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Rodrigo Rey Rosa - 1986 - Cuentos completos

Aquí puedes leer online Rodrigo Rey Rosa - 1986 - Cuentos completos texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Ciudad: Barcelona, Año: 2014, Editor: Alfaguara, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Nota del autor

Después de leer la colección, y suprimidas algunas piezas que no tenían remedio, no veo otro camino que entregar estas páginas casi intactas a la imprenta, con una nota de resignación. Espero que caigan en manos de algún lector que las inspeccione con el grado de atención que un reo podría pedirle al proverbial magistrado de buena fe que va a examinar su causa. Ojalá este o aquel rasgo sirvan para despertar indulgencia.

Debo a mis amigos que se esforzaron en la lectura de un aprendiz de cuentista hace veinte, treinta años, la supresión de algunos errores, excesos y defectos que no han migrado a este volumen. Sigo siendo ese aprendiz. Espero seguir siéndolo por algún tiempo. Nuevos errores, sin duda, habrá en los nuevos cuentos. He aprendido, entre otras cosas, que los errores son inevitables y tal vez necesarios. En cierta manera, no importan. «Importa el exaltado, y tranquilo, y alegre, trabajo de la imaginación.» La sentencia, que cito de memoria y sin duda deformo, es de Bioy.

Salvo «El monasterio», escrito en Guatemala, y los muy breves «La lluvia y otros niños», «El Hijo y el Padre», «Un prisionero» y «El vidente», escritos en Nueva York, las piezas reunidas en El cuchillo del mendigo las escribí en Tánger. Muchas de éstas son menos cuentos que poemas en prosa y algunas parten de imágenes recibidas en sueños. En ese tiempo la tesis de Borges de que los sueños son la primera creación estética del hombre era el principio fundamental de mi dudosa poética. Las pesadillas que pasaron a la página son residuo de los miedos básicos de un adolescente educado en un país dividido por odios atávicos.

El agua quieta está compuesto de cuentos menos herméticos que a veces buscan una solución a lo fantástico, o, para ser más preciso, a lo portentoso solamente. Fue también en Tánger donde incurrí en la escritura de estos cuentos, en una buhardilla del barrio popular de Emsallah, donde vivía entonces en condiciones sumamente incómodas y cuyo recuerdo, hoy, es placentero.

No sé si Cárcel de árboles deba leerse como un cuento. En cualquier caso, es uno de mis primeros intentos de narración prolongada. Ahora el agente del miedo no es invisible y lo temerosamente fantástico se transmuta en ficción científica, o más bien quirúrgica. El poder organizado es el origen de la clase de terror que lo informa.

«La peor parte» y «Cabaña», publicadas originalmente con la novela corta Lo que soñó Sebastián, fueron escritas en Lívingston y Petexbatún, Guatemala, en 1992. Buena parte de la selva que registran ha sido convertida en tierra arada o en territorio narco.

Las piezas de Ningún lugar sagrado son experimentales. En algunos de estos ejercicios me propuse trazar un paisaje de la ciudad de Nueva York, donde viví varios años. Todo lo que escribimos es, en cierto aspecto, un autorretrato. El efecto no es halagador. La fealdad del sujeto puede quizá perdonarse por la variedad formal del conjunto.

Otro zoo es la colección por la que menos temería ser juzgado como cuentista, si alguien creyera necesario juzgarme. El tema dominante de los cuentos no es, como puede parecerlo, la infancia desprotegida, sino la paternidad desorientada.

Escribí «Entrevista en Ronda» en 1990, durante la primera temporada larga que pasé en París. Si creyera en la telepatía diría que Miquel Barceló me envió por este misterioso medio el encargo de escribirlo; al mismo tiempo que yo redactaba mi entrevista con un torero en su estudio de la calle David d’Angers, él pintaba sus cuadros taurinos en Mallorca, sin saber uno lo que estaba haciendo el otro. El cuento apareció originalmente en compañía de los cuadros del maestro mallorquín en Toros, publicado por Bischofberger en Zúrich en 1991.

«Desventajas de la santidad», escrito también en forma de entrevista, es del mismo año que el anterior. Sirvieron de estímulo remoto para estos cuentos las Interviews imaginaires de Gide y otro libro de entrevistas que leí en París por aquel tiempo, Propos sur l’Art de Édouard Roditi. El cuento de Santa Rosenda la Joven es además un modesto homenaje a Paul Bowles y alude a «Visita inoportuna», cuya protagonista es una santa española más antigua. Apareció en 1992 en un tributo colectivo titulado Paul Bowles visto por sus amigos.

El ambiente y la trama de «1986», escrito en el 2013 por encargo de la revista McSweeney’s para una colección de «literatura criminal latinoamericana», provienen de una serie de entrevistas realizadas para un trabajo cinematográfico emprendido ese mismo año en Izabal, Guatemala. No es poco común que las entrevistas más prometedoras planeadas para trabajos documentales no lleguen a filmarse; tal el caso del desdichado y audaz hondureño del relato, poeta por temperamento y criminal por necesidad, de quien oímos hablar durante la investigación pero a quien no llegamos a conocer. Los detalles circunstanciales son de mi invención. El crimen incendiario que cierra el relato pertenece a la categoría de «hechos reales».

Escrito este año, «Gorevent» se origina en una nota roja, igual que otros cuentos anteriores como «Poco-loco» y «El hijo de Ash». No he examinado —ni me veo haciéndolo— qué clase de impulso me llevó a redactar estos textos, que ahora me resultan en cierta manera repulsivos. No sé si esta última entrega merezca la indulgencia del lector; y tampoco estoy seguro de que la clase de violencia absurda que representa esté justificada en la página por el hecho de haber sido ejercida en la realidad. Lo doy a los editores con hartas reservas.

El cuchillo del mendigo
1985
La entrega

La luz del cuarto estaba encendida. Eran las cuatro y media de una mañana de diciembre. Lo despertó la voz de un viejo amigo de su padre que le gritaba desde fuera: «Llamaron. Dicen que vayas a la plaza de Tecún». Él no respondió, se incorporó en la cama, se pasó la mano por la cara y el pelo, y se volvió a acostar, para quedar inmóvil, la mirada fija en el techo. Luego se descubrió y se levantó con rapidez; estaba vestido. Revisó su billetera y se agachó para sacar un bulto de debajo de la cama: una bolsa de viaje negra. Tanteó su peso y se la echó al hombro. Apagó la luz, salió del cuarto y bajó las escaleras con olor a madera recién encerada. Cruzó una antesala y siguió por un corredor. El hombre que lo había despertado lo aguardaba en el zaguán, con una sonrisa compasiva, pero él pasó a su lado sin hacerle caso y salió por la puerta. «Como un sonámbulo», pensó el otro. En el garaje había un automóvil gris. Metió la bolsa en el baúl, se puso al volante y arrancó.

Las calles estaban desiertas. Se dio cuenta de que había llovido, y de lo familiar que le era el reflejo de los faros y las luces verdes y rojas sobre el asfalto mojado; se dio cuenta de que temblaba de frío. «La plaza de Tecún», se dijo, y sonrió mecánicamente. «¿Por qué me da risa?» En vez de buscar la explicación, hizo un esfuerzo por dejar de pensar; se concentró en el momento presente. Poco después dobló a una avenida muy iluminada; ahora que la recorría él solo, imaginaba un túnel enorme. No sentía angustia; lo que estaba haciendo había sido ordenado por una fuerza indiscutible, una de esas cosas «más importantes que la vida misma».

El trayecto hasta la plaza de Tecún fue de cierta manera placentero; reinaba el silencio, y había logrado mantener en paz sus pensamientos. Era como revivir una noche lejana; se observaba a sí mismo como quien observa un rito, con inocencia, con una especie de temor. Cuando llegó a la plaza se vio impresionado por la silueta de la estatua. Estacionó lentamente y encendió una linterna. Anduvo hasta el pedestal y notó que la lanza y los gigantescos pies de la estatua estaban corroídos por el óxido. En el suelo había una piedra del tamaño de un puño cerrado y, debajo, un papel blanco. Levantó la piedra y tomó el papel. De vuelta en el auto, lo desdobló rápidamente. Leer las palabras ahí escritas fue como pronunciar una fórmula. (El futuro inmediato y el pasado inmediato irrumpieron como agujas en la burbuja artificial del momento presente.) «Conduzca a cincuenta kilómetros por hora. Baje las cuatro ventanillas. Siga la línea roja indicada en el mapa.»

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