Erskine Caldwell - Historias del norte y del sur (I)
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- Libro:Historias del norte y del sur (I)
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- Año:2009
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Historias del norte y del sur (I): resumen, descripción y anotación
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Erskine Caldwell
SOBRE EL MODO DE ESTAB LECERSE COMO ESCRITOR DE FICCIÓN
(Resumen introductorio extraído de la autobiografía del autor, Call It Experience )
LA SELECCIÓN
Entré en la Universidad de Virginia en septiembre de 1922. Los temas que más me interesaron fueron lengua y literatura inglesa, y sociología. Tras una serie de visitas a hospitales estatales, residencias de ancianos del condado y otras instituciones similares, empecé a escribir sobre lo que había visto. Al principio me limité a escribir informes objetivos, pero poco a poco empecé a utilizar el material como inspiración para bocetos y relatos breves.
Escribir me absorbía tanto que, debido a mi deseo de aprender a escribir ficción, cambiaba a menudo de cursos e incluso dejaba la universidad durante largas temporadas. Al final, en la primavera de 1925, cuando me faltaban dos años para licenciarme, dejé Charlottesville y me fui a Georgia, donde solicité un puesto en el Atlanta Journal . Mi ambición no incluía el convertirme en periodista, pero mi trabajo en el periódico consistía en escribir, y eso era lo que yo quería aprender.
Ante todo, lo que tenía que lograr era dejar de escribir de manera farragosa y debía adquirir la capacidad de escribir una noticia legible. El editor de noticias locales empezaba a leer la copia que le daba blandiendo un lápiz de mina blanda ante una historia de tres o cuatrocientas palabras sobre un incendio, un atraco o un accidente y que dejaba en quizás una docena de líneas. Entonces me la devolvía y me decía que solo la podría publicar si reescribía la historia en la mitad de líneas. Se trataba de una enseñanza realista de lo que era escribir, completamente diferente a todo lo que había aprendido en los cursos de la universidad.
Por las noches regresaba a casa y escribía relatos cortos y los enviaba a editores de Nueva York. No importaba cuántas veces los reescribiera, los relatos siempre me eran devueltos —normalmente sin comentarios—. A mediados de 1926 decidí que debía dar un paso más, dejar mi trabajo y abandonar Atlanta. Había escrito quizás cuarenta o cincuenta relatos, ninguno de los cuales se había publicado. No obstante, durante los últimos doce meses me había dado cuenta de que lo que quería llegar a ser era, por encima de todo, un autor profesional. (Desde mi punto de vista, solo existía una clase auténtica de escritor, aquel que publicaba sus trabajos). Iba a dedicarme exclusivamente y a jornada completa a escribir relatos breves y novelas. Los cinco años siguientes de mi vida los iba a dedicar a lograr mi ambición y me reservaba otros cinco años más por si fuera necesario.
Tras alcanzar esta decisión —y no dejar que nadie me convenciera de cambiarla— me propuse elegir un lugar donde vivir. Excepto por unos pocos meses en que había vivido en Pennsylvania, toda mi vida la había pasado en el Sur y yo quería estar en un sitio donde pudiera obtener una perspectiva nueva y diferente. El extranjero no me atraía. Quería vivir en algún lugar de los Estados Unidos. Además de la promesa de un bajo coste de la vida, el estado de Maine me parecía un lugar suficientemente lejano. Así fue como decidí irme al Este, a la localidad de Mount Vernon, condado de Kennebec.
Cuando hube escrito varias docenas de relatos tuve la sensación de que habían mejorado, que al menos eran más legibles. Por un lado empezaba a ser capaz de dar forma a incidentes y sucesos imaginarios y convertirlos en el tipo de relato que produjera el efecto que yo deseaba. Trataba de escribir teniéndome a mí en mente como único lector. Opinaba que a un escritor le debía gustar el relato antes que a los demás.
Cuando escribía intentaba que los sentimientos fueran intensos, ponderando su efecto emocional en cierto equilibrio interno. Si una historia me resultaba atractiva a pesar de no ajustarse al estilo tradicional, me sentía sumamente satisfecho del resultado. Esperaba que con el tiempo los demás —incluidos los editores— aceptaran que esa era la única manera posible de que aquella historia en concreto debía ser escrita, ya fuera por mí o por cualquiera, para producir la sensación que producía.
Igualmente importante era mi convicción de que el contenido del relato era de mayor importancia —para la eficacia imperecedera de la ficción— que el estilo en que era escrito. El contenido —las cosas de la vida que uno explicaba, los pensamientos y aspiraciones de hombres y mujeres de todas partes, la calidad verdaderamente natural de los personajes de ficción que jamás vivieron en la tierra, pero que creaban la ilusión de ser personas reales— era la materia básica de la ficción.
Lógicamente el autor crea todos los personajes de ficción, hasta cierto punto, a partir de la recopilación y observación de personas reales. De otro modo los personajes de las novelas y los relatos apenas se asemejarían a seres humanos. En mi forma de escribir me esforzaba por extraer directamente de la vida real características y atributos de hombres y mujeres que produjeran de manera elocuente —en las circunstancias que yo había de inventar— los personajes ideales para la historia que quería crear. Siempre, o casi siempre, estos personajes de ficción consistían en una amalgama de personajes.
Fue durante este período, en el año 1927, cuando empecé a recibir con cierta frecuencia pequeñas anotaciones de los editores, en lugar de tarjetas impresas de rechazo. Aunque ninguna revista aceptaba ni publicaba ningún relato, al menos de vez en cuando el editor rechazaba mi trabajo con algún comentario. No obstante, siempre había algo que impedía que el relato fuera publicado. O era demasiado largo, o demasiado corto, o demasiado informal, o demasiado grotesco para los lectores de ciertas publicaciones, o demasiado realista para los gustos de la junta editorial. Era sorprendente la cantidad de razones, lógicas o exageradas, que podían darse para no aceptar un relato.
* * *
Durante la primera parte de 1929, un poco más de seis años después de empezar a escribir ficción en la Universidad de Virginia, recibí un tipo de carta que jamás había llegado a mi buzón.
La misiva era de Alfred Kreymborg y en ella decía que él y otros dos editores de The New American Caravan , Lewis Mumford y Paul Rosenfeld, aceptaban publicar en el número de octubre un relato que yo les había enviado. Su título era «Midsummer Passion». Lo había escrito el año anterior en Mount Vernon y lo había enviado a diez o doce revistas experimentales durante los últimos doce meses. ( The New American Caravan era una antología que aparecía una vez al año. No era una revista).
La cantidad que pagar por el relato era menos de veinticinco dólares, pero eso me importaba poco. Lo que me importaba era el hecho de que alguien en algún lugar del país aceptara publicar uno de los relatos que yo había escrito. La decepción acumulada tras tantos años desapareció repentina y totalmente de mi memoria.
La consecuencia de recibir las buenas noticias de Alfred Kreymborg fue que empecé a enviar relatos en grupos de seis o siete. En un plazo de seis meses aceptaron publicar relatos míos en Transition, Blues, Hound and Horn, Nativity y Pagany . Aunque técnicamente había logrado un objetivo, todas estas pequeñas revistas —así era como las llamaban— no tenían gran tirada y si pagaban, pagaban menos que lo ofrecido por The New American Caravan .
Una nebulosa mañana de otoño recibí una breve nota de Maxwell Perkins, editor jefe de Charles Scribner’s Sons, en la que me decía que había leído un par de relatos míos en pequeñas publicaciones y que le gustaría leer relatos que no hubiera publicado para su posible inclusión en Scribner’s Magazine . Era la primera vez que alguien me invitaba a enviar manuscritos para su consideración y, dado que Scribner’s Magazine podía ser contemplada como una revista comercial de gran tirada, eso significaba para mí un paso mayor que la publicación de mis trabajos en The New American Caravan y las pequeñas revistas.
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