y una parte del agua penetró en la habitación por entre el marco mal ajustado, se levantó colérico, se dirigió a la ventana y gritó con voz amenazadora:

—Ondina, ¿dejarás de hacer niñadas, sobre todo hoy que tenemos a un señor forastero en la cabaña?

Oyéronse unas risas ahogadas, y el anciano volvió a ocupar su asiento, diciendo:

—Debemos perdonarle esa travesura, señor. Es posible que haga alguna más, pero no lo hace por maldad. Es Ondina, nuestra hija adoptiva; que no puede perder sus costumbres infantiles, aunque ya tiene dieciocho años. Pero en el fondo tiene un buen corazón.

—Es muy posible —respondió la mujer, sacudiendo la cabeza— que, cuando vuelves de pescar o de tus viajes, todas las locuras de la chica puedan divertirte. Pero tenerla continuamente encima, no oír una sola palabra que tenga sentido común, y en lugar de encontrar en ella, a medida que se hace mayor, una ayuda para la casa, verme obligada a cuidar de que con sus extravagancias no nos arruine del todo, es otro cantar. Le acabaría la paciencia a un ángel.

—¡Bah, bah! —replicó él—. Quieres a nuestra Ondina como yo a las aguas del lago. Y aunque éstas, cuando se agitan desgarran mis redes y rompen mis diques, las quiero, como tú también quieres a esa linda criatura, ¿no es cierto, esposa mía?

—Sí —respondió la anciana con una sonrisa de aprobación— es imposible disgustarse en serio con ella. De pronto se abrió la puerta. Una muchacha de cabellos rubios y maravillosa belleza entró en la estancia riendo.

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