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P ARA TENER UN HIJO , he matado a cinco.
Durante meses esa imagen me persiguió. Una célula, un embrión, un latido del corazón. Cada noche me levantaba sobresaltado, tres, cuatro, cinco embriones lanzados al abismo.
Oraba por uno. Sólo uno. Aquel que tuviera fuerzas, que se aferrara a las paredes de un útero desconocido, con un corazón que cabalgara sin detenerse hasta que un día, nueve meses más tarde, irrumpiera en el mundo con un grito, el llanto al que todos aspiramos.
Lo primero fue el miedo. Un miedo que corroe, que inmoviliza. Fueron días, semanas, meses aterrorizado. Al otro lado, siempre estaba el enemigo. Yo aquí y ellos allá, al otro lado del mundo, de Nueva York a California, la tierra prometida. Nunca antes el este y el oeste habían estado tan distantes. Y los desconocidos siempre al acecho. Voces sin rostro, sin alma. Escuchaba frases como instrucciones, palabras como órdenes. Tenía todo un ejército contra mí.
Le abrí paso al escrutinio. Tenía que pasar bajo la mirada inquisidora de abogados, médicos, enfermeras, sicólogos y trabajadores sociales que analizarían cada célula de mi cuerpo. Se disponían a penetrar en mis pensamientos, incluso en mis sueños. Debía ser sometido a todas las pruebas; sólo así me sería permitido aportar mi cincuenta por ciento al bebé que traeríamos al mundo. La otra mitad también sería analizada, no sólo la que aportaría la célula preciada, sino mucho más atrás: una, dos, tres generaciones. Todo en busca de la perfección, de un ideal. No era posible dejar margen al error.
Me sometí a esa vorágine solo porque, desde muy temprano, en mi niñez, había tomado una decisión: convertirme en padre.
DE PEQUE Ñ OS , MUCHOS sueñan con ser astronautas, bomberos, policías, vaqueros, artistas. Yo no. Yo quería ser papá. Me casé recién cumplidos mis veinte años —ella tenía dieciocho—, y durante dos años evitamos a toda costa un embarazo. Yo no quería que mi hijo naciera en Cuba. Éramos muy jóvenes y ambos estábamos estudiando pero, cuando la vida universitaria terminó, decidimos divorciarnos. Ésa fue mi primera pérdida y al escapárseme la oportunidad de ser papá «como Dios manda», las posibilidades de tener un hijo se redujeron.
Más adelante conocí a Gonzalo, y juntos salimos de Cuba en 1991 para los Estados Unidos. La idea de crear una familia entre los dos siempre estuvo presente.
Adoptar era una opción, y comencé por Ucrania, desde donde todavía recibo correos electrónicos relacionados con grupos de adopción. Ucrania era entonces uno de los pocos países con leyes relativamente flexibles para que un hombre de mi edad pudiera adoptar a un niño. La mayoría de los países que ofrecía posibilidades de adopción exigía que se tratara de parejas heterosexuales casadas; varios establecían además límites de edad. El proceso podía extenderse de tres a cinco años.
Accedí a orfanatos de Rumania, Ucrania y Rusia, en los que fui abordado por rostros de niños hacinados en cunas desencajadas y sucias. Intercambié correspondencia tanto con otros aspirantes a padres, frustrados por el proceso, como con algunos que habían vencido todas las trabas y tenían ya a un bebé bajo su techo.
Entonces nos encontramos con el obstáculo principal, en el estado de la Florida, donde vivíamos, la adopción era ilegal para una pareja formada por dos hombres.
Mientras más me adentraba en el universo de la adopción, más me convencía de que no era la vía adecuada para mí.
No estaba preparado para todo aquel proceso de indagación no sólo antes, sino también después de tener al bebé: las visitas constantes al hogar para evaluar tu labor de padre y, por supuesto, la terrible y eterna posibilidad de que, por alguna insólita decisión burocrática, ese niño que has convertido en tu hijo y que te necesita casi para respirar, pueda serte arrebatado en un abrir y cerrar de ojos.
En 1997 nos mudamos a Nueva York. Me habían ofrecido trabajar como escritor principal en la revista People en Español , con lo cual las posibilidades de llevar adelante mi proyecto se incrementaron. Un día llegó a mi oficina la primera prueba de imprenta de una edición de la revista People Weekly , un privilegio derivado de trabajar para el mismo grupo editorial. En ese número, que a los pocos días saldría a la venta, leí por primera vez una pequeña historia que, si alguien me la hubiera contado antes, la habría tomado por ciencia ficción.
En Phoenix, Arizona, un hombre de treinta y nueve años se había convertido en padre a través de una madre gestacional. La bebé, una hermosa niña de más de ocho libras, era suya biológica y legalmente, ya que el embrión que la madre gestacional llevó en su vientre había sido concebido con el esperma del futuro padre y el óvulo de una donante.
El hombre, que había estado casado por un breve periodo y que por muchos años había luchado consigo mismo para aceptar su homosexualidad, estaba decidido a tener un hijo. ¿Cómo? Un anuncio de la agencia Surrogate Mothers, Inc., que ofrecía servicios de donación de óvulos y madres gestacionales, había sido la solución; aunque, al ser un hombre soltero, muchas de las candidatas se negaron a trabajar con él.
Hubo incluso dos doctores que rehusaron hacer la fertilización in vitro porque el hombre no tenía pareja. Su odisea se convirtió en la búsqueda de una donante de óvulos y una madre gestacional que se decidieran a ayudarlo. Entonces apareció su ángel de la guarda: una mujer de treinta años que ya tenía hijos propios, y que aceptó iniciar el proceso con él. ¿Cuál había sido el costo? Más de cuarenta mil dólares, sin contar los gastos legales y médicos.
Ese día encontré mi camino. Tendría que vencer muchos obstáculos, pero no me importaba; sería un proceso desgastador, y qué más daba; costaría una fortuna —que yo no tenía—, pero ya encontraría una solución.
Desde ese día, el miedo se apoderó de mí. Comenzaba la batalla.
T ODO COMENZ Ó CON UN sueño. Yo soñé a mi hija la última noche de 1999. La familia de Gonzalo se reunió en el norte de Italia para esperar el milenio. Llegaron desde Cuba, Brasil, Miami, y nosotros de Nueva York. Estábamos en una pequeña casa de finales del 1800 en la ciudad de Varese, a cincuenta kilómetros de Milán.
Brindamos, nos abrazamos, celebramos la llegada del siglo XXI , y yo no hice ninguna promesa para el año nuevo.
Esa noche me fui a la cama y no podía dormir. Hacía frío. A través de una ventana abierta pude ver el cielo oscuro, sin estrellas. Casi al amanecer, me quedé profundamente dormido y soñé. Esa noche vi a mi hija. No la imaginé rubia ni trigueña, con ojos azules ni castaños. La soñé en mis brazos, recién nacida, su piel sobre mi piel. La sentí, la olí, la acaricié y me dormí a su lado. Fue una angustia, pero una angustia placentera. Me desperté agitado, con la respiración entrecortada y el pulso acelerado.