Annotation
RESEÑA
Transcurre 1932, época de crisis severa en Estados Unidos. Las mejores tierras de Georgia del Sur, las que recorren el camino del tabaco, han sido abandonadas. Sólo los Lester permanecen en ellas: apegados a sus tradiciones ancestrales, a su esplendor pasado, se enfrentan al universo hostil del progreso.
Carecen de medios de vida; se ven reducidos a la mayor miseria; se consumen en la indigencia más desoladora. Todo por amor a la tierra que los vio nacer. Hasta que este amor los aniquile. Aparece aquí la violencia individual y social producida por la devastación económica del capitalismo más feroz sobre las granjas tabacaleras de Georgia.
Capaz de un enervante doble discurso, el viejo Jeeter Lester está quebrado en todo sentido, pero sobre todo moralmente. Su familia es una ruina y tal vez nunca estuvieron realmente mejor, pero la crisis los arruinó del todo y los sumergió en lo peor de la condición humana. La familia se desmorona y el texto, breve y conciso, implacable en sólo 180 páginas, hace del viejo Jeeter un personaje despreciablemente ejemplar, un prototipo de subhumano que se ve con harta frecuencia entre nosotros.
Erskine Caldwell (1903-1987) escribió esta novela — considerado un clásico de la literatura norteamericana— en 1932 bajo una fuerte impresión seguramente autobiográfica. Era entonces un joven narrador de menos de 30 años que había trabajado como peón en algunas plantaciones de su natal Georgia.
Fue llevada al cine por John Ford en 1941.
Erskine Caldwell EL CAMINO DEL TABACO
A
Mi padre y mi madre
I
Volvía Lov Bensey por el camino del tabaco carcomido por las lluvias, hollando con paso cansado la espesa capa de arena que lo cubría. Llevaba a cuestas un saco de nabos, que no poco trabajo le había costado conseguir, y su peso hacía aún más penosa la larga jomada.
El día antes Lov oyó decir que en Fuller había alguien que estaba vendiendo nabos a cincuenta centavos el bushel , y esa mañana bien temprano salió de su casa con medio dólar en el bolsillo para comprarlos. Ahora llevaba ya recorridos once kilómetros, y aún le quedaban otros tres más para llegar a su casa, junto al cargadero de carbón del ferrocarril.
Cuatro o cinco de los Lester se encontraban en el patio delantero, si tal podía llamarse al baldío que daba acceso a la casa, cuando Lov se detuvo enfrente. Llevaban cerca de una hora, desde que lo vieron en las dunas a casi tres kilómetros de distancia, sin quitarle la vista de encima y ahora que lo tenían a su alcance estaban dispuestos a hacer todo lo posible por impedir que siguiera viaje con los nabos.
Pero Lov tenía una mujer en quien pensar, además de su propia persona, y estaba atento a no dejar que ninguno de los Lester se acercara demasiado al saco. Habitualmente, si tenía que pasar por aquel lugar llevando nabos, patatas o cualquier clase de comestibles, salía del camino un kilómetro antes de llegar a la casa, daba un gran rodeo a campo traviesa y volvía a tomarlo después de haber puesto una distancia prudente tras de sí. Pero hoy tenía que hablar con Jeeter de un asunto muy importante, y éste era el motivo de que se hubiera aventurado tan cerca de la casa, a pesar de los nabos.
Los Lester seguían mirando fijamente a Lov, que no se había movido del centro del camino; había dejado caer el saco de sus hombros, pero teniéndolo aferrado con rigidez con ambas manos. Ninguno de los que se encontraban en el baldío había cambiado de postura en los diez últimos minutos, dejando la iniciativa por entero en manos de Lov.
Sólo una razón poderosa podría haber llevado a éste a detenerse allí; si no, hubiese tenido buen cuidado de no dejarse ver. El verano anterior se había casado con Pearl, la hija menor de Jeeter Lester, que apenas había cumplido doce años, y ahora quería hablar de ella con Jeeter.
Pearl no quería hablar; no había manera de hacerle pronunciar palabra, por las buenas o por las malas. Hasta llegaba a esconderse de Lov cuan» do éste regresaba a casa del cargadero de carbón, y si la encontraba se le escabullía de entre las manos para huir a los juncales hasta perderse de vista; incluso a veces llegaba a permanecer en ellos toda la noche para no volver hasta el otro día después de que Lov había marchado a su trabajo.
Lo cierto es que Pearl nunca había hablado gran cosa. Mientras vivió en su casa, antes que Lov se casara con ella, se mantuvo apartada de los otros Lester, y raro fue que despegara los labios de un día para otro. Únicamente su madre, Ada, había podido conversar con ella y aun entonces Pearl se había limitado a responder con monosílabos. Es cierto que Ada había sido lo mismo, ya que sólo había empezado a hablar por voluntad propia en los últimos diez años; hasta entonces Jeeter había tenido con ella las mismas dificultades con que ahora tropezaba Lov.
Lov hacía preguntas a su mujer, la castigaba, le arrojaba palos y piedras y hacía con ella todo cuanto creía que pudiese servir para que le hablara. Pearl no hacía más que llorar, sobre todo si le había hecho mucho daño, y Lov, como es lógico, no pensaba que eso fuera realmente una conversación. Lo que quería era que le preguntase si estaba cansado, si se iba a cortar el pelo, si iba a llover de nuevo... Pero Pearl nunca decía nada.
Varias veces había hablado con Jeeter de sus dificultades con Pearl, pero éste no sabía cuál era la causa de que se portara así. Se había limitado a decirle que desde criatura había sido callada hasta hacía pocos años. Ese silencio de Ada que Jeeter no había podido quebrantar en cuarenta años lo había roto el hambre; el hambre le había aflojado la lengua y desde entonces vivía quejándose. Pero Jeeter no había tratado de recomendarle que hiciese pasar hambre a Pearl, porque sabía que la chica iría a pedir comida a otro lado y la conseguiría.
—Hay veces que creo que tiene el diablo dentro —había dicho Lov—. A mi entender no tiene ni gota de religión, y cuando muera irá a parar al infierno, como dos y dos son cuatro.
—Hombre, a lo mejor no está contenta con su vida de casada —le había respondido Jeeter—. Puede ser que no esté satisfecha con lo que le das.
—He hecho todo lo posible para tenerla contenta y satisfecha. Todas las semanas, el día de pago voy a Fuller y le compro alguna cosita. Le compro rapé, pero no quiere tomarlo: le compro un corte de percal, pero no lo quiere coser. Parece como si quisiera algo que yo no tengo y no puedo conseguir, y me gustaría saber qué es. Es tan bonita..., y esos rizos rubios que le caen por la espalda hay veces que parece que me van a volver loco. ¡No sé lo que me va a pasar, porque necesito a Pearl como mi mujer con todas mis fuerzas!
—Yo creo que todavía es demasiado joven para comprender bien las cosas —le había dicho Jeeter—. No ha crecido todavía como Ellie May o Lizzie Belle o Clara y las otras muchachas. Pearl no es todavía más que una chiquilina, y ni siquiera se ha desarrollado como una mujer.
—Si hubiera sabido que iba a ser así, tal vez no habría deseado tanto casarme con ella; podría haberlo hecho con una mujer que quisiera estar casada conmigo. Pero ahora no quiero dejar ir a Pearl; me he acostumbrado a tenerla cerca y no podría pasarme sin esos rizos rubios que le caen por la espalda. Parece que hicieran que uno se sienta como solo... Realmente es bonita, a pesar de la forma en que se porta todo el tiempo.
Lov, en esa oportunidad, al volver a su casa había contado a Pearl lo que de ella había dicho Jeeter, pero ésta le escuchó sin hacer el menor movimiento en la silla en que estaba sentada, ni pronunciar palabra. Después de eso, Lov ya no supo qué hacer con ella, pero comprendió que todavía no era más que una criatura. Durante los ocho meses que llevaban casados había crecido cerca de diez centímetros y había aumentado unos ocho kilos, pero aún no pesaba más de cuarenta y cinco, aunque día a día fuera aumentando en altura y peso.