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Alfredo Relaño - Tantos mundiales, tantas historias

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Alfredo Relaño Tantos mundiales, tantas historias
  • Libro:
    Tantos mundiales, tantas historias
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2014
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Tantos mundiales, tantas historias: resumen, descripción y anotación

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URUGUAY 1930
Kilómetro cero

Jules Rimet, presidente de la FIFA, paseaba en una fecha imprecisa de 1925 por el Quai des Bergues en Ginebra cuando tuvo un encuentro providencial: de frente venía el diplomático uruguayo Enrique Buero. Rimet estaba dándole vueltas a la idea de crear una Copa del Mundo. Estaba harto del corsé olímpico. El COI se quedaba las taquillas y además se mostraba impertinente con el fútbol, que empezaba a profesionalizarse, cosa que a la organización olímpica le parecía intolerable.

Enrique Buero era una especie de embajador plenipotenciario de Uruguay en Europa, con residencia en Bruselas y Ginebra indistintamente. Había estado con su selección de fútbol en los Juegos Olímpicos de París, donde Uruguay había ganado, para sorpresa y emoción de todos. Aquel equipo extraño vestido de color celeste se había presentado como empeño personal de un gran tipo llamado Atilio Narancio, que hoy tiene un busto merecidísimo frente al Estadio Centenario, y al que apodaron «Padre de la Victoria». La aparición de Uruguay en los JJ.OO. de 1924, empeño personal de aquel hombre, pasó en principio inadvertida pero, cuando empezó a ganar, todo el mundo del fútbol quedó maravillado por la calidad de su juego.

Aquella sorprendente versión del fútbol que mostró en París, en 1924, la selección celeste que representaba a un país apenas conocido removió algo en el interior de un tipo llamado Jules Rimet. Llamado a hacer grandes cosas a favor del fútbol, ese abogado había nacido el 14 de octubre de 1873 en Theuley-les-Lavoncourt , una pequeña ciudad del este de Francia. Su familia, de nivel medio, hizo grandes esfuerzos para que pudiera estudiar Derecho en París. Honrando el esfuerzo de sus padres, coronó los estudios y encontró trabajo, aún muy joven, en un bufete de París. Pero, al tiempo, le fascinó el fútbol, ese juego inventado por los ingleses y que ya a finales del siglo XIX había arraigado en Francia. En 1897 creó en París el Red Star, en el que él mismo jugó. En 1904 ya es presidente del club, en 1910 funda y preside la liga de clubes de Francia, en 1919 preside la Federación Francesa de Fútbol, y en 1921 llega a presidente de la FIFA. Rimet es un hombre inteligente, activo, políglota y entusiasta. Un agitador.

El fútbol había entrado en los JJ.OO. por primera vez en Londres, en 1908, a título de exhibición y con sólo cinco participantes. Ganó el Reino Unido, claro, y eso que no podía disponer de sus profesionales, que entonces ya los había, sólo allí. En Estocolmo, en 1912, hubo ocho participantes y volvió a ganar Inglaterra. Tras la Primera Guerra Mundial, que impidió los Juegos Olímpicos de 1916, se reanudó la competición olímpica en 1920, en Amberes, donde en fútbol ganó Bélgica. España conquistó la plata, con el jovencísimo Zamora convertido de golpe en celebridad. En aquella ocasión participaron catorce equipos.

Pero el estirón vendría en 1924, en Francia. La participación subió a veintidós equipos; por primera vez jugaron algunos de fuera de Europa (Uruguay, Estados Unidos, Egipto y Turquía) y Uruguay demostró que el fútbol podía ser otra cosa. El Francia-Uruguay de cuartos de final, en Colombes, reunió a 45 000 personas, con una recaudación en taquilla de 30 000 francos, en tiempos en los que el litro de gasolina, artículo de gran lujo, costaba 1,55. Aquel boom de los uruguayos hizo pensar a Rimet y a muchos otros que el fútbol ya podría volar solo.

Así que cuando Jules Rimet y Enrique Buero se encontraron paseando, por donde el lago Leman se vacía en el Ródano, compartieron una misma inquietud. Y tras una serie de insinuaciones recíprocas, establecieron un acuerdo tácito: Jules Rimet intentaría que el mundo del fútbol se pusiera de acuerdo para organizar una Copa del Mundo propia, fuera del ámbito de los Juegos Olímpicos, y Enrique Buero metería los perros en danza en su país, para que este la acogiera y la financiara. Existía un horizonte concreto: 1930, año en el que Uruguay celebraría el centenario de su creación como estado independiente. En los Juegos de 1928, en Ámsterdam, la convivencia entre el cada vez más profesionalizado fútbol y las aspiraciones de amateurismo del ideal olímpico estaban llamadas a chocar definitivamente. De hecho, el COI expulsaría al fútbol tras esos Juegos. A los de 1932 ya no acudiría. Volvería en 1936, en Berlín, y ya bajo garantía de que todos fueran aficionados. Para entonces, ya se habían disputado dos Mundiales…

Para felicidad de Rimet y de Buero, Uruguay volvió a ganar la competición de fútbol en los JJ.OO. de 1928. Eso facilitó a ambas partes la tarea de conseguir que el primer Mundial se disputase en Uruguay.

El primer paso serio se dio en el Congreso de la FIFA en Zúrich, el 9 de febrero de 1927, en el que se creó una comisión para estudiar el asunto. Ya en el Congreso de Ámsterdam, en mayo de 1928, en plenos Juegos, y entre el repudio generalizado al fútbol del resto de la familia olímpica, se emite un comunicado formal que empieza así: «El Congreso decide organizar para 1930 una competición abierta a los equipos de todas las asociaciones afiliadas…». Enrique Buero, a propuesta de Rimet, es nombrado vicepresidente de la FIFA. En sucesivas reuniones, se establece la periodicidad cuatrienal, la creación de un objeto artístico como trofeo, se decide que el país organizador haga frente a todos los costes y que si de lo recaudado sobra dinero, el beneficio sería para los equipos participantes en proporción al número de partidos jugados.

Al fin, en el congreso de la FIFA de mayo de 1929, celebrado en Barcelona en coincidencia con la Exposición Universal, todo quedó listo. El escenario fue el Salón del Consejo de Ciento. Entre los países que presentaban candidatura estaban España y Uruguay, además de Suecia, Holanda, Hungría e Italia. Antes de comenzar el debate, Suecia y Holanda anunciaron que se retiraban a favor de Italia, entonces aupada por la ola de entusiasmo y «grandes realizaciones» que había levantado Mussolini. El debate fue largo y duro. Rimet empujaba discretamente para Uruguay, pero Italia ofrecía magníficas condiciones, con estadios nuevos, la mano muy favorable de Mussolini y su localización, tan cerca de todos en la vieja Europa. España, por su parte, se había apuntado el éxito de la inauguración del gran Estadio de Montjuïc, con 60 000 espectadores. Los congresistas habían asistido al encuentro, al que también fueron los reyes. Fue todo un golpe de efecto.

Paradójicamente, fue el encendido discurso del delegado argentino (para que luego hablemos de rivalidades…), el doctor Adrián Béccar Varela, lo que inclinó la conciencia de todos. Uruguay había ganado las dos últimas ediciones del campeonato de fútbol de los JJ.OO., merecía ese reconocimiento. Además, empezar en América le daría a la Copa del Mundo un aire de universalidad provechoso. Pintó con buenos y justos colores la situación del fútbol y de las sociedades del Río de la Plata. Hungría e Italia retiraron sus candidaturas por este orden y finalmente el delegado español, Julián Olave, tomó la palabra para decir que España no se podía oponer a la candidatura de un país «con el que nos unen lazos afectivos». Se votó y salió Uruguay. Jules Rimet y Enrique Buero se estrecharon discretamente la mano. La complicidad que habían entablado desde aquel encuentro en Ginebra, cuatro años atrás, había dado su gran fruto. Habría Copa del Mundo, y la habría en Uruguay, donde era justo que empezara. Pero les iba a costar…

Europa ignoró a Uruguay

Uruguay, que veía en la Copa del Mundo una forma de celebrar su centenario como nación libre y de presentarse ante la comunidad internacional, hizo a los participantes europeos una oferta realmente generosa: el pasaje del barco en primera clase, para veinte miembros por delegación, y alojamiento y comida en Montevideo durante todos los días que durase el campeonato y ocho más; más dos pesos de dieta por persona durante la travesía y cuatro durante la estancia en tierra.

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