MARIO LEVRERO
AGUAS SALOBRES Y OTROS CUENTOS
Edición especial
para
papyre.co.cc:
Jack!2010
ÍNDICE:
1 — AGUAS SALOBRES
2 — EL BICHO PELUDO
3 — LA CALLE DE LOS MENDIGOS
4 — LA CASA ABANDONADA
5 — CAZA DE CONEJOS
AGUAS SALOBRES
El feto apareció envuelto en trapos sucios y manchados de sangre. El Capitán ordenó que se lo dieran a los chanchos. Varios días después, ante la sorpresa general, vino el Jorobadito con la noticia de que el feto vivía y tenía los ojos abiertos. Herminia, la chancha más feroz, hirsuta y grosera, la menos sospechable de instinto maternal, lo defendió de nosotros con dientes y uñas. De algún modo se las había ingeniado para hacerlo vivir y ahora quería retenerlo. Se lo dejamos, no sin que antes el Jorobadito perdiera la mano derecha. Lo curamos como pudimos, porque allí no había médicos, y él juró vengarse.
Le llevó varios meses, entre su curación y el trabajo práctico, obtener la caja obscura de torturar chanchos. El Capitán lo dejó hacer, a condición de que no se perdiera una gota de sangre: a nosotros nos gustaban mucho las morcillas, y por otra parte estábamos definitivamente hartos de comer pescado. Somos pescadores. Vivíamos de la pesca. Y como en la costa eran todos pescadores como nosotros, no había a quien venderle nuestra mercadería ni fórmulas posibles de intercambio: comíamos pescado… Por eso apreciábamos al Jorobadito, el único entre nosotros con talento para la cría de chanchos y fabricación de embutidos. Y la Gorda se ocupaba de los sembrados.
Se pensó en la Gorda como origen del feto. No había pruebas, pero ella era la única mujer apropiada para disimular un embarazo entre tanta cantidad de grasa. Otros, y especialmente después de la historia de la supervivencia del nonato en manos de la chancha, hablaban de milagros. Pero había puntos dudosos en esta teoría: el milagro provendría del Cristo Atlante de Desdémona, ese cristo sonriente, irritante, con cabeza de pez, y por tanto poco inclinado a milagrear un feto enteramente humano. Si hubiese aparecido una sirena no habríamos tenido dudas.
Yo no presté al principio mayor atención a estos sucesos. Me sentía perturbado y un poco, yo mismo, como una especie de feto mental, y quería nacer. Mi tendencia a la mutación se evidenciaba en un rechazo por lo salado: me asqueaba comer pescado, me asqueaba el gusto del sexo de Desdémona, me asqueaba el agua del mar, que trataba de no tragar cuando nadaba. Pero era verano. Un verano muy cálido. Abundaba el pescado, la necesidad sexual era intensa, y había que meterse en el mar. Yo corporizaba el rechazo a esta vida en la costa vomitando varias veces al día. Y me rompía la cabeza buscando una fórmula para alejarme de allí definitivamente, sin encontrar, en mi indigencia material y afectiva, ninguna solución.
Por esa época apareció también el caballo blanco. Era una bestia llena de salud e inteligencia, que nadie, en mucho tiempo, pudo montar. Era joven. Tenía una mirada simpáticamente maligna; acostumbraba a mirarnos de reojo, como burlándose. No se nos ocurrió, entonces, relacionarlo con el feto, ni se habló de milagros. Yo no sostengo ninguna teoría: simplemente me limito a dar una información subjetivamente completa. No se tenía en cuenta, si bien luego pareció evidente, que la única ocupación de Tulio, el caballo blanco, era verificar día a día el rápido y desmesurado crecimiento del feto, siempre bajo el cuidado de Herminia.
El Jorobadito acumulaba rencor y piecitas misteriosas que integrarían su caja obscura. Aunque sin acercarme a su eficacia y pulcritud en el manejo del chiquero, yo vi peligrosamente acrecentadas mis tareas al tener que sustituirlo en la suya: nunca más quiso saber de chanchos, excepto en aquel día señalado para el sacrificio de la chancha maternal.
Mis otras tareas eran más bien agrícolas. Ayudaba a la Gorda en ciertas manipulaciones en los sembrados, y sobre todo me encargaban de mantener espantados del lugar a los gorriones. Cuando apareció Tulio tuve también que alimentarlo y cepillarlo. Me fastidiaba esa limitación de mi independencia, pero hice buenas migas con el caballo blanco y me gustaba atender sus reclamos. Lo del chiquero, en cambio, rebasó los límites. Hablé seriamente con el Capitán; él me pidió paciencia y se comprometió por su parte a meter en vereda al Jorobadito apenas lo viera recuperado.
Los viernes eran mis días libres de las tareas, pero obligatoriamente destinados a la glorificación del Cristo-Pez. Desdémona, de caderas de yegua, rubia y alta, de larga melena, y a quien nadie le había podido ver los pechos que bajo la ropa aparentaban ser explosivamente exuberantes, Desdémona era la fundadora de una religión. Había ideado una cosmogonía perfecta, y perdía la vida en sus predicaciones: araba en el desierto. Yo era el único adepto fiel, y más bien por razones eróticas. El Capitán, controlado por su mujer, no podía ni sonar en acercarse al templete. Los otros varones eran tan poco deseables que Desdémona no ponía mucho entusiasmo: el Jorobadito, el Tuerto, el viejo Matías. Las mujeres más bien tendían a creer, pero el rito les estaba vedado por razones obvias, aunque tengo mis sospechas de que especialmente con Leonor, de aplastante virilidad, se celebraron secretamente algunas misas.
Creo que mi afición por el dibujo, y un cierto talento desarrollado en ese sentido, se los debo a los pechos ocultos de Desdémona. El afán de concretizar las imaginerías me llevaba a llenar hojas y hojas con las formas posibles. Encontraba más verosímil que otras la de pera, abultada en la base, con unos pezones que no se decidían del todo a apuntar hacia abajo.
En la religión de Desdémona había elementos muy atractivos. Se glorificaba el viernes en honor a Venus, planeta origen de los dioses que aposentaron sus reales en la Atlántida terrestre, hoy desaparecida a causa de una explosión atómica. Los dioses, de forma humana, crearon a los peces; del apareamiento de éstos con ciertos dioses enamorados de su propia obra, nació la raza de las sirenas. Había sirenas al derecho y al revés, es decir, con cola de pez o con piernas de gente. Cuando el Cristo Atlante vino a redimir a esta raza maldita, fue crucificado. Y la raza desapareció, al menos de la vista. Desdémona aseguraba que en sitios ocultos están todavía aguardando algunos de ellos. A las venus que andan por el mundo, antiguas reliquias a las que les falta algún pedazo, la cabeza, los brazos, las piernas, les falta, según Desdémona, porque eran partes de pescado. Y la Iglesia Católica, junto con los Masones y los Judíos, hicieron lo posible por borrar los rastros.
Hubo un rastro que sin embargo no pudieron borrar. Está al alcance de todo el mundo. Un hueso de tiburón -producido mediante mutaciones genéticas de laboratorio, por la raza que quiso dejar su huella- representa a este Cristo-Pez crucificado. En nuestras costas abundan estos huesos, a los cuales los pescadores no dan ninguna importancia. Parece ser que cuando Desdémona, a los doce años, vio uno de ellos por primera vez, coincidiendo con su primer período menstrual, tuvo la revelación divina que la llevó a fabricar su religión sin la menor dificultad y, lo que es más interesante, sin necesidad de ocultar ningún texto. Por otra parte, ella nunca aprendió a leer.
El ícono es un hueso plano que de lejos parece un crucifijo común y corriente, de líneas curvas y elegantes, color marfil. Sobresaliendo de esta base achatada se distingue perfectamente una figura casi humana, de finos y largos brazos crucificados, de piernas también humanas, pero con cabeza de pez. Y sonríe. Sonríe con un aire de triunfo que no tiene en absoluto el Cristo de los católicos.
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