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Erskine Caldwell - A toda máquina rumbo a Smolensko

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Erskine Caldwell A toda máquina rumbo a Smolensko
  • Libro:
    A toda máquina rumbo a Smolensko
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1942
  • Índice:
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A toda máquina rumbo a Smolensko: resumen, descripción y anotación

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ERSKINE CALDWELL White Oak Georgia 1903 - Paradise Valley Arizona 1987 - photo 1

ERSKINE CALDWELL (White Oak, Georgia, 1903 - Paradise Valley, Arizona, 1987), escritor estadounidense, hijo de un ministro de la Iglesia Presbiteriana, estudió en la Universidad de Virginia sin llegar a graduarse. En 1926 se trasladó a Maine y allí empezó a escribir para periódicos y revistas. En sus libros manifestó su preocupación por las miserables condiciones de vida de los campesinos sureños, a la vez que denunciaba el racismo, la violencia de género y los prejuicios de clase de aquella sociedad. En 1936 se casó con la fotógrafa Margaret Bourke-White . De sus obras, entre ellas El camino del tabaco (1932) y La parcela de Dios (1933), se habían vendido hacia 1940 más de dieciocho millones de ejemplares. En ellas se describen con humor y erotismo la miseria, la violencia y el racismo de los blancos pobres del Sur.

CAPÍTULO I

El deseo de visitar la Unión Soviética venía creciendo en mí desde hacía varios años, pero solamente en la primera semana de 1941 resolví por fin que había llegado el momento de hacerlo. La razón que me impulsó a ir entonces fue el anhelo de llegar a Moscú antes de que los alemanes empezaran su ataque contra los rusos. Estaba convencido de que no había de pasar ese año sin que ello ocurriese.

Fui con mi mujer a la embajada soviética en Washington y solicité el visado de los pasaportes. Constantin Umansky, embajador soviético ante los Estados Unidos, no demostró al principio gran entusiasmo por nuestro pedido, y sugirió que podíamos encontrarnos en un país que de la noche a la mañana se volviese hostil al nuestro. Contesté que era improbable, en mi opinión, que los acontecimientos tomasen ese giro, pues si había de ocurrir algún cambio en el futuro sería un rompimiento entre su país y Alemania. Umansky, buen jugador de póker como todos los diplomáticos, desechó mis observaciones con un ademán e indicó que no había ninguna probabilidad de semejante cosa. No obstante, después de varias visitas que le hicimos en Washington, concluyó por prometernos que en Chungking nos esperarían los pasaportes visados. Y así fue, efectivamente.

Llegamos a la capital provisional de China a mediados de Abril, después de muchas semanas de demora en Los Ángeles, Honolulú y Hong Kong. Las condiciones de vuelo por el Pacífico no eran las mejores en esa época del año.

La primera vez que solicitamos pasaje en la línea aérea Eurasia, que realiza el servicio a Hami, provincia de Sinkiang, se nos dijo, con cortesía oriental, que no quedaban asientos, pero que se reservaban pasajes para cuando terminasen las hostilidades entre China y el Japón. Nosotros insistimos, con firmeza occidental, en aprovechar el avión que debía partir durante la última semana de abril del año en curso. Al volver esa noche a nuestro hotel encontré un mensaje de la Eurasia que nos advertía que estuviésemos prontos a partir, y además que nos proveyéramos de moneda china para pagar los pasajes.

Habíamos llevado una bolsita con moneda del Gobierno Central, pero allá en Chungking, en medio de esa cálida primavera, llegamos a la conclusión de que íbamos a necesitar otros 4000 dólares mejicanos, además de los que ya teníamos. Cambiamos nuevamente 100 dólares norteamericanos en el hotel y enviamos una cantidad equivalente al Banco. Con eso habíamos canjeado 400 dólares norteamericanos por 8000 dólares de China. Esa misma noche la Eurasia nos informó de que necesitaríamos unos 10 000 dólares mejicanos para el pasaje hasta Hami, y una cantidad semejante para el pasaje desde Hami hasta Alma-Ata. Apenas habíamos concluido esta nueva transacción financiera cuando se nos informó que la única divisa de circulación legal en Sinkiang, aparte de su propia moneda provincial, eran los billetes emitidos por el Banco Central de China. Vaciamos la bolsita de dinero sobre el suelo y anduvimos registrando los envoltorios de billetes. Solamente uno de cada cinco era emitido por el Banco Central, pues los demás provenían del Banco de los Agricultores, del Banco de Comunicaciones y de otras instituciones. Hacia el amanecer habíamos conseguido cambalachearlos todos, exceptuando unos cuantos cientos de dólares, por papeles del Banco Central.

Después de varios días de falsas partidas, frustradas por raides aéreos, neblina y desperfectos en los motores, levantamos vuelo para Hami, por vía Chengtu y Suchow. Ordinariamente se trata de un vuelo de unas once horas; llegamos exactamente a los doce días.

El vuelo a Chengtu duró una hora y media. El aparato era un trimotor Junkers de fabricación alemana, para diez pasajeros, con once años de servicio. Tanto el piloto como el copiloto eran chinos.

Los viajeros, además de mi mujer y yo, eran tres funcionarios del gobierno chino, dos aviadores militares rusos y un oficial del ejército de Mongolia. Descendimos en el amplio aeródromo de Chengtu, bajo el cielo más despejado que hubiéramos visto desde que salimos de Hong Kong. Poco antes de tocar tierra, uno de los pilotos chinos cruzó la cabina cubriendo cuidadosamente las ventanas con las cortinillas. Los rusos las alzaron para mirar, pero los demás no nos atrevimos a hacer lo mismo. Todo lo que nos ocultaron mientras bajábamos a la pista se veía mucho mejor en cuanto salimos del avión, poco minutos después.

Apenas desembarcamos, los dos aviadores chinos subieron a un automóvil y desaparecieron a lo lejos, detrás de un montecillo. Iban a merendar en una casa de té, de modo que nos pusimos a caminar en la misma dirección, a través del aeródromo, con los tres funcionarios del gobierno chino. Quince minutos después llegamos a la casa de té, pero nos dijeron que no habría tiempo para tomarlo, pues los aviadores habían decidido partir inmediatamente a fin de llegar a Suchow antes de anochecido. Regresamos al avión.

Mediaba la tarde cuando aterrizamos en Lanchow, que está situado sobre la orilla occidental del Río Amarillo, en la región árida de la provincia de Kansu. Estábamos entonces a cinco horas de vuelo y 740 kilómetros, por carretera, de Chungking. Después de someternos a una prolongada inspección militar, se nos comunicó que los pilotos habían decidido pasar la noche en Lanchow y que partiríamos sin demora a las 6 del día siguiente, rumbo a Suchow y Hami.

Nos despertaron a las 4. El avión despegó a las 5:55. Habíamos volado veinte minutos, cuando repentinamente el aparato viró y se dirigió de vuelta a Lanchow. Poco antes de aterrizar pregunté a uno de los pilotos qué pasaba, y me contestó que un motor no andaba bien y querían probarlo. Estuvimos en tierra apenas dos minutos y despegamos por segunda vez.

Media hora más tarde, cuando nos elevábamos sobre unas montañas de casi 2000 metros de altura, la cabina empezó a llenarse de humo y sentimos el olor penetrante de la pintura quemada. Una delgada columna de humo subía desde el piso. Pocos momentos después nos balanceamos en nuestros asientos mientras el avión se inclinaba pronunciadamente y los tres motores rugían en el máximo de su esfuerzo. Si alguna vez pudo sobrepasar ese aparato los 160 kilómetros por hora, fue entonces, pues de seguro marcó la mejor velocidad de sus once años de existencia en el viaje de vuelta a Lanchow. Cuando avistamos el aeródromo, callaron los motores, y nos deslizamos por el aire hasta aterrizar entre bruscas sacudidas. Esta vez nadie pensó en correr las cortinas, aunque el aeródromo estaba lleno de aparatos dispuestos en muchas hileras, algunos reales y otros simulados.

Salimos atropelladamente del avión. Fueron arrancadas las chapas que cubrían por debajo el motor de proa o central; los mecánicos acudieron corriendo por la pista con matafuegos, y una nube de humo negro se expandió sobre el aeroplano. El tubo de escape y el múltiple habían sido completamente destrozados por fuego de popa, surgido posiblemente cuando se hacía calentar el avión esa mañana, y la llama del motor había chamuscado el interior de la cabina.

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