Egipto, 70 a.C., un asesino despiadado acecha la Tierra. Su misión: encontrar y destruir a los últimos miembros de una orden antigua, el Medjay, para erradicar la línea de sangre. En la pacífica Siwa, el protector de la ciudad se va abruptamente, dejando a su hijo adolescente, Bayek, con preguntas sobre su propio futuro y un sentido de propósito que sabe que debe cumplir. Bayek sale en busca de respuestas, su viaje lo lleva por el Nilo y atraviesa un Egipto en estado de confusión, enfrentando los peligros y los misterios del camino del Medjay.
1
En el desierto no había nada salvo el ruinoso refugio de techo plano de un cazador, que dividía el horizonte como un diente solitario y podrido. «Me vale», pensó Emsaf. Ató a su caballo bajo la sombra del edificio y se adentró en el fresco interior del refugio, agradecido por las gruesas paredes de barro que lo aislaban de gran parte del calor.
Dentro de la cabaña, se descubrió la cabeza y evaluó el lugar con una mirada alrededor. No era el lugar idóneo para pasar mucho tiempo allí, desde luego (no había un solo mueble y, además, olía a humedad), pero, aun así, era perfecto para llevar a cabo lo que tenía en mente.
Y lo que tenía en mente era la muerte.
Dejó el arco en el suelo, sacó una flecha del carcaj y la colocó a su lado y, después, se acercó a una pequeña ventana desde la que se veía la llanura que se extendía hasta el horizonte. Estudió varios ángulos largo rato, los ojos entrecerrados. Luego se puso de rodillas y probó diferentes líneas visuales. Finalmente cogió el arco, colocó la flecha y probó su puntería.
Satisfecho, volvió a dejar el arma en el suelo y se comió la última tajada de melón que había comprado en el mercado de Ipu; después se acomodó para esperar la llegada de su presa.
Mientras esperaba, la mente de Emsaf regresó a su familia, a la que había dejado atrás en Hebenu, una separación provocada por una carta que había recibido desde Dyerty. El contenido de la carta lo había conmocionado tanto que apenas tardó un par de minutos en empezar a coger sus cosas para marcharse.
—Tengo algo que hacer —les había dicho a su mujer y a su hijo—. Algo que no puede esperar. Volveré en cuanto pueda. Os lo prometo.
Le había dicho a Merti que se ausentaría durante varias semanas, puede que incluso meses, y que ella debía encargarse de la plantación y de trillar el grano mientras él estaba de viaje. A Ebe, su hijo de tan solo siete años, le había encomendado la tarea de cuidar de los gansos y los patos; también le había hecho prometer que ayudaría a su madre con el ganado y los cerdos. Emsaf no dudaba ni por un momento de que Ebe cumpliría con su palabra, pues su hijo era buen niño, un hijo abnegado y aplicado con sus tareas.
Las lágrimas se habían agolpado en los ojos de su mujer y de su hijo, y hasta a Emsaf le había costado mantener la compostura delante de ellos, acongojado mientras se montaba en el caballo.
—Cuida de tu madre, hijo —le dijo a Ebe, mientras fingía que se sacaba un poco de polvo que se le había metido en el ojo.
—Sí, papá —contestó Ebe, al que le temblaba el labio inferior. Emsaf y Merti intercambiaron una sonrisa triste. Ambos sabían que aquel día llegaría, pero eso no cambió el hecho de que fuese un golpe duro para toda la familia.
—Rezad a los dioses por mí. Pedidles que nos mantengan a salvo hasta que regrese —pidió Emsaf y, después, guio a su caballo y se dirigió hacia el sudoeste; solo se permitió volver la vista atrás una sola vez hacia su familia, que observaba su marcha. Su despedida se le clavaba en el corazón como un cuchillo.
Había calculado que tardaría unos doce días de viaje en llegar a su destino desde el norte de Hebenu. No se llevó más que lo necesario y avanzaba de noche, con la luna y las estrellas como guía. Durante el día, se bajaba del caballo y dormía bajo la sombra de un terebinto frondoso o dentro de alguna choza que encontraba, lejos de aquel sol abrasador y traicionero.
Un día, a media tarde, se había despertado cuando el sol todavía brillaba en el cielo y había escrutado el horizonte con ojo experto. Allí, casi invisible en la lejanía, pudo ver una débil alteración en la calima, que se extendía por la línea del horizonte como si de cieno se tratase. Tomó nota mental de ella, pero no le dedicó mucho tiempo más. Sin embargo, al día siguiente se aseguró de despertarse a la misma hora y allí, en la franja de luz en el horizonte, exactamente en el mismo lugar que el día anterior, vio una pequeña mota. No le cabía la menor duda de que lo estaban siguiendo. Y no solo eso, quienquiera que fuese sabía lo que hacía. Era evidente que siempre mantenía la misma distancia entre ellos.
Al comprobar su teoría se arriesgaba a alertar a su perseguidor, pero tenía que hacerlo. Aminoró la marcha. La mota en las ondas de calor no varió. Viajó durante el día, capeando el ardiente sol. La persona que lo seguía tuvo que imitarle. Una noche, Emsaf marchó al galope; presionó a su caballo tanto como se atrevió. El perseguidor lo vio, se adelantó y, de nuevo, lo imitó.
Emsaf solo podía hacer una cosa: tendría que abandonar su misión, al menos por un tiempo, hasta que pudiese encargarse de quienquiera que lo estuviese siguiendo. ¿Cuándo había empezado a seguirle? Como el experto explorador que era, Emsaf había sido muy cuidadoso con sus pasos.
«Vale», pensó, «recapacitemos». Había reparado en el fantasma que lo seguía al quinto día de su viaje, lo cual le daba ánimos: significaba que Merti y Ebe no corrían peligro. Mientras la persona que lo seguía, fuese quien fuese, estuviese lejos de su hogar, todo iba bien. Lo que tenía que hacer era intentar acabar con su acosador.
No muy lejos de Ipu, Emsaf llegó a un poblado. Los mercaderes habían colocado sus puestos y vendían aceites, prendas de ropa, así como legumbres y judías guardadas en grandes tarros. Muchos estaban de paso; Emsaf consiguió encontrar uno que se dirigía rumbo a Tebas. Le dio dinero a cambio de que llevase un mensaje a la ciudad, con la promesa de que recibiría más monedas cuando acabase el trabajo. Emsaf se hizo con provisiones, pero no tardó mucho en emprender la marcha. Los granjeros que pasaban por allí con sus bueyes le recordaron a Merti y a Ebe. Sintió una punzada de nostalgia. Encontró un pasaje y atravesó el Nilo hacia el desierto occidental. Su perseguidor lo siguió mientras planeaba el siguiente paso de su plan.