BERNHARD ROGGE nació el 4 de noviembre de 1899 en Schleswig, Alemania y murió el 29 de junio de 1982 en Reinbek. Fue un marino alemán que terminó su carrera como contraalmirante de la Armada de la República Federal de Alemania.
Se hizo famoso como comandante del crucero auxiliar «Atlantis» durante la Segunda Guerra Mundial y como comandante del Mando Territorial de Schleswig-Holstein/Hamburgo durante la marejada ciclónica del 17 de febrero de 1962.
A los caídos del Atlantis Emil Bührle, Toni Dettenhofer, Ernst Felchner, Karl Seeger, Horst Gerstenhauer, Bernhard Herrmann, Martin Jester, Willi Kross, Heinz Müller, Johann Schäfer y Otto Vorwergk
EPÍLOGO
Comportamiento de los tripulantes en el Atlantis
Muchas veces me han preguntado cómo pudo ser posible mantener en alta mar tanto tiempo a la tripulación del Atlantis sin que menguara su espíritu de servicio y su moral se quebrantara, sin que se rebelaran contra sus superiores o se hostilizaran entre sí hasta hacerse daño físicamente. Y todo esto aunque desde que nos hicimos a la mar hasta que volvimos a la patria transcurrieron seiscientos cincuenta y cinco días y los mismos hombres se encontraban todo el tiempo con los mismos compañeros en el reducido espacio del barco y tenían que soportarse unos a otros y arreglárselas como mejor podían, viendo a menudo incrementado su número por medio millar de prisioneros de todo color y procedencia.
Me preguntaban cómo fue posible pese a los fríos árticos y antárticos y al calor tropical, pese a que dormían mal en alojamientos sofocantes y pese a la monotonía de sus comidas, a pesar de la carencia de frutas y verduras frescas y a la falta de cualquier contacto con sus familias en el suelo patrio y al duro trabajo cotidiano, siempre con la misma pregunta que les atenazaba el corazón: «¿Cuándo vendrá el enemigo y nos destruirá?». Me preguntaban cómo había sido posible cuando los tripulantes del Atlantis sólo pudieron bajar a tierra dos veces en casi dos años y por pocas horas (en las islas Kerguelen y en el atolón Vana Vana) y pasaron el resto del tiempo en su «cárcel de hierro», como muchos califican a un barco en alta mar.
He publicado el libro sobre el Atlantis porque, no en última instancia, confiaba en poder responder así a esas preguntas. Creo que la mayoría de las respuestas a este «enigma humano» hay que leerlas en y entre las líneas de los capítulos precedentes. No obstante, aún quedan cosas por decir y quiero intentar hacerlo con pocas palabras:
Un crucero auxiliar tiene como tarea inquietar y dañar el mayor tiempo posible al enemigo, acosándolo en lugares siempre nuevos, perjudicando su comercio marítimo y atando sus fuerzas de combate.
«El mayor tiempo posible», ahí está el busilis. Lo decisivo no es el material, el armamento, de ningún modo en un crucero auxiliar, sino la calidad moral de la tripulación, su capacidad de soportar y superar toda suerte de tribulaciones. «El mayor tiempo posible», he aquí el quid de la cuestión. El límite de lo posible coincide aquí con el límite de la capacidad de una tripulación para soportar trabajos duros y superar crisis y desgastes psicológicos.
¿Qué podía hacer la oficialidad para incrementar estas capacidades?
Cada barco, cada tripulación tiene un alma, formada a partir de las incidencias recíprocas de los hombres que la integran. Por eso había que formar, educar, convencer y preparar para sus tareas a todos y cada uno de los miembros de la tripulación. Sólo la toma de conciencia de la necesidad de servir podía conseguir el objetivo: una obediencia voluntaria y alegre. El comportamiento y el carácter de cada individuo era para ello más importante que su inteligencia. Nada impresionaba tanto en este sentido a la tripulación como el aspecto y el porte del comandante. Un buen modelo saca a la luz las tendencias buenas, y uno malo, las malas.
Así pues, era necesario, sobre todo en el crucero auxiliar, cuya tarea más importante consistía en estar en alta mar «el mayor tiempo posible», captar el ser humano que había en el interior de cada miembro de la tripulación. La instrucción y el tratamiento impersonal eran aquí tan poco apropiados como la simple configuración del tiempo libre en función de un objetivo.
«Las condiciones del servicio en un crucero auxiliar —dice una obra oficial de la Marina de Guerra alemana de 1914-1918 — tienen que valorarse de manera muy distinta de las de un barco de guerra —y luego añade—: los muchos días que un crucero auxiliar pasa sin un éxito previsible, el dilatado transcurrir del tiempo y la monotonía constituyen aspectos que deben tomarse seriamente en consideración».
A bordo del Atlantis intenté tomar a pecho estas recomendaciones. Yo mismo me esforzaba cada día por no limitarme a hacer promesas vanas a los hombres que me habían sido confiados, sino por predicar con el ejemplo. Por lo demás, partía del supuesto de que la mitad del éxito dependía ya de las reflexiones y las medidas tomadas antes de la partida.
El punto más importante me parecía la elección de la tripulación: cuerpo de oficiales, suboficiales y marineros.
El cuerpo de oficiales lo seleccioné siguiendo las instrucciones de un general prusiano: «oficiales con carácter, conocimientos profesionales, personalidad, energía, tacto y discreción…».
Los fui encontrando e intenté además que muchos de ellos poseyeran ya cierta experiencia propia en la navegación oceánica. Nos reunimos según una frase que había aprendido en tiempos de paz de un comandante de un crucero extranjero: «No todos pueden ser amigos, pero sí buenos camaradas». Por lo demás, y cuando era necesario, tuve que enfrentarme con valor a la impopularidad, pues también el hombre joven y cargado de energías, que considera superadas todas las disposiciones e instituciones, al que el mundo entero le resulta estrecho, deberá dejarse educar en la caballerosidad, en la modestia, la amabilidad, la disponibilidad a prestar ayuda, el respeto y la consideración para con los demás. También deberá cuidar de que, pese a toda su virilidad, sus fuerzas anímicas no se vean menguadas.
Intenté aplicar a toda la tripulación los mismos principios que puse en práctica para la educación de los oficiales, y al seleccionar a todos y cada uno de los hombres elegir sólo a aquellos que interiormente fueran de verdad marineros y soldados, capaces de entusiasmarse, superar dificultades y sacrificarse. Deberían comprender lo que significaba la verdadera camaradería, poner en segundo plano su propia persona y hacer suyos los principios de la educación que iban a recibir a bordo. Eran medios para conseguir un objetivo, y fueron valorados y aplicados como tales. El punto central siguió siendo siempre el ser humano, y el trabajo empezaba con la aspiración de crear una firme comunidad de marinos que se entregasen en cuerpo y alma a sus futuras tareas y considerasen nuestro barco como una segunda patria. Así pues, se cultivó cuidadosamente la camaradería, que a priori no puede considerarse como algo ya preexistente. El oficial tenía que examinarse y enmendarse continuamente, ser lo más objetivo posible, conocerse a sí mismo y, finalmente, sentirse en primer término como alguien que tenía obligaciones para con los hombres que se le habían confiado. Según las palabras del barón Von Stein en su arenga a unos oficiales prusianos: «Ustedes son oficiales… ¿de dónde proviene esta palabra? del latín officium: deber, obligación. En buen alemán pueden considerarse personas con obligaciones, obligaciones para con su honor, su profesión, su patria. Traten de que no se hable mucho de sus derechos, que saldrán a la luz forzosamente a partir del cumplimiento de sus obligaciones. Por eso, el mayor derecho de ustedes es cumplir con sus deberes».