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Sarah Hepola - Lagunas

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Sarah Hepola Lagunas

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SARAH HEPOLA Philadelphia Ha escrito para The New York Times Magazine New - photo 1

SARAH HEPOLA (Philadelphia). Ha escrito para The New York Times Magazine, New Republic, Glamour, Elle, Slate, The Guardian y Salon, donde trabaja como editora. También ha sido crítico musical y de cine, escritora de viajes, bloguera de sexo, columnista de belleza y profesora de Lengua.

Actualmente vive en Dallas donde uno de sus mayores hobbies es tocar la guitarra así como escuchar canciones tristes sobre corazones rotos. Hasta aquí todo normal e ideal, lo que se consideraría una mujer de éxito. Pero Sarah lleva a la espalda el peso (y a la vez el desahogo tras haberlo superado) de un pasado complicado donde todas estas ocupaciones desaparecen para dar todo el protagonismo al alcohol, el que fuera su «mejor amigo» durante años.

UNO
LA LADRONA DE CERVEZA

CRECÍ EN DALLAS, TEXAS, sin saber por qué. En las novelas y en las revistas cursis para adolescentes que leía, la gente importante vivía en California y la costa este, en rutilantes ciudades en las que individuos como Jay Gatsby o John Stamos podían triunfar. Cuando me obsesioné con Stephen King empecé a soñar con irme a Maine. En Maine sí que pasaban cosas, pensaba, sin darme cuenta de que esas cosas pasaban porque Stephen King hacía que pasaran.

En 1970 mi padre era ingeniero en DuPont Chemical, pero una crisis de conciencia cambió la trayectoria de nuestra familia. El movimiento ecologista empezaba a despuntar y mi padre quería estar en el lado correcto de la historia, el de limpiar el planeta, no en el de contaminarlo con más toxinas. Aceptó un trabajo en la floreciente Agencia de Protección Ambiental, que estaba abriendo delegaciones en todo el país, y en 1977, cuando yo tenía tres años, nos trasladamos de un pintoresco barrio de Filadelfia a las afueras de Dallas, una ciudad tan alejada de lo que conocíamos como podía estarlo Egipto.

A menudo me preguntaba si mi vida habría sido muy diferente de habernos quedado donde nací. Cuánto de mis problemas posteriores o de mi sensación de extrañamiento se debía a ese simple cambio de escenario, a pasar de las frondosas y soleadas calles cercanas a nuestro apartamento en Pensilvania al abrasador cemento y las sinuosas autopistas de la Gran Dallas.

Mis padres alquilaron una casa pequeña en una concurrida calle del barrio que contaba con la mejor escuela pública de la ciudad. Aquel distrito también era famoso por otras cosas, aunque tardamos tiempo en enterarnos: chicas de sexto de primaria con bolsos Louis Vuitton de tres mil dólares, viajes a segundas residencias en Aspen o Vail para ir a esquiar, una fila de BMW y Mercedes en la puerta del colegio. Mientras, nosotros íbamos en una furgoneta abollada con el revestimiento del techo sujeto con grapas y cinta aislante. No teníamos nada que hacer en ese entorno.

Muchos padres intentan corregir los errores de su pasado, pero acaban cometiendo nuevas equivocaciones. El mío creció en una vivienda de protección oficial en Detroit. Mi madre se preguntaba qué podría haber conseguido si el colegio no hubiera mermado su inteligencia. Querían que sus dos hijos tuvieran más oportunidades y por eso se mudaron a una zona en la que todos los jóvenes iban a la universidad, tan aislada de los peligros de la gran ciudad que la llamaban la Burbuja.

El barrio era el perfecto ejemplo de la anticuada cultura norteamericana: casas de ladrillo rojo de dos pisos y niños vendiendo limonada en la esquina. Mi hermano y yo íbamos en bicicleta al centro comercial que estaba a kilómetro y medio de casa para comprar gominolas y trucos de magia, sacábamos sobresalientes y estábamos a salvo. De hecho, la única ladrona que conocía era yo.

Era una mangui de poca monta. En secundaria iba a Woolworth’s, me metía pintalabios y polveras en el bolsillo y sonreía al dependiente cuando salía. Todos los niños fuerzan los límites, pero había algo más: en el centro de la tierra de la abundancia, no podía librarme de la idea de que lo que había recibido no era suficiente. Así que «tomaba prestada» ropa de los armarios de otras chicas. Me traía un trapicheo constante con el Columbia Record & Tape Club que implicaba cambiar de nombre cada vez que me hacía socia. Pero lo primero que recuerdo que robé fue cerveza.

Empecé a dar tragos de las latas medio llenas de Pearl Light que había en el frigorífico cuando tenía siete años. Iba de puntillas a la cocina en camisón, tomaba dos buenos tragos cuando nadie me veía y daba vueltas por el cuarto de estar riéndome y chocando contra los muebles. Era mi propio carrusel.

Posteriormente, me enteré de historias de niñas de esa edad que estaban descubriendo sus cuerpos. El cabezal de la ducha entre las piernas. El roce contra una almohada cuando se apagan las luces. «¿No lo hacías?», me preguntaba la gente, sorprendida y quizá un tanto apenada por mí.

Pero yo buscaba que se me acelerara el corazón en otros sitios. Una botella de jerez para cocinar debajo del fregadero. Una botella de Cointreau con costra en el tapón por no usarse. Aunque nada sabía tan bien como la cerveza. La efervescencia. El gancho de izquierda. El «maravilloso subidón».

En el instituto las chicas se quejaban de la cerveza —de lo vulgar y amarga que les parecía, de que apenas podían beberla— y me quedé sorprendida, como si echaran pestes del chocolate o de las vacaciones de verano. El sabor de la cerveza se había instalado en mi adn.


EL TRASLADO A DALLAS fue duro para todos, pero quizá más para mi madre. La primera semana estuvo catatónica. Era una mujer que había viajado sola por Europa y a la que habían votado como la estudiante «más optimista» de su clase en el instituto, pero se pasó los primeros días de nuestra nueva vida sentada en el sofá, incapaz de ir al garaje a buscar una pantalla para una lámpara. Se sentía muy agobiada. Nunca había estado tan lejos de su numerosa y ruidosa familia irlandesa y, a pesar de que una parte de ella deseaba poner distancia, ¿quería estar a tanta? Mi madre tampoco era la típica habitante de Dallas. No se maquillaba. Se había cosido el vestido de boda estilo imperio inspirándose en los personajes de los libros de Jane Austen y allí estaba, a los treinta y tres años, varada en la tierra de las animadoras que mueven el culo y de los cosméticos Mary Kay.

En aquellos primeros años fui feliz. Al menos, eso es lo que me dijeron. Bailaba en el cuarto de estar cuando oía musicales. Saludaba con la mano a desconocidos. A la hora de acostarme, mi madre se inclinaba hacia mí y me decía: «Me dijeron que podía escoger a la niña que quisiera y te elegí a ti». Su brillante pelo castaño, que durante el día llevaba recogido en un moño, le caía suelto y se movía como la cola de un caballo. Todavía siento su pelo resbalando entre mis dedos. La cortina en la cara.

Me aferré a ella mientras pude. El primer día de guardería me agarré a su falda y lloré, pero mis súplicas no consiguieron frenar lo inevitable. El paraíso se había acabado. Me exiliaron en una mesa con unas ruidosas y extrañas criaturas con plastilina pegada en los dedos.

Ese día también supuso una dura transición para mí, porque fue el último que me dieron el pecho. Sí, fui una de esas niñas que seguían mamando pasada la edad «normal», algo que me avergonzó mucho cuando crecí. Mis primos aireaban esa cuestión a todas horas y quería que aquella historia desapareciera de mi memoria (una laguna deseada, pero nunca concedida).

Según mi madre, quiso destetarme antes, pero me daban berrinches y arremetía contra otros niños por pura frustración. Después, pedía cariñosamente: «Solo una vez más, mamá. Solo una vez». Entonces me dejaba volver al lugar más seguro del planeta y no le importaba. Mi madre creía que los niños desarrollan su propia medición del tiempo y una niña como yo solo necesitaba unas cuantas rondas extra. Quería ser más blanda que la madre que había tenido. Una que intuyera las necesidades de sus hijos, aunque no dejo de preguntarme si intuía las suyas.

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