Alfredo Molano
Los años de tropel
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Prólogo a la segunda edición
Por experiencia sé que los prólogos no se leen porque son hechos para salir del paso y quedar bien: no con el lector, sino con el escritor, que por lo general es un amigo. Naturalmente, uno puede hacer un prólogo para sí mismo. Por eso quiero contar un cuento: me suelen preguntar cómo hago para escribir relatos. No he podido nunca responder, porque en la escritura siempre hay algo mágico y lo mágico está vedado.
A la segunda edición de Los años del tropel le he adicionado «Los bombardeos de El Pato». Este texto recoge un episodio reciente de la historia de la violencia, como es el asalto militar por tierra y aire a la región de El Pato en 1979. Aunque aparece en la última parte del libro para conservar el orden cronológico, en mi vida fue el primer relato que escribí y por lo tanto antecede a los de El tropel.
En el año 77, Andrew Pearse y Michael Taussig me invitaron a investigar para UNRISD (United Nations Research Institute for Social Development) sobre las formas de participación histórica del campesinado en los años cincuentas. Era el lenguaje de la época. Yo escogí la violencia como una forma de participación, tal como le había oído decir a Camilo Torres en la facultad de sociología.
Quise ensayar este enfoque. Dejar de tratar la violencia como una patología para verla desde adentro, desde el ojo y desde el corazón de sus protagonistas y de sus víctimas, que por lo demás siempre son los mismos.
Alejandro Angulo, entonces director del CINEP , me invitó a realizar el estudio con él. El país vivía días violentos, como algunos lo recordarán todavía. Con Alba Lucía Tamayo y Sonia Sánchez hicimos un detenido trabajo de campo en el Valle del Cauca y en el Norte de Boyacá. Nos propusimos explorar la violencia en el nido de los pájaros y de los chulavitas. Hoy recuerdo esos días con cierta nostalgia.
Una vez terminado el trabajo en las zonas, comencé a tratar de escribir el informe final. Había mil temas y mil matices, había personajes maravillosos que se resistían a ser enclaustrados en el texto «científico» y aséptico de un informe. Había mujeres a las que se les sentía el aliento y hombres que sudaban, y caballos. Daba vueltas alrededor del compromiso y del material que tenía en mis manos sin saber por cuál decidirme. Estaba paralizado. Los términos de referencia corrían y los personajes se negaban a entrar en ellos.
Una tarde me llamó Alejandro Reyes: se bombardeaba la región de El Pato en el Huila y los campesinos marchaban para denunciar los atropellos del ejército. Me interesó la situación y nos fuimos a verla. La gente había llegado y estaba concentrada en el estadio de Neiva. Hablamos con ella. Hablamos mucho con ella. Sin embargo, yo estaba descontento porque sabía que al final no sabría cómo manejar esas grabaciones.
De golpe, el milagro se produjo: encontré la voz, el tono, el color, el lenguaje, en una anciana llena de fuerza. Me topé con ella en medio del gentío a la entrada de los baños del estadio. Cuidaba a sus nietos. Me habló con una intensidad, con una certeza de su razón y con un dolor que todavía tengo presentes. Era Sofía Espinosa, en cuya cabeza aparece el relato de «Los bombardeos de El Pato». Toda la experiencia, toda la historia, todas las denuncias de los demás entrevistados se condensaron en su mirada.
Regresé a escribir directamente, como si ella me dictara. Salió de un solo tirón. Quedamos sin aliento. Encontré el camino. Con esta seguridad me boté encima de las entrevistas del Valle y de Boyacá y reviví a los hombres y mujeres de carne y hueso que habían contado su historia. De ese río de sensaciones salieron los personajes, uno a uno: Ana Julia, El Chimbilá, El Maestro, José Amador, Nasianceno Ibarra. Hablaban apasionadamente, sin objetividad, y así, chorreando «sangre y lodo», entraron en el texto. No se trataba de hacer la historia de la Violencia, sino de contar su versión.
Comprendí que era demasiado pretencioso e hipócrita estar en todas partes, porque cada cabeza es un mundo, cada personaje tiene su verdad y es víctima de ella. Está consignada en su propio interés y ello es respetable y debe ser respetado en una historia.
Pero el hecho de que hubiera encontrado el camino no equivalía a que ese, mi hallazgo, fuera recibido con los brazos abiertos por la academia, por la burocracia, por el lector de informes. A mis relatos les faltaba algo: que no se dijera nada.
Redacté, tomado todavía del espíritu de Sofía Espinosa, mi tesis de grado para la École Pratique de París. El profesor me respondió que le gustaba mi estilo literario, pero que tenía serias dudas sobre el carácter científico de la obra. La tesis trataba de ser una historia de la colonización del Ariari, tejida a través de dos relatos y orquestada en el análisis sociológico. Las dudas del profesor eran justas. Los relatos iban por un lado y la sociología por otro. Desde ese día decidí no volver a correr detrás de ella. Ni del grado.
Sábato dice que uno no escoge los personajes sino que los personajes lo escogen a uno. Añadiría que uno no encuentra los caminos sino que los caminos nos salen al encuentro casi todos los días. Si no los vemos es sólo porque nos hemos vuelto ciegos a lo nuevo y ya no vemos sino lo que hemos visto y estamos acostumbrados a reconocer.
Alfredo Molano
Bogotá, julio de 1991
El Maestro
Fui maestro de escuela hasta que me jubilé. Con mis prestaciones y unos ahorros abrí una tienda y un laboratorio de fotografía. He sido conservador durante toda mi vida y así pienso morir, aunque he estado en desacuerdo con el partido muchas veces. Sigo pensando que el conservatismo es el defensor de la Iglesia y de la familia, los únicos bienes que uno realmente tiene, porque lo demás son meros adornos. Dios es el verdadero apoyo en la otra vida y la familia en ésta: el resto es una majadería, puro orgullo, pura vanidad. Cuando a uno lo llama el Señor, le pasa lo que le pasó a León María Lozano, El Cóndor, cuando Rojas Pinilla lo sacó de Tuluá: sólo pudo llevarse a Agripina, su mujer; a Violeta, su hija, y un retrato de la Virgen del Carmen. La cosa no es la misma porque León María se llevó también a su perro, pero quiero decir que cuando a uno lo llaman no puede arrancar con nada de lo que ha hecho.
León María, por ejemplo, fue un hombre que nunca ambicionó dinero, ni riqueza, ni honores; sólo vivía para su fe; eso era lo que le importaba, sólo eso. Él habría podido ser un hombre muy rico porque tuvo todo en sus manos. La vida de mucha gente dependía de él. Que alguien viviera o no era algo que sólo él decidía, y por eso habría podido hacerse inmensamente rico. Y no. Cuando salió para Bucaramanga, exiliado por Rojas, lo único que llevaba, fuera de la familia, era su perro.
Eso fue por allá en el año 54, cuando Rojas Pinilla ya estaba en el gobierno. Habían sido muy amigos en la época en que Rojas era el comandante de la Tercera Brigada, con sede en Cali. Inclusive el general, una vez que vino a Tuluá, le regaló a León María una pistola bellísima y lo trató de gran patriota e ilustre colombiano. Pero Rojas, cuando fue presidente, temía que León María lo denunciara, dijera todo lo que sabía, contara lo que habían hecho en combinación. Entonces lo sacaron de Tuluá y después lo asesinaron en Pereira. Porque León María sabía muchas cosas que al general no le convenían; León María era el dueño de la política del partido conservador desde el 9 de Abril. Fue el que manejó el partido durante la Violencia, porque en Tuluá no se movía una hoja sin que él lo supiera. Se había destacado el 9 de Abril y de ahí salió hecho un jefe. Antes de esa fecha era un hombre humilde que vendía quesos en la galería. Yo mismo le compraba cada semana una lonja.