©2013 por Mario Escobar Golderos
Publicado en Nashville, Tennessee, Estados Unidos de América. Grupo Nelson, Inc. es una subsidiaria que pertenece completamente a Thomas Nelson, Inc. Grupo Nelson es una marca registrada de Thomas Nelson, Inc. www.gruponelson.com
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Nota de la editorial: Esta novela es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares o episodios son producto de la imaginación del autor y se usan ficticiamente. Todos los personajes son ficticios, cualquier parecido con personas vivas o muertas es pura coincidencia.
Editora en Jefe: Graciela Lelli
Tipografía: Grupo Nivel Uno, Inc.
ISBN: 978-1-60255-891-5
Impreso en Estados Unidos de América
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Para Andrea y Alex,
que están empezando a amar los libros.
Para Elí, mi Musa.
CONTENTS
«Somos un amasijo de temores, esperanzas, codicias, celos y vanidad, todo centrado en nuestro yo y todo bajo condenación de muerte».
C. S. LEWIS
ESCRITOR DE CRÓNICAS DE NARNIA
«No es oro todo lo que reluce, ni todo lo que anda errante está perdido».
J. R. R. TOLKIEN.
«Hay peores cosas que quemar libros, una de ellas es no leerlos».
RAY BRADBURY
UNO DE MIS MOMENTOS PREFERIDOS del Día es cuando subo al abeto más alto que hay en el terreno de mi familia y contemplo la puesta de sol. Mientras la luz desaparece en el horizonte, detrás de los bosques interminables, me pregunto qué habrá más allá de sus copas. La vida en Ione es tan monótona que apenas se distingue un día del siguiente. Siempre se ve a las mismas personas el domingo en la iglesia, en el minúsculo centro comercial o en la plaza del ayuntamiento. Desde niño, uno se convierte en el hijo del panadero Ford o el del tendero Watson, pero después, todo el mundo comienza a conocerte con un mote; el mío es Tes. Mis padres tuvieron la feliz idea de llamarme Teseo; debían de estar pasando una etapa mitológica o algo así. Aunque el otro día escuché cómo llamaban Atreyu a un niño; me temo que, visto lo visto, al final salí ganando.
Tengo que volver a casa. Seguro que mi hermano ya está que-jándose porque llego tarde. A esta hora solemos cenar, justamente cuando se pone el sol. Llevamos casi cuatros años sin luz. Apenas me acuerdo de cómo era cuando todo funcionaba automáticamen-te; ahora la bomba del agua es manual y hay que recogerla del pozo. Tenemos velas de cera de abeja, y para lavar la ropa hay que ir al río. Qué tiempos aquellos en los que cuando yo llegaba en la noche, mi madre había hecho mi plato favorito: macarrones con tomate.
Ahora que pienso en mis padres, me siento triste. Mi padre, John, fue el que me enseñó a subir a los árboles; mi madre, Graciela, era un poco pesada, siempre obsesionada con la limpieza, pero me quería mucho.
Hace cuatro años cambió todo de repente. Todos los adultos murieron por un extraño virus que afectaba a los mayores de dieciocho años. Lo que más me preocupa es que dentro de tres meses cumplo dieciocho años.
AL PENSAR QUE ME QUEDAN tres meses para mi cumpleaños, no puedo evitar imaginar cómo será la vida de mi hermano, Mike, cuando yo desaparezca. Tras la muerte de mis padres en la Gran Peste, él tenía solo seis años. Apenas se acuerda de cómo era la vida antes del año cero. Por un lado, creo que es mejor para él, pero yo extraño muchas cosas. Está mal que lo diga, pero extraño mi Play, la com-putadora, el iPhone, el iPad y llevar el auto. Apenas había empezado a conducir cuando llegó la Gran Peste.
Mi hermano Mike trabaja conmigo en la granja comunitaria. En Ione no hay mucho donde elegir; puedes trabajar en la granja comunitaria, en el mercado, o convertirte en uno de los chicos de Frank. Frank es el jefe de la comunidad; tiene quince años y es el segundo que hemos tenido. El anterior, Stephen, se internó en el bosque cuando cumplió dieciocho años. No permitimos entre nosotros a nadie mayor de dieciocho años, tal vez por miedo a que nos conta-gie el virus o porque no queremos ver morir a nadie.
—Tes, estoy muerto de hambre; tenemos que levantarnos antes de que amanezca y no has hecho la cena —me reprochó mi hermano al verme llegar.
—Tienes dos manos, ¿verdad, Mike? Pues ya sabes cómo funciona la cocina de leña —le contesté.
—No me toca hacer la cena, yo limpio la ropa y traigo el agua —se quejó Mike.
—Yo no digo cómo tienes que hacer tus cosas. Será mejor que te limites a comer y callar —le contesté malhumorado.
No me gustaba discutir con Mike, y menos sabiendo que me quedaba tan poco tiempo. Es horrible saber el día de tu muerte, aunque la realidad es que, tarde o temprano, todos tenemos que irnos.
—¿Te ha pagado Peter? —pregunté a mi hermano.
—Me ha dado media docena de huevos, un saco de trigo y otro de maíz —dijo Mike.
—Con eso no podemos pasar todo el mes —me quejé. Peter, el patrón de la granja, siempre nos daba de menos. Decían que el almacén comunitario no podía quedarse vacío, pero la realidad es que Frank y sus chicos comían hasta hartarse, mientras que el resto pasábamos hambre.
Serví los huevos revueltos y comimos en silencio, casi a oscuras. No podíamos gastar las pocas velas que nos quedaban. Mike levantó la vista del plato y me dijo:
—¿Estás preocupado, Tes?
—No, dentro de poco me reuniré con nuestros padres.
—Todavía me quedan ocho años, ¿qué voy a hacer todo ese tiempo solo?
—No tienes por qué estar solo. Tienes amigos —le dije a Mike.
—¿Amigos? Todos son unos chivatos. En este maldito pueblo no puedes hacer nada de lo que no se entere Frank.
—No maldigas, Mike, y menos en la mesa.
—Qué importa eso ya, Tes. Nadie nos va a decir lo que tenemos que hacer o lo que está bien o mal. Las leyes de Ione son muy simples, tú mismo me las explicaste: la norma es que no hay normas. No hay que ir a la escuela ni acostarse temprano, no hace faltar ir limpio ni comer cosas sanas. La única norma es trabajar para la comunidad y no adentrarse en el bosque.
—Ya lo sé, pero en esta casa seguimos teniendo normas. Te acuerdas que papá y mamá...
—¡Están muertos, Tes! ¿No lo sabes todavía? Nos dejaron solos, y ahora ya no importa lo que nos enseñaron. Un día nos meterás en un lío con tus normas y tu manía de leer libros. Nadie puede leer. Los libros crearon el virus que mató a los adultos y nos llevó al estado en que estamos. Ni libros, ni religiones, ni ideolo-gías; esas son las normas.
Mike suspiró. Yo seguía leyendo a escondidas, y por eso se gastaban las velas; Mike lo sabía, pero nunca me denunciaría. Susi, Mary y Patas Largas también leían a escondidas. Nos auto-denominábamos «los Amigos de Shakespeare», pero eso era un secreto. Nuestro grupo había entrado en el bosque, apenas un poco, para asegurarse de que la carretera seguía en su sitio. El asfalto estaba cuarteado y varios árboles habían invadido el camino, pero aún era transitable para un carro tirado por caba-llos o un auto con gasolina. Únicamente habían pasado siete años.
Nadie sabía nada de lo que pasaba al otro lado. Durante meses se esperó a la Guardia Nacional, algún tipo de rescate, pero nunca llegó. Después nos cansamos de esperar. Cuando la comida se ago-tó de los supermercados y nos comimos las últimas latas, comenzamos a darnos cuenta de que si no cultivábamos nuestros propios alimentos, moriríamos. Creamos una asamblea, la «Asamblea de los Justos», y elegimos al primer jefe. Al principio todas las decisiones se tomaban por votación, pero cuando murió Stephen todo cambió. La Asamblea de los Justos llevaba dos años sin convocarse, y Frank hacía lo que quería sin que a nadie pareciera importarle.