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Mario Levrero - La Ciudad

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MARIO LEVRERO
LA CIUDAD
TRILOGÍA INVOLUNTARIA 1
Colección Mundos Imaginarios dirigida por Marcial Souto
Diseño de la portada: Jordi Forcada
Ilustración de la portada: © María Cristina Brusca
Primera edición: octubre, 1999
© 1970, 1999 Jorge Mario Varlotta Levrero
© del prólogo: Antonio Muñoz Molina
© 1999, Plaza amp; Janés Editores, S. A.
L541018
Apaños:Jack!2005
A Tola Invernizzi
— Veo allá lejos una ciudad, ¿es a la que te refieres? -Es posible, pero no comprendo cómo puedes avistar allá una ciudad, pues yo sólo veo algo desde que me lo indicaste, y nada más que algunos contornos imprecisos en la niebla.
KAFKA
PRÓLOGO
LA LÓGICA DE UN SUEÑO
No se puede leer La ciudad sin un sentimiento de desasosiego que en muchos pasajes linda con una forma amortiguada pero persistente de exasperación. Y sin embargo, la superficie del relato es de una perfecta neutralidad, de una transparencia expositiva y sintáctica que no se altera en ningún momento, y en la que no hay adornos ni golpes de efecto. La novela se abre con unas palabras de Kafka que aluden a una ciudad hipotética o inasible, y esa cita, más que una intención, lo que marca es una cierta tonalidad. Como en las fábulas de Kafka, en La ciudad apenas hay asideros espaciales o temporales que delimiten la historia, y su narrador, su dudoso protagonista, que no tiene nombre, se mueve por una geografía despojada de ellos, de modo que es una sorpresa, y casi una revelación, que muy cerca del final se aluda a un punto de destino localizable en los mapas: Montevideo.
Tampoco hay casi nombres de personas: descubrimos por azar el de una mujer, Ana, y el de un raro anfitrión y empleado, Giménez, pero incluso esos nombres tienen mucho de genérico, de nombres puramente abstractos que igual podían haberse aplicado a otros, o ser falsos. Desconocemos, como el narrador, los nombres de las personas que se cruzan con él y de los lugares por los que pasa, no porque él no llegue a saberlos, sino porque suelen carecer de ellos. La ciudad, lo que arbitrariamente se llama ciudad, no tiene un letrero que la anuncie en la carretera, y tampoco tiene contornos precisos, y ni siquiera lógica: una inmensa y flamante estación de servicio en un lugar por donde no pasan coches, una serie de edificios más o menos en ruinas. Imaginamos la aldea a la que llega el agrimensor K., pero en ella, al menos, aunque tampoco tiene nombre, hay un castillo que la domina y que la identifica, un punto hacia el cual se orientan las miradas y las voluntades, el imán de un misterio.
Desde la primera línea de este libro singular uno ya está plenamente instalado en el desasosiego: todo lo que se cuenta es vívido y preciso, pero también es abstracto, e intuimos que posee una lógica oculta, pero en apariencia los hechos y los lugares no se organizan en un sentido previsible: la sensación es muy parecida a la que tenemos en algunos sueños, pero los sueños suelen ser inquietos y de algún modo caóticos, de una inconsistencia temblorosa, '01 menos al recordarlos, y en esta historia todo tiene un aire inaceptable de serenidad. Un hombre llega a una casa para instalarse en ella, pero la casa pertenece o ha pertenecido a otros y lleva mucho tiempo cerrada, y el orden de los muebles, como fosilizado por el tiempo, desconcierta al nuevo habitante, que debe pasar en ella la noche, pero no tiene luz eléctrica, ni esperanza de comodidad, porque todo está empapado, todo tan húmedo como el aire de la noche lluviosa, a la que él sale, sin meditarlo mucho, en busca de un almacén donde comprar algunas cosas, un almacén que no sabe o no recuerda dónde está,.y que de cualquier modo no podría encontrar, porque es noche cerrada y hace mucho tiempo que no ha estado por esos caminos, si es que los ha recorrido alguna vez…
Cada libro de verdad valioso nos impone desde el principio un estado de ánimo, una determinada actitud hacia lo que estamos leyendo. Desde el principio de La ciudad el lector se ve sometido a una rara discordia entre la avidez de continuar la lectura y un impulso de interrumpirla y abandonarla, parecido al deseo o a la urgencia de despertar que nos inquietan en el interior de algunos sueños, o a ese principio de crispación nerviosa que contiene algunas veces la mejor música del siglo xx. Queremos saber qué va a ocurrirle a ese hombre perdido, tan perdido como los niños en los bosques de los cuentos, queremos que se seque su ropa, que encuentre su casa, que consiga fumar un cigarrillo, y lo que nos exaspera no es que le cueste tanto culminar sus propósitos, hasta los más nimios, sino que se tome los contratiempos que sufre con una calma o una indiferencia que para nosotros, los lectores, es imposible.
Esa calma inhumana procede de la aplicación de una rigurosa racionalidad a sucesos que no la tienen, y parece a la cara impasible con que Buster Keaton presencia los mayores desastres, los acontecimientos más inesperados. El humorismo de Keaton no es ajeno al de Franz Kafka (que lo tiene, y mucho, a pesar de su leyenda de sombría angustia), y compensa la impávida monotonía del infortunio que aflige a su héroe, su imposibilidad de culminar con éxito cualquier propósito. En Mario Levrero yo intuyo un fondo más denso de amargura: la mujer rozada y casi ofrecida y de pronto inalcanzable, la búsqueda por un laberinto de pasillos y puertas cerradas y escaleras sumergidas en la oscuridad, los campos desolados sin huella de presencia humana, la carretera que no parece que lleve a ninguna parte, el tren con las puertas cerradas. Igual que en Franz Kafka, la ley es oscura, pero la culpa es cierta, y el castigo -el destierro- inevitable.
Por algún motivo, un estilo y una imaginación como los de Mario Levrero son raros en la literatura escrita en español: demasiado austero, demasiado recatado y liso para la retórica instintiva de nuestro idioma. Y sin embargo, a este escritor tan raro y tan solo yo le intuyo parentescos que me son muy queridos: este hombre que llega a una casa invadida por la humedad y se pierde en la carretera a oscuras se parece a aquel otro que viajó a un pueblo llamado Comala en busca de su padre, Pedro Páramo, al que no había visto nunca. Estos paisajes lluviosos, esas oficinas y dependencias minuciosamente) organizadas y gangrenadas a la vez por la inutilidad y el desastre nos habían contagiado ya una melancolía y una exasperación semejantes en otra novela uruguaya, El astillero, de Juan Carlos Onetti. A esa estirpe recóndita de escritores en el español de América pertenece Mario Levrero.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Madrid, junio de 1999
PRIMERA PARTE
1
La casa, al parecer, no había sido habitada ni abiertas sus puertas y ventanas durante muchos años.
El interior estaba en orden, aunque adecuado al gusto y las necesidades de los anteriores habitantes -equivalente, para mí, a un desorden-. Pero, quiero decir, no había objetos tirados en el suelo, y los muebles, en lugares que si bien podrían no ser los indicados para mi comodidad, no estorbaban el paso, ni ocupaban posiciones sin sentido (como suele ocurrir, de encontrar una mesa de luz con la puerta vuelta hacia la pared, o una cómoda colocada de tal modo junto a otro mueble que resulta imposible abrir sus cajones.
Quizá antes de entrar, en el momento de abrir la puerta, noté la humedad; las paredes y el techo goteaban, todas las cosas estaban húmedas, como cubiertas de baba, el piso resbaloso. Y el aire enrarecido, con olor a cerrado y a larga ausencia de seres humanos.
El tiempo no ayudaba; desde hacía unos días no se veía el sol, y caía sin tregua una fina llovizna y, de vez en cuando, un chaparrón muy fuerte. La casa no tenía ningún sistema de calefacción; me iba a ser imposible desalojar la humedad por el momento.
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