Alfredo Molano
Rebusque mayor
Debolsillo
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Agradecimientos
Yo había oído hablar de Ivonne Nichols como se oye hablar de una sombra, de un perfume, de una batalla, hasta que un día Antonio Caballero escribió sobre ella y deduje, entonces, que era una mujer de carne y hueso. Y ojos. En ese tiempo era cónsul de Colombia en Madrid y me propuso, al descuido, escribir algo sobre ese pedazo de nosotros que vive y sufre olvidado en las cárceles de otros países y que muchos compatriotas quisieran sepultar para no pasar vergüenzas en los cocteles de las embajadas y en los aeropuertos.
Mis agradecimientos son también para quienes hicieron posible mi trabajo con su apoyo generoso e incondicional: José Alejandro Cortés, Augusto López Valencia, María Cristina Mejía, Efraín Forero, Álvaro Escallón, Jackie Goldstein, Nathan Peisack, Edmundo Esquenazi, Teresita Fayad y Jean Claude Bessudo.
Alfredo Molano
ALFREDO MOLANO BRAVO
Nació en Bogotá en 1944. Cursó estudios de sociología en la Universidad Nacional, donde obtuvo una licenciatura en 1971, y fue alumno de la École Pratique des Hautes Études de París entre 1975 y 1977. Ha sido profesor de varias universidades; colaborador de revistas como Eco, Cromos, Alternativa y Semana. Ha sido director de varias series para televisión y ha obtenido el Premio de Periodismo Simón Bolívar, el Premio Nacional del Libro de Colcultura y el Premio a la Excelencia Nacional en Ciencias Humanas, de la Academia de Ciencias Geográficas, por una vida dedicada a la investigación y a la difusión de aspectos esenciales de la realidad colombiana. Entre 2001 y 2002 vivió exiliado en Barcelona y en Stanford.
Foto: © Carolina Guzmán
Título: Rebusque mayor
Primera edición en Debolsillo: abril de 2017
© 1995, Alfredo Molano
© 2017, de la presente edición en castellano para todo el mundo:
Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. S.
Cra 5A No 34A – 09, Bogotá – Colombia.
PBX: (57-1) 743-0700 www.megustaleer.com.co
Diseño: © Penguin Random House
Fotografía de cubierta:Photodisc Vol. 14 Business And Transportation, 1994.
Fotografía del autor: © Carolina Guzmán
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ISBN 9789589016879
Conversión a formato digital: Libresque
El muñeco
Llegué a Leticia coronado. Quería dejar todo lo que había sido y hecho atrás, en el baúl, y volver a meterme en la vida. Necesitaba ahuyentar el miedo que venía sumándose, sumándose, junto al gran río, mirándolo pasar.
Cuando niño mirar las aguas del Cauca en La Virginia, donde nací y me crié entre mujeres, porque a todos los hombre los habían matado uno a uno, me devolvía el resuello. Las mujeres me cuidaban como un pecado. No me dejaban salir de la casa ni ver a nadie. Jugaban conmigo sus juegos y no los míos. Me vestían de marinero, me hacían crespos con agua de limón y linaza, me cambiaban de nombre. A mí me gustaba mirar las fotografías que estaban colgadas en el salón y que eran solamente de hombres. Todos habían muerto y todos tenían barba. Los de las fotografías más borrosas habían muerto en las guerras de los Mil Días, que mi abuela llamaba grandes, y tenían una cinta negra en una esquina; otros que se fueron y nunca volvieron tenían una cinta verde; y los demás, que eran muchos, habían sido asesinados en la Violencia y tenían una cinta roja. Mi abuela, después de rogarle y de llorarle, me abría el salón y me acompañaba a mirar los retratos. A veces me decía: «Él murió en Enciso peleando contra el general Reyes; este otro murió en la llanura de Garrapata peleando contra el general Marceliano Vélez». Sobre los que nunca volvieron decía: «Éste tenía ojos grandes; aquél labios apretados», y a los que tenían cinta roja ni los mentaba. Salíamos en silencio. Ella cerraba con llave el salón y yo me iba a mirar los caballos. Tres alazanes que nadie montaba, pero que había que darles salvado todos los días y cepillarlos los sábados. Me gustaba ayudar a echarles agua y a peinarles la cola.
Mis tías eran tres: Lucila, Graciela y Dora. Eran jóvenes y a mí me parecían lindas, sobre todo Dora, que tenía los ojos verdes y las manos frías. Cada noche me acostaban en la cama de una, y el domingo me rifaban. A Lucila le gustaba que le acariciara los hombros, a Graciela que le cantara una ranchera que me había enseñado, y a Dora que le calentara los pies. De noche eran puros besos, pero de día me ponían a hacer oficios y terminaba llorando a orillas del Cauca.
* * *
A Leticia había llegado de Nueva York, donde trabajaba el «quieto», una parada que me había enseñado Angelino Becara, de Marsella, Caldas, y que consistía en ponerle la punta del fierro al pinta en el ombligo y decirle «¡quieto, hijueputa!». Le había cogido confianza en Ibagué y Pereira, y fue quien me ayudó a irme para Nueva York. Ferié el trueno, salí del plante e hice maleta. Llegué con quinientos dólares y unas ganas de trabajar que no me aguantaba entre el avión. Tenía sólo una flecha: un colombiano que vivía en Brooklyn, llamado Amadeo. Una pinta seria que me cambió sin chistarme palabra cuatrocientos cincuenta dólares por una pistola Falcon 357, de seis y media pulgadas y doce tiros: las llaves de la ciudad.
Me puse a conocer la plaza, a trabajar de ojo su movimiento: qué hacía la gente, cómo caminaba, qué llevaba, por dónde iba. Pura sicología. Entraba a los restaurantes, a los bares, observando, moviéndome como un gato, hasta que en una barra oí hablar colombiche en inglés. No había caso, tenía que ser paisano. Me voltié y estaba el hombre ahí, garlando en ese inglés que se entiende en español. Era un paisa de Angelópolis. Me hizo confianza y al rato ya me había dado varias pistas: los israelitas que saben llevarse los diamantes de las joyerías entre las uñas, y los rabinos que cargaban entre sus maletas de cuero dólares para comprar joyas robadas. No había pierde: o llevaban billetes o llevaban diamantes. Eran fáciles de distinguir porque usaban sombreros negros, patillas encrespadas y abrigo largo, negro también. Pintas claras. El cuento consistía en seguirlos cortico hasta que pasara alguno por delante de una cabina telefónica y entonces «¡quieto, hijueputa!». Se empujaba al hombre a la cabina con la Falcon, se le bajaba la maleta y se le seguía apuntando hasta que uno se perdía. No fallaba ninguno: cinco mil, seis mil dólares, o diamantes, o joyas en oro. A los ocho días tenía ya más de cincuenta mil dólares. Trabajaba entre la 40 y la 55, entre cinco y seis de la tarde; el resto de la noche trago, ful chimbas y