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Miguel Ángel Buenestado Grande - Memorias improbables de una bestia

Aquí puedes leer online Miguel Ángel Buenestado Grande - Memorias improbables de una bestia texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2017, Editor: Caligrama, Género: Niños. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Memorias improbables de una bestia: resumen, descripción y anotación

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Memorias improbables de una Bestia es una historia cruel. Y es también una historia real, motivo por el cual quizá sea aún más cruel. Este libro trata del odio, del mal, de los más bajos instintos del ser humano, de la ausencia de fronteras en la crueldad que somos capaces de expresar. Y de cómo ese odio, ese mal, esa crueldad, no está encerrada en monstruos sobrenaturales ni está aislada en unos cuantos perturbados mentales. Al contrario, está oculta en nuestra humana naturaleza, en mayor o menor grado, más cerca o más lejos de la superficie, más o menos intensa o retorcida en cada uno de nosotros. Es una cuestión puramente circunstancial que ese mal aparezca o permanezca oculto.Escrito en primera persona, este libro narra la historia de Maria Mandel, una de las guardianas que más responsabilidad adquirió en el sistema de campos de concentración nazi. Desde su infancia y juventud y su paso por los diferentes campos del sistema KL, hasta su captura por parte de los aliados una vez finalizada la guerra, Memorias improbables de una Bestia es una reconstrucción improbable en lo anecdótico, aunque muy probable en el fondo, de la vida de una mujer aparentemente normal, que le tocó vivir tiempos convulsos.

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Memorias improbables de una bestia Primera edición Febrero 2018 ISBN - photo 1

Memorias improbables de una bestia

Primera edición: Febrero 2018

ISBN: 9788417321338
ISBN eBook: 9788417335076

© del texto:

Miguel Ángel Buenestado Grande

© de esta edición:

, 2018

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Impreso en España – Printed in Spain

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A Belén, Can dela y Leo

«¿Sabes?, la bestialidad es segu ramente
la cosa más contag iosa qu e existe».

Arturo Barea
« La ruta »

Prefacio
El tren

Si algo he aprendido a lo largo de mi corta vida, si algo he logrado discernir como una verdad suprema e inviolable, especialmente durante estos intensos últimos años de mi paso por el mundo, es algo tan sencillo que quizá no merezca siquiera su presencia en estas líneas que ahora escribo. Todo llega, todo lo que ha de ocurrir termina ocurriendo y ni la juventud, que adorna y deforma con la elegancia de la lejanía el futuro, ni la inconsciencia, que priva a nuestra vida, a nuestras decisiones, de su verdadero valor, nos brindarán el privilegio del presente eterno. Si una etapa de nuestro camino se hace larga, si la espera en el presente se nos hace insoportablemente eterna, nada debería hacernos creer que ese algo que ha de llegar, ese algo incontrolable y transfronterizo, no vendrá jamás. Los ecos de mi inminente traslado a Polonia parecían venir de muy lejos, y yo los escuchaba como ajenos a mí, como si los destinatarios de aquellos mensajes fueran otros y estuvieran aún más lejos. Los días transcurrían lentos en la cárcel y el tiempo se dilataba deformando el paso de cada uno de ellos, confundiendo una intuición poco certera ya, después de más de un año desde mi detención, en agosto de 1945. Las fechas no tienen importancia ahora, quizá nunca la tuvieron, pero son para mí un modo de ordenar mis pensamientos. Elsa Ehrich era mi compañera de celda en Dachau y ella albergaba las mismas absurdas esperanzas, no había sido aún notificada su extradición y sus interrogatorios fueron menos exhaustivos. Su rastro parecía más esquivo.

Mis nervios y dolores de cabeza fueron en aumento desde que los rumores se convirtieron en un ruido real y constante. Todos teníamos miedo, todos, sin salvedades, incluso aquellos que se esforzaban por mantenerlo lejos de sus ojos, escondido en el mármol frío y ocre de sus rostros. Sabíamos que los polacos nos esperaban ansiosos y la expectación, esto era por entonces una suposición, sería grande, morbosa. Los soldados y guardias de la unidad polaca establecida en el PWE 29 hablaban de los juicios que se estaban preparando en Cracovia, olvidando quizá un deber de confidencialidad que les pesaba demasiado.

La humedad y el frío de la celda durante el invierno hicieron mella en mis huesos. Me dolían las articulaciones todo el día. Cualquier movimiento que requiriera algo de fuerza, sostener simplemente la bandeja del rancho maloliente que nos servían dos veces al día, suponía para mí un esfuerzo desproporcionado para mis treinta y cuatro años de entonces. Me sentía en esos momentos como una abuela vieja y demacrada. Pero Elsa me ayudaba con su buen humor y su bella sonrisa, tratando de hacerme olvidar las molestias y borrar las muecas de dolor que se hacían cada vez más frecuentes.

El 4 de septiembre de 1946 el verano seguía en vigor. En la celda persistía una humedad asfixiante, mi pelo rubio, cada día más gris, se oscurecía y los rizos reclamaban un espacio invadido por el aire suspendido. De madrugada abrieron la puerta, después de liberarla de los pesados y ruidosos cerrojos. La prisionera de guerra Maria Mandel, número 2901277, tenía dos minutos para colocar en una caja sus efectos personales, vestirse y asearse y salir de la celda inmediatamente. Apenas tuve tiempo de despedirme de Elsa, aunque quedé tranquila, ya que habíamos tenido sobrado tiempo de hacerlo en los días anteriores, cuando mi traslado se sentía ya en las paredes de la celda. Me colocaron las esposas y un soldado, polaco supuse, me agarró con fuerza del brazo para trasladarme fuera del búnker.

Todo estaba oscuro y todo se me hacía irreal. Fueron muchos y largos los días que pasé encerrada en Dachau, pero en ese momento nada me era familiar. Las luces de varios camiones esperando impacientes en la zona de barracones del campo me despertaron de súbito a una realidad que se extendió hasta el último poro de mi cuerpo, erizando la piel sin vello de mis brazos y electrizando un pelo que creía insuficientemente arreglado. Me hicieron subir a uno de esos camiones por la parte trasera, acomodándome en unas tablas de madera frías y húmedas. Había más personas dentro, pero a ninguna conseguí distinguir, rostros negros cubiertos de miedo y angustia. Alguno levantó la cabeza cuando me senté, pero enseguida la volvió a colocar en la misma triste posición. Llegaron algunos más, pero yo me acomodé a la misma dinámica que dejó sin ánimo nuestra curiosidad.

Los motores de los camiones se pusieron en marcha y sentimos todos el movimiento lento y perezoso de nuestro habitáculo. Un hombre preguntó si alguien sabía adónde nos llevarían y otro respondió sin mucha convicción que nos llevarían en tren hasta Polonia. Algo que ya sabíamos todos sin mucho más detalle, una pregunta absurda que mereció la misma absurda respuesta. Y, en contraste con el tedio de las horas pasadas en la celda, todo me parecía ahora que ocurría a una velocidad excesiva. El tiempo siempre responde de forma arbitraria y contraria, en muchas ocasiones, a los deseos más íntimos. La comitiva se detuvo al cabo de varias horas fugaces. Las luces de los faros se hacían interminables en la carretera. Camiones y coches patrulla compartían un mismo destino en aquella noche que empezaba a retroceder. Nos bajaron a todos con un grito del que solo se distinguió la intensidad. Tampoco necesitábamos prestar mucha atención, pues no había opciones. Aquel que dudaba tan solo tenía que seguir al que no parecía hacerlo. Estábamos en una estación de tren. Nos agruparon a todos los que íbamos en el mismo camión, sus rostros aún invisibles para unos ojos deslumbrados por las luces y teñidos del gris oscuro de la incertidumbre. Nos hicieron avanzar después de que un soldado hiciera un recuento golpeando sin fuerza los hombros de cada uno de nosotros.

Entramos al vestíbulo de la estación y lo cruzamos tan rápido que apenas tuvimos tiempo de saborear el olor a café recalentado. Del edificio solo pude ver los restos de pintura amarilla de la fachada y un viejo y destartalado cartel con el nombre de Regensburg. Salimos al andén, donde nos esperaba un tren de hierro viejo y tembloroso. La locomotora rugía vapor y humo gris por la chimenea, silbando cada pocos segundos extraños ruidos de aire pesado. Finalmente, sin un orden aparente, nos hicieron subir a distintos vagones. Un hombre que se presentó como médico subió al vagón, se dirigió hacia mí diligentemente y me entregó una caja de pastillas. Las puertas se cerraron tan pronto salió el hombre, dejando atrás un andén en movimiento.

Perdí la noción del tiempo. De repente me encontraba sentada en un asiento metálico muy incómodo en uno de los vagones de aquel tren de transporte criminal que caminaba con dificultad por railes de hierro oxidado, dejando atrás pueblos más o menos destruidos. La visión que tenía desde el vagón era muy limitada, rendijas de luz luchando por espacios horizontales. Giré la cabeza hacia el interior del vagón aún soñoliento. En el suelo, a pocos metros de mí, tres mujeres charlaban aburridamente. De pronto las tres callaron y me observaron. Sus ojos transmitieron una luz que aún no soy capaz de descifrar, una mezcolanza quizá de curiosa familiaridad, pena compartida y solidaria, la mirada probable de compañeros que se enfrentan a una muerte también probable. Conocía algunos de esos rostros aunque sus nombres no aparecieron hasta que las situé en un pasado que trataba siempre de olvidar. Allí estaban Johanna Langefeld, Erna Boden y Margareta Burda, a quien no conocí hasta entonces.

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