Taylor Caldwell - Una juventud difícil
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- Libro:Una juventud difícil
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1971
- Índice:5 / 5
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Una juventud difícil: resumen, descripción y anotación
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Título original: Una juventud difícil
Taylor Caldwell, 1971
Traducción: Amparo García Burgos
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Las novelas de Taylor Caldwell se han vendido por millones. Figura entre los autores más leídos del mundo; sin embargo, durante su larga carrera, siempre se ha mostrado muy reservada en cuanto a sí misma.
Ahora, a través de 17 anécdotas y con encantadora sinceridad, la autora rememora sus primeros años, sus vivencias adolescentes y su lucha por la vida en la «tierra prometida», donde tuvo «una difícil juventud». Esta juventud cimentó la indomable personalidad, de férreas ideas y convicciones, de una de las escritoras más notables del siglo XX.
Taylor Caldwell
ePub r2.0
Titivillus 18.01.2020
LA SEÑORA BOTONES
Empecé a ser conservadora cuando era muy pequeña. Una tía mía, liberal, que jamás había sufrido necesidades de tipo material, sentía una profunda pasión por los pobres, de los que, sin embargo, se ocupaba cuidadosamente de mantenerse lejos, muy lejos. Cuando aún vivíamos en Inglaterra, donde yo nací, mi tía solía reunir con frecuencia todas las ropas viejas que la familia desechaba, y las enviaba a la Asociación de Mujeres de nuestra iglesia anglicana de la localidad. Pero recuerdo que antes se sentaba ante la chimenea y, entonando alguna tristona balada escocesa o irlandesa, con conmovedora voz de soprano, cortaba cuidadosamente todos los botones de aquellas ropas.
Yo era muy pequeña en realidad cuando aquella costumbre de mi tía se me hizo odiosa de pronto.
—Tiíta —pregunté—, ¿qué harán los pobres para tener botones?
Mi tía tenía unos ojos muy azules, que generalmente me miraban con desagrado. Así me miraron ahora.
—Pueden comprarlos —contestó secamente—. Sólo valen dos peniques el cartón.
Medité en ello. Si las personas eran tan pobres que tenían que llevar lo que ya no querían los demás, serían demasiado pobres para comprar botones. Así se lo indiqué a mi tía. Primero me soltó un violento bofetón. Después exclamó:
—¡Qué niña más mala! ¡No tiene corazón para los pobres!
Mi tío, al escuchar sus furiosos y agudos chillidos, salió tormentosamente de su despacho y preguntó:
—Vamos, ¿qué diablos pasa ahora?
Mi tía me señaló con un dedo furioso y tembloroso:
—Tu sobrina —dijo— no quiere que yo entregue estas ropas…, estos pobres harapos… ¡A los pobres!
Yo me había levantado ya, recuperada del golpe de mi tía.
—Si son harapos —dije con voz razonable—, ¿para qué los querrán los pobres? Y además, les has quitado todos los botones.
—¡Qué descaro! —Gruñó mi tío, que, como la tía, era un fanático liberal y muy aficionado también a presumir de su amor a los pobres (a los que jamás había conocido). Y me cogió y me dio una gran zurra allí mismo. Me temo que no quise demasiado a mis parientes después de aquel día, lo cual era pecaminoso, desde luego. Pero, a partir de entonces, los botones tuvieron un significado especial para mí. Un pariente rico contestó a mi cínica pregunta sobre los botones con esta grave respuesta:
—Eso es economía y ahorro, algo que tú jamás conocerás, supongo.
El ahorro es una virtud estimable, pero a veces, cuando me encuentro con ahorrativos liberales (y por desgracia, suelen serlo con su propio dinero) siempre creo ver aquellos malditos botones arrancados de las ropas para los pobres. A menudo pienso en el antiguo pareado escrito por algún inglés que merecía la inmortalidad:
Extender la riqueza es el deseo del comunista.
Él te quitará tus peniques y conservará su chelín.
Hasta la fecha me refiero muchas veces a los liberales llamándoles «Señor Botones» o «Señora Botones», y ésos son los motes menos insultantes que suelo emplear cuando estoy en forma.
Mi abuela —jamás la llamamos «abuelita»— no era en absoluto liberal. Era una mujer bajita de cabellos rojos, beligerante, y una alegre irlandesa que, si era preciso, sabía ser muy agarrada, pero que podía ser espléndida en ocasiones y entonces le daba a su nietecita un soberano en su cumpleaños con este sano consejo:
—Y, si eres sensata, no se lo dirás a tus papás.
Yo siempre era sensata en esas ocasiones. Mi abuela tenía bastante mala opinión de su prole, cuatro hijos y sus esposas. Sólo yo era su favorita, yo, que llevaba su mismo nombre. A mí me encantaba su conversación, y ella siempre me escuchaba, de modo que un día, cuando fui a visitarla a Leeds, le conté lo de aquellos malditos botones.
—Nunca confíes en nadie que llora por los pobres —dijo mi abuela— a menos que también sea condenadamente pobre.
He descubierto que ésta es una regla magnífica que nunca me ha fallado. Eso no quiere decir que yo esté contra los pobres, o que nunca les ayude. Sí lo hago. Pero primero me aseguro de que ellos estén dispuestos a ayudarse a sí mismos. Y jamás lloro por ellos.
Cuando tenía cuatro años y estaba a punto de comenzar mis estudios en el «Colegio selecto para señoritas y caballeros» de la señorita Brothers, en Manchester, mis padres decidieron instruirme sobre el asunto. Yo ya había cobrado una profunda antipatía por el colegio, que jamás había visto, y me hallaba arriba en mi dormitorio, meditando sobre tal desgracia, mientras la fría lluvia de un septiembre inglés azotaba las ventanas. Recibí la orden de mis ancianos padres —contaban respectivamente veintidós y veintiséis años en aquella época— de que me reuniera con ellos ante la chimenea del salón en el piso bajo. Rápidamente examiné mis pecados de aquel día mientras, de mala gana, bajaba para recibir lo que indudablemente sería un merecido castigo. Decidí que el pecado más importante era haber estado revolviendo entre los botes de conserva, en la despensa, mientras mamá descansaba. Por tanto me sentía comprensiblemente temerosa cuando entré en el salón, y la expresión de mis padres nada hizo por aliviar mis temores.
—Quédate ahí, ante la chimenea —dijo papá, mirándome fijamente con sus fríos ojos azules. La mirada de mamá no resultaba menos imponente. Así que me quedé en pie, temblando. Sin embargo, yo jamás recibía dócilmente una azotaina, sino devolviendo los golpes con puntapiés por mi parte, pues, aunque sólo tenía cuatro años, era muy alta y fuerte.
—Vas a ir al colegio mañana —anunció papá. ¡Como si yo ignorara aquel desastre!—. Yo te llevaré cuando vaya a mi despacho en el Manchester Guardian, a las ocho en punto. Y quiero avisarte —añadió con una voz terrible de amenaza y condena— que, si no te portas bien en el colegio de la señorita Brothers, o me llega una sola palabra de tus travesuras o insolencias, recibirás una buena azotaina. ¿Está claro?
—Sí, papá —contesté.
—Irás limpia y aseada, comerás bien, serás amable y obediente en todo momento y jamás darás una mala contestación —dijo mamá con severidad—. Y aprenderás. Tu padre te preguntará las lecciones cada noche. ¿Entendido?
—Sí, mamá —contesté.
—Y nunca llegarás tarde —siguió papá, que odiaba dejar la cama por la mañana y odiaba ser puntual, y a quien mamá tenía que levantar por la fuerza e ir apremiando todos los días. Pero él juzgaba que la puntualidad era una virtud (y una estupidez también), y jamás permitiría que una niña comentara su inconsistencia.
Vi que mis padres estaban meditando en ese prudente principio de «nunca viene mal un bofetón», así que hice una rápida reverencia y regresé a mi dormitorio, donde pasaba casi todo el tiempo. Me ocupé en preparar mi vestido de lana para el día siguiente. Y me limpié las botas. Después tomé un baño, me limpié los dientes, me cepillé el largo cabello rojo y me fui a la cama, tratando de decidir qué podría recortar de mis largas oraciones. Resolví no rezar al arcángel San Miguel aquella noche, ni a todos los santos, y omitir a la señorita Brothers, a quien aún no conocía. Pero sí recé por papá y mamá y por las dos muñecas que esperaba para Navidad, y me dormí. Desde luego sin ese resentimiento que, según los psicólogos, sienten los niños cuando están seguros de que han sido tratados injustamente. Nunca se me ocurrió que hubiera injusticias en mi vida. Mi infancia era como la de todo niño británico de clase media, y todos mis compañeros de juego eran tratados con mano firme y azotados con regularidad por sus padres.
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