Para Ivan
Hija de judíos acomodados, Heda Kovály vio cómo su mundo se venía abajo con la Ocupación alemana de Checoslovaquia. Fue deportada junto a su familia al gueto de Łódz en 1941 y luego a Auschwitz, donde sus padres fueron asesinados en 1944; Kovály, sin embargo, logró escaparse un año más tarde cuando la trasladaban junto a otros prisioneros al campo de Bergen-Belsen.
Tras permanecer oculta en Praga hasta el final de la guerra, en 1945 consiguió reunirse con su novio Rudolf Margolius, que también había sobrevivido a los campos, y con quien se casaría poco después. En 1952, Margolius era secretario de Estado de Comercio Exterior del gobierno comunista checoslovaco cuando, en una de las primeras purgas estalinistas, fue acusado junto a otros trece miembros del gobierno de alta traición; once de ellos, incluido Margolius, fueron condenados a muerte. Tras su muerte, Heda Kovály y su hijo fueron repudiados por el establishment y se vieron obligados a llevar una vida precaria durante años.
Publicado por primera vez en 1973, Bajo una estrella cruel, hasta ahora inédito en castellano, es un libro de memorias clásico sobre la vida bajo los totalitarismos del siglo XX .
Heda Margolius Kovály
Bajo una estrella cruel
Una vida en Praga (1941-1968)
ePub r1.0
xelenio09.07.13
Título original: Under a Cruel Star. A Life in Prague 1941-1968
Heda Margolius Kovály, 1973
Traducción: Luis Álvarez Mayo
Ilustraciones: Archivo familiar de los Margolius
Editor digital: xelenio
ePub base r1.0
HEDA MARGOLIUS KOVÁLY . (Praga 1919 - Praga 2010), nacida Heda Bloch en una familia de judíos acomodados, fue deportada en 1941 junto a su familia al gueto de Łódz, en el centro de Polonia, y posteriormente a distintos campos de concentración. Consiguió escapar y refugiarse en Praga hasta el final de la guerra. Casada con Rudolf Margolius, su marido fue condenado a muerte en el famoso juicio Slánský, una de las primeras purgas estalinistas del régimen comunista checoslovaco. Fue ejecutado en diciembre de 1952: Heda tenía treinta y tres años y su hijo Ivan, cuatro.
En los años siguientes, Heda y su hijo malvivieron gracias a sus traducciones del alemán y del inglés y a los diseños de cubiertas de libros que realizaba siempre bajo seudónimo.
En 1955 se volvió a casar con el filósofo Pavel Kovály y, más tarde, emigraron a Estados Unidos, donde Heda trabajó en la biblioteca de Harvard. Su libro de memorias Bajo una estrella cruel se publicó en 1973 en checo en una editorial de Canadá; ese mismo año se publicó en inglés. En 1985 apareció la novela Nevina. El matrimonio regresó a Praga en 1996.
Capítulo 1
Tres fuerzas modelaron el paisaje de mi vida. Dos de ellas aplastaron a medio mundo. La tercera era muy pequeña y débil y, en realidad, invisible. Era un pajarillo tímido, escondido entre mis costillas, unos pocos centímetros por encima de mi estómago. A veces, en los momentos más inesperados, el pájaro se despertaba, alzaba la cabeza y sacudía las alas como en éxtasis. Entonces, yo también alzaba la cabeza, pues en ese preciso instante sabía a ciencia cierta que el amor y la esperanza son infinitamente más poderosos que el odio y la furia, y que en algún lugar más allá de la línea de mi horizonte estaba la vida, indestructible, siempre triunfante.
La primera fuerza fue Adolf Hitler; la segunda, Iósif Vissariónovich Stalin. Ellos hicieron de mi vida un microcosmos en el que se condensa la historia de un pequeño país en el corazón de Europa. El pajarillo, la tercera fuerza, me mantuvo con vida para poder contar esa historia.
Llevo el pasado dentro de mí plegado como un acordeón, como uno de esos libros de postales, pequeños y elegantes, que la gente trae como recuerdo de ciudades extranjeras. Pero basta con que se levante una esquina de la postal de arriba para que se escape una serpiente sin fin, zigzagueante, la silueta de la víbora, y al instante todas las imágenes se presenten ante mis ojos. Se quedan allí, se definen y entonces un momento de ese pasado lejano se atasca en la maquinaria de mi reloj interior, que se detiene, pierde el compás y se le escapa una parte del presente, irremplazable e irrecuperable.
La deportación en masa de los judíos de Praga comenzó dos años después del inicio de la guerra, en otoño de 1941. Nuestro convoy salió en octubre, y desconocíamos nuestro destino. La orden era presentarse en el Salón de Exposiciones y llevar comida para varios días y un equipaje mínimo. Nada más.
Cuando me levanté aquella mañana, mi madre se volvió hacia mí desde la ventana y me dijo, como una niña: «Mira, ya casi ha amanecido. Y yo que pensaba que el sol no iba a querer salir hoy».
El Salón de Exposiciones parecía un manicomio medieval. Salvo contadas excepciones, casi todo el mundo tenía los nervios a punto de estallar. Algunas personas que se encontraban gravemente enfermas y que habían sido transportadas en camilla murieron allí mismo. Una tal señora Tausig se volvió loca de remate, se quitó la dentadura postiza y se la tiró a nuestro amo y señor, el Obersturmbannführer Fiedler. Había bebés y niños pequeños que lloraban sin cesar, y justo al lado de mis padres un hombre calvo y gordo tocaba el violín sentado encima de su maleta, como si la locura que le rodeaba no tuviese nada que ver con él. Tocaba el Concierto en re mayor de Beethoven, ensayando los mismos pasajes una y otra vez.
Deambulé entre aquellos miles de personas buscando rostros familiares. Así fue como lo vi por primera vez. Hasta hoy, creo que es el hombre más apuesto que he visto en toda mi vida. Estaba sentado, sosegado y erguido, sobre un baúl negro con herrajes de plata, llevaba un traje oscuro, camisa blanca y corbata gris, y un abrigo negro rematado por un sombrero de fieltro del mismo color. Sus manos, finas y delicadas, reposaban sobre el mango de un paraguas, tan bien enrollado, que parecía un palillo. En medio de aquel caos, entre toda esa gente vestida con jerséis, gruesas botas y chaquetas de esquí, tenía un aspecto tan fuera de lugar como si estuviera sentado ahí desnudo.
Sorprendida, me detuve, y él se levantó. Con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa, me ofreció asiento junto a él sobre el baúl. Era profesor de filología clásica en Viena. Tras la anexión de Austria por parte de los nazis, se había refugiado en Praga, donde los alemanes le habían vuelto a alcanzar. Cuando le pregunté por qué no se había vestido de una manera más práctica para aquel viaje hacia lo desconocido, respondió que siempre se vestía del mismo modo y que le desagradaba la idea de cambiar sus costumbres por obligación. En cualquier caso, dijo, le parecía fundamental mantener la calma, rebus in arduis. A continuación, empezó a hablar de literatura clásica y de la Antigua Roma. Lo escuché embelesada. A partir de entonces, lo busqué siempre que tenía ocasión, y él siempre me recibía con su educada sonrisa y, aparentemente, también con placer.
Dos días más tarde nos subimos al tren. Aunque en los dos años siguientes iba a experimentar traslados infinitamente más penosos, aquel me pareció el peor por ser el primero. Si todo comienzo es duro, el comienzo de la desgracia lo es todavía más. Aún no nos habíamos acostumbrado al sonido de disparos seguido de gritos agónicos, ni a la sed insoportable ni al aire sofocante de los abarrotados vagones de ganado.