Sarah Vaughan - Anatomía de un escándalo
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Anatomía de un escándalo: resumen, descripción y anotación
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Anatomía de un escándalo
Sarah Vaughan
Traducción de Ana Herrera
ANATOMÍA DE UN ESCÁNDALO
Sarah Vaughan
El marido de Sophie, James, es un padre amoroso, un hombre apuesto, una figura pública carismática y exitosa. Y sin embargo se le acusa de un terrible crimen. Sophie está convencida de su inocencia y está desesperada por proteger a su preciosa familia de las mentiras que amenazan con separarla.
Kate es la abogada encargada de llevar la acusación en el juicio: una profesional experimentada que sabe que solo se puede ganar el caso a través de una buena argumentación. Pero Kate busca la verdad en todo momento. Está segura de que James es culpable y que debe pagar por sus crímenes.
¿Q UIÉN TIENE RAZÓN ACERCA DE J AMES ?
¿S OPHIE O K ATE ?
A pesar de su educación privilegiada, Sophie es consciente de que su hermosa vida no es inviolable. Lo ha sabido desde que ella y James se enamoraron en Oxford, y ha sido testigo de la facilidad con la que el placer puede convertirse en tragedia.
ACERCA DE LA AUTORA
Sarah Vaughan estudió Literatura inglesa en la Universidad de Oxford. En la actualidad es periodista y ha sido reportera y corresponsal de política para The Guardian. A los cuarenta años escribió su primera novela. Vive en Cambridge con su marido y sus dos hijos.
@SVaughanAuthorwww.sarahvaughanauthor.com
ACERCA DE LA OBRA
«Una bomba impactante. Totalmente brillante.»
E VE C HASE
«Impresionante. La novela del año.»
K ATY R EGAN
«Fascinante y conmovedora.»
F RANKIE G RAY , EDITOR DE L A VIUDA
«Una mezcla entre House of Cards y El secreto de Donna Tartt.»
F IONA C UMMINS
«Inteligente e irresistible.»
C LAIRE D OUGLAS
«No podía dejar de leerla.»
C LAIRE F ULLER
Para mi padre, Chris, con amor
«Él necesita hombres culpables. De modo que ha encontrado hombres que son culpables. Aunque quizá no sean culpables de lo que se les acusa.»
H ILARY M ANTEL , Una reina en el estrado
L a peluca está tirada sobre mi escritorio, donde la he arrojado. Una medusa en la arena de la playa. Fuera del tribunal, descuido esa parte crucial de mi guardarropa, y muestro lo contrario de lo que debería mostrarle: respeto. Hecha a mano con crin de caballo, y con un valor de seiscientas libras, quiero que envejezca, que adquiera la gravitas que a veces temo que me falta. Que el nacimiento del pelo amarillee por los años de sudor, y que los rizos espesos color crema se suavicen y se vuelvan algo grisáceos por el polvo. Diecinueve años desde que ingresé en la abogacía, y sin embargo mi peluca todavía es la de una chica nueva y aplicada, no la del típico barrister que la ha heredado de su padre. Esa es la peluca que quiero: deslustrada con la pátina de la tradición, el privilegio y la edad.
Me quito los zapatos, de salón y de charol negro con galón dorado por delante, zapatos de un petimetre de la época de la Regencia, de un Black Rod del Parlamento o de una abogada que se deleita en la tradición, las complicaciones innecesarias, todas estas ridiculeces. Los zapatos caros son importantes. Al hablar con algún colega o con los clientes, con ujieres y policías, todos miramos hacia abajo de vez en cuando para no resultar agresivos. El que me mire los zapatos verá a alguien que comprende esta peculiaridad de la psicología humana, y que se toma a sí misma muy en serio. Verán a una mujer que se viste como si creyera que va a ganar.
Me gusta vestir para la ocasión, ya lo ven. Hacer las cosas como es debido. Las abogadas pueden llevar también una pechera, un trocito de algodón y encaje que actúa como babero y solo va alrededor del cuello, y que cuesta unas treinta libras. O bien pueden vestir como yo: una blusa blanca con un cuello añadido mediante unos cierres a la parte delantera y trasera. Gemelos. Una chaqueta negra de lana, con falda o con pantalones y, dependiendo de su éxito y su experiencia, traje de lana negra, o de lana y seda.
Ahora no llevo nada de eso. He dejado parte de mi disfraz en la sala de togas del Bailey. Fuera las togas. Cuello y gemelos desabrochados; mi pelo rubio, media melena, atado con una coleta para el tribunal, ahora está liberado de su sujeción y un poco revuelto.
Se me ve un poco más femenina, despojada de mi atuendo. Con la peluca y las gafas de montura gruesa, sé que tengo un aspecto asexuado. Ciertamente nada atractivo, aunque quizá destaquen mis pómulos: dos huesos agudos que emergieron cuando tenía veintitantos, y que desde entonces se han endurecido y afilado, como yo, que también me he endurecido y afilado a lo largo de los años.
Con peluca, me siento más yo misma. Más yo. El yo que soy de corazón, no el que presento ante el tribunal, o cualquier encarnación previa de mi personalidad. Esta soy yo: Kate Woodcroft, Queen’s Counsel (QC, es decir, barrister con más de diez años de experiencia), criminalista, miembro del Inner Temple, altamente especializada en el enjuiciamiento de delitos sexuales. Cuarenta y dos años, divorciada, sin hijos. Apoyo la cabeza en las manos un momento, dejo que mi aliento salga con una larga espiración y me dispongo a relajarme durante un minuto. Pero no funciona. No me puedo relajar. Tengo un ligero eczema en la muñeca y me aplico un poco de crema, resistiendo la tentación de rascarme. Rascarme por mi insatisfacción con la vida.
Por el contrario, levanto la vista hacia los altos techos de mi bufete; una serie de despachos en un oasis de calma situado en el mismísimo corazón de Londres. Del siglo XVIII , con cornisas ornamentadas y pan de oro en torno al techo rosa, y con vistas a través de las altas ventanas de guillotina que dan al patio del Inner Temple y a la redonda Iglesia del Temple, del siglo XII .
Este es mi mundo. Arcaico, anacrónico, privilegiado, exclusivo. Todo lo que debería odiar (y normalmente odio). Y sin embargo, lo amo. Lo amo porque todo esto, este conjunto de edificios al borde de la City, encajados justo fuera del Strand y fluyendo hacia el río, la pompa y la jerarquía, el estatus, la historia y la tradición, es algo que en tiempos no sabía que existía e ignoraba que podía aspirar a tenerlo. Todo esto me demuestra lo lejos que he llegado.
Es el motivo por el cual, si no estoy con mis colegas, le doy un chocolate caliente, con sobrecitos extra de azúcar, a la chica que está acurrucada en su saco de dormir en un portal del Strand, y yo me tomo un cappuccino. La mayoría de la gente no se habría fijado nunca en ella. A los vagabundos se les da bien resultar invisibles, o a nosotros se nos da bien convertirlos en tales: apartamos la vista de sus sacos de dormir color caqui, de sus caras grises y su pelo enmarañado, de sus cuerpos envueltos en jerséis enormes y sus perros lobo igual de flacos que ellos, y pasamos a su lado de camino hacia el oropel seductor de Covent Garden o las emociones culturales del South Bank.
Pero si pasas algo de tiempo en un tribunal, verás lo precaria que puede ser la vida. Verás lo rápido que se pone tu mundo patas arriba si tomas una decisión equivocada; si, durante un segundo fatal, te comportas ilícitamente. O bien si eres pobre y quebrantas la ley. Porque los tribunales, como los hospitales, son imanes para las personas que las han pasado moradas desde el principio de la vida, las que eligen a los hombres inadecuados, o los compañeros inadecuados, las que se ven tan enfangadas en la mala suerte que pierden su brújula moral. Los ricos no se ven tan afectados. Fíjense si no en la exención de impuestos, o fraude, como se podría llamar si lo comete alguien sin el beneficio de un contable hábil. La mala suerte, o la falta de perspicacia, no parece perseguir a los ricos tan asiduamente como a los pobres.
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