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Alfredo Molano Bravo - Trochas y fusiles (Spanish Edition)

Aquí puedes leer online Alfredo Molano Bravo - Trochas y fusiles (Spanish Edition) texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2017, Editor: Penguin Random House Grupo Editorial Colombia, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Alfredo Molano Bravo Trochas y fusiles (Spanish Edition)
  • Libro:
    Trochas y fusiles (Spanish Edition)
  • Autor:
  • Editor:
    Penguin Random House Grupo Editorial Colombia
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  • Año:
    2017
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Trochas y fusiles (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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Trochas y fusiles es el retrato de la dinámica interna del grupo guerrillero de las Farc a partir de las historias de varios combatientes que formaron sus filas. Molano, con su inconfundible estilo, devela los motivos que llevaron a estos personajes a unirse a la guerrilla, los vínculos que se conforman en medio del combate y la forma en que la guerra redefine el tejido social. El autor expone las razones de tipo social e histórico que han perpetuado el conflicto en Colombia y las complementa con la perspectiva intimista de las narraciones que componen este volumen. Mapas, historias contundentes y un exhaustivo trabajo de campo conforman este libro que desentraña las vivencias personales de algunos militantes de las Farc.

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Alfredo Molano

Trochas y fusiles

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A Saga Juan Andrés Adriana Marcelo y Catire a quienes les salgo a deber el - photo 5

A Saga, Juan Andrés, Adriana, Marcelo y Catire, a quienes les salgo a deber el tiempo que les he quitado.

Agradecimientos

Comencé a escribir Trochas y fusiles en Fonseca, La Guajira, y lo terminé en San Luis de Palenque, Casanare. Tiene pues aires y silencios de muchos lados. Lo escribí entre madrugadas y horizontes —que es casi lo mismo—, oyendo los dolores y las esperanzas de quienes me contaron su historia, que es una historia donde todos los colombianos podríamos reconocernos. Escuchar es una manera olvidada de mirar.

Mucha gente me ayudó a escribir este libro. Debo mis agradecimientos a quienes con generosidad y paciencia me contaron su vida. A quienes hicieron posible el último capítulo: Carlos Ossa y Rafael Pardo de la Consejería de Paz, y a Manuel Marulanda Vélez y Alfonso Cano, del Secretariado de las FARC . A Adriana Molano, Juanita Escobar, Martha Arenas, Constanza Ramírez y Fernando Rozo, que me acompañaron en los viajes. A Mario Vélez, Mariana Escobar, Miriam Parra y Víctor Duarte. A Connie Chacón y Rocío Londoño. A Gerardo González. A Martina, que leyó palabra por palabra el texto antes de ser escrito.

Bogotá, junio de 1994

I
Isauro Yosa, el Mayor Lister
1. Nueve de Abril

Yo me acuerdo desde 1920 porque nací en 1910. Las primeras edades son una laguna de donde no se puede sacar nunca nada, ni siquiera un sabor. Mi padre era muy vicioso y yo le huía. De tanto huir, seguro se me ahogó todo en ese hueco. Pero después comienzan los recuerdos: los buenos, que son pocos, y los malos, que son el resto. En la escuela me amparó la maestra, una señorita que fue sana conmigo, aunque por su mano no aprendí nada. Me la pasaba bostezando en aquel calor que hacía en Chaparral, donde nací y donde murieron mis cuatro hermanas sin haber conocido ni siquiera Ibagué.

Nos criamos muy pobres. Primero por el vicio del viejo, que no dejó de beber desde que ganaron la guerra los conservadores, y segundo por ser arrendatarios de don Ricardo Trujillo, conservador también, que no dejaba de recordarle todos los días a mi papá que éramos arrimados, para poder sacar más partido a la obligación que había que pagarle.

Me fui de la casa a los dieciséis años por la carrilera que de Girardot iba llegando a Neiva. Siendo mocito ya, necesitaba vestirme como yo quería y llegué a El Guamo a trabajar en la misma línea del ferrocarril. No fue sino bajarme y coger la maceta para partir piedra. Peón de mano era mi grado. Ganaba lo que necesitaba para vestirme y para enamorar muchachas, que por aquella línea había muchas. Pero ese destino me cansó y me coloqué de ayudante en un Ford 28 recién salido que hacía viajes entre El Guamo y Villavieja. Yo a nadie miraba desde el estribo.

Era alcalde de Villavieja un conservador de esos malos que se criaban por esas épocas, don Fermín Sánchez, propio de Natagaima. Me conocía. Era sectario el hombre. Nos encontrábamos donde doña Julia, que nos daba a juntos la alimentación y veía por la ropa. Nos fuimos enamorando de Teresita, una de las hijas de la patrona. Ella me prefería a mí por lo joven, porque no tenía mañas, pero las venias eran con don Fermín porque eso volvía importante a doña Julia. Los amores iban bien pero las cosas iban mal; un día la policía me zampó al hueco para investigarme dizque por el robo de yo no sé que cosa. Ni me acuerdo, porque no tenía fundamentos. Don Fermín quería despejar su matrimonio. De Villavieja, acusado de hurto calificado, o sea premeditado, me llevaron a Neiva, y de Neiva a Ibagué. Ahí ya nadie me acusaba de nada, pero entonces no tenía libreta militar y al cuartel fui a parar. Don Fermín sabía defender a Teresa. No lo culpo. Me moría de celos mientras aprendí a cuadrarme, a hacer guardia y a llevar lo que el Capitán Laverde dejaba tirado, porque tenía malísima memoria. Yo acataba la disciplina y por eso no me dieron ni un plantón, ni tuve que lamentar castigos. Tampoco aprendí de milicias, puesto que cargarle los cigarrillos al capitán no era nada estratégico. Pero por esa razón me cambiaron los dieciséis meses obligatorios por dieciocho y hasta me invitaron a hacer las jinetas de cabo en Ipiales, porque ya se sentía la guerra con el Perú. Cuando eso fueron las elecciones de Olaya Herrera y el contingente nuestro tuvo que votar cuatro veces, todas por Vásquez Cobo, que era general. La tropa tenía derecho al voto, pero con todo y la ayuda nuestra salió elegido el gallo tapado que teníamos los liberales.

Cuando subió Olaya salí del cuartel. Me sentía dos veces libre. La noche goda había pasado y la perdedera de tiempo también.

Volví a Chaparral. Por Villavieja ni quise pasar. Teresita tenía ya un hijo. Don Isaías Suárez, dueño de la hacienda La Pedregosa, me dio coloca. Cogían quinientas cargas de café, tenían máquinas secadoras y se movía mucho billete en esos días, aunque el país estaba llevado. No había empleo, las obras públicas se acabaron y el conflicto con el Perú era el desayuno de todos los días.

Me coloqué por cinco centavos diarios recogiendo café. La carga de quince medidas, o sea sesenta libras, la pagaban a cinco centavos. Cuando la cosecha pasaba me trasladaban a la arriería: echábamos cuarenta mulas de Chaparral a Neiva. Nos ganábamos dos pesos en el viaje, que duraba una semana entre ir y venir. Pero uno se cansa del mismo patrón, sea bueno o malo. Salí para la hacienda La Providencia, de los Rocha. Ahí me casé, al fiado, como todo en esa hacienda. Me prestaron quinientos pesos para pagar en trabajo. Terminé de pagarlos cuando los niños hicieron la Primera Comunión. Sin embargo, mucho antes de eso me salí de La Providencia, ya que el garrote en el sistema era descarado. El dueño daba la tierra, o mejor el monte, porque había que abrirlo, tumbarlo, quemarlo, sembrarlo. El arrendatario —que era uno— tenía que trabajar la tierra en café, y el patrón le reconocía —después de dos años— un precio de un peso por palo y le compraba el café beneficiado a ocho centavos la arroba. El dueño tenía más encima derecho a la mitad de la yuca, el plátano, el maíz, la caña, el frijol y todo lo que uno cosechara. No se podía ser colono porque los cuatro dueños de Chaparral reclamaban toda la tierra; los Caicedo, los Rocha, los Cantillo y los Iriarte. La finca de don Camilo Iriarte tenía unas escrituras de 1840, en las que se reconocía la compra de una mejora de dos hectáreas en las juntas de las quebradas Amoyá y Ambeima. La compró con trapiche, casa y dos bestias, a un indio, pero cuando nosotros investigamos el caso con el doctor Preciado, juez de tierras nombrado por el propio López para callar a Gaitán, nos dimos cuenta —como nos lo puso de presente el secretario del juzgado, doctor Luis Enrique Lince— de que el globo de tierra de don Camilo tenía cien mil hectáreas y colindaba con Caldas y con el Valle: volteaba por encima de la cordillera a salir a Barragán.

Gaitán andaba ya con esa vocecita —que era mero timbre— pellizcándonos a todos desde la Cámara y recordándonos que nos estaba cogiendo el día. Nuestra pelea comenzó por las pesas. La hacienda no aceptaba pesar el café sino con sus propias romanas, que todos sabíamos adulteradas, cargadas para su lado. La arroba de café que uno trabajaba no era de quince medidas sino de doce, pero la arroba que uno compraba en el comisariato de la hacienda no era de quince medidas sino de dieciocho. Así nos daban por la cabeza dos veces; las romanas pesaban por menos lo que uno vendía y por más lo que uno compraba.

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