Para Genoveva Rogers, esa luciérnaga
que ni muerta han podido enterrar.
Para los morras y morros que por vivir en este país son suicidas.
Gracias por el apoyo, el entusiasmo y la compañía,
a Alejandro Almazán, Ricardo Bobadilla, Vladimir Ramírez,
Roberto Bernal, Mario Domínguez, Clara Fleiz Bautista,
Mónica Cantú, Rita Aldana, Rubicela Morelos, David Zúñiga,
Brisa Gómez, Mireya Cuéllar, Verónica Landeros,
Justino Miranda, Jorge Anaya, Julio Hernández,
Patricia Mazón, Fernanda Gutiérrez Kobeh
y César Ramos, mi editor.
Y a muchos camaradas más, siempre vigentes:
a las fuentes anónimas, protagonistas
innombrables, generosos personajes y amigos.
Gracias por los contactos, las arreadas, los tequilas
y whiskys, la cálida confianza y las historias.
Aguilar es un sello editorial del Grupo Santillana
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Es cara la factura: un balazo en la
cabeza o la decapitación nocturna
Los rumores de la noche se arrastran sobre la ciudad. Una atmósfera espesa asfixia y somete, envenena con su oscuridad; sólo el ladrido de un perro corta el velo nocturno, una botella que se estrella o los últimos estertores de una música estridente que se apaga lentamente. Un automóvil rasga las avenidas, rebasa a la nada y se detiene de pronto. Escupe una ráfaga de resentimiento sobre unos ventanales y se aleja desbocado. A lo lejos canta aburrida una sirena.
En una casa adornada con ventanas oxidadas y cortinas viejas un hombre está en el suelo atado de pies y manos. Echado en el piso de lo que pudiera ser el comedor, atascado en su propia orina, el sudor y su dolor, con trapos en la cabeza, cubierto de aceite y mugre en todo el cuerpo. Por la escasa luz de la estancia no se distingue bien el color de las manchas, se retuerce y gruñe.
De otra habitación sale un hombre con un celular que guarda en el pantalón, mira su reloj brillante y con desgano da varios puntapiés al bulto. Saca un arma corta también refulgente, hermosa, y dispara entre maldiciones, primero en las piernas, el bulto bailotea al contacto del fuego, luego en la zona genital y por último a la altura del corazón. Maldice, se acerca a una mesa y se sirve en un vaso un buen trago de whisky. Carraspea y dice: “¡Ya estuvo cabrón, vas!”
Otro hombre se incorpora de un colchón recargado a medias en la pared, se quita los audífonos de un ipod y camina decidido hacia otra habitación. Regresa y mueve el cuerpo con el pie sin que el bulto exprese su coraje, ¿su terror? Quita las vendas y cintas adhesivas del bulto y le cierra los ojos: “Te cargo la chingada, bato.” Toma por los cabellos la cabeza y con un machete la arranca del cuerpo, la tironea, la desprende. Ahora el ejecutado es un muñeco sangriento incompleto. Al terminar meten los bultos, cabeza y cuerpo, en bolsas de plástico, y ayudados por otro hombre salen al patio de la casa para meter al muñeco dividido en un carro. El esfuerzo los hace sudar y maldecir. “Hijo de puta”, dice el que cortó la cabeza, flaco y correoso, bajo de estatura y de aproximadamente 17, 18 años manchados de sangre; el hombre que disparó lo palmea y se adelanta, con la luz del poste que le da de lleno en el rostro, se ve claramente que, a pesar de la incipiente barba que mal dibuja su rostro, es menor que su acompañante. Cruzan bajo el frío de la noche la reja de la casa.
Acomodan en la cajuela al ejecutado, se meten al automóvil y desde allí se despiden de un muchacho robusto, alto y rapado, con tatuajes en el cuello, ¿18, 20 años de edad?, que cierra el zaguán y les hace una seña obscena y se ríe sin ganas. Los otros se alejan. La oscuridad los traga. El automóvil es un cuchillo que desgarra las calles, la noche huele a sangre y miedo, a crueldad y balazos.
La escena descrita es sólo una estampa que se repite en muchos puntos del país en la que jóvenes, niños incluso, son actores principales. El propósito de este libro es reconstruir una serie de retratos y sucesos a partir del testimonio de los actores principales de esta obra: La guerra del narco. Por medio de la crónica, el reportaje, el periodismo en el lugar de los hechos, cubriendo las ejecuciones e indagando en centros de readaptación y de rehabilitación, en cárceles y hospitales, en la calle donde el sueño se ha fracturado para convertirse en una pesadilla cotidiana. La idea es descubrir un mundo siniestro y violento por medio del periodismo, la entrevista, la recreación apoyada en el reportaje y el firme deseo de ver más allá en el corazón y en el rostro de los implicados en el narcotráfico en México. Es innegable que tras el narco hay asesinatos, negocios turbios, traiciones, millones de pesos y ansias de poder pero, ¿por qué los niños y jóvenes se meten a esta vida brutal?, se ha dicho que por falta de oportunidades, por la seducción de la vida fácil, por la adrenalina y la imitación a sus nuevos héroes, por maldad, ambición y cinismo, por integrarse, por ser parte de un grupo temido y respetado de delincuentes impunes; pero en estas páginas podrá saberse que también es por una profunda falta de amor, por abandono, por la asfixia de vivir en familias disfuncionales, por arrastrar un alma descoyuntada y sin afecto, por saber que pueden vivir de lujo algunos años sin importar la violenta factura, para tragarse de una buena vez tanta jodida tristeza y miseria, hambre y falta de afecto, no importa que se atraviesen las balas.