La prolífica obra novelística de Irving Wallace se ha caracterizado siempre por contener cuatro elementos en común: tema de controversia, investigación profunda y personal, especial esmero en la narrativa y una muy amplia reacción favorable y entusiasta de parte del público lector.
En La Palabra, el autor se aferra más que nunca a esos cuatro cimientos de la estructura de su creación literaria, obteniendo, consecuentemente, uno más en su ya larga lista de colosales éxitos… quizás el mayor de todos hasta la fecha.
Al analizar su obra, se advierte claramente que Wallace tiene una singular intuición para elegir el tema oportuno en el momento oportuno.
Pese a que han transcurrido más de diez años desde que el autor decidió que escribiría este libro, es precisamente ahora cuando su publicación resulta más operante, más pertinente. El tema es de profunda significación humana y de inmenso interés actual. La necesidad de un Cristo redivivo se manifiesta más marcadamente cada día, y en el mundo occidental abundan ya los movimientos -primordialmente juveniles- que aspiran a redescubrir -¿o acaso a descubrir en su justa dimensión?- al verdadero Jesús. Hoy día, más que nunca antes, parece existir un profundo desconcierto en el seno de las Iglesias, lo mismo entre los clérigos que entre los seglares. En proporciones alarmantes, los sacerdotes y ministros dimiten, solicitan su reducción al estado laical… o algunos simplemente desertan, agobiados por la angustia y la confusión. Más y más escasean los hombres y mujeres que sienten la vocación religiosa, la supuestamente genuina llamada divina, y que llegan a cumplirla hasta el fin de sus consecuencias. Las congregaciones afrontan en la actualidad graves crisis provocadas por lo que parece ser una impreparación o una cierta indiferencia eclesiástica hacia los problemas cruciales -filosóficos, psicológicos, morales y sociales- que el hombre contemporáneo se ve impelido a afrontar.
Según algunas investigaciones sociológicas recientes, la actual crisis religiosa radica fundamentalmente en el hecho de que la Iglesia, como institución, a través de sus sacerdotes o ministros, no se halla adecuadamente preparada para guiar espiritualmente a un mundo que exige cambios radicales y esenciales. Existe una especie de falta de conciencia en el Estado eclesiástico, el cual parece rehusarse a llevar a cabo algo que hoy se comprende como urgente: su aportación al cambio. Se piensa que la Iglesia se ha asido a la teología agustiniana; que se ha preservado bajo una formación medieval al estilo de Santo Tomás de Aquino.
Para el hombre contemporáneo, los valores trascendentes no son ya los únicos que significan; están, además -o tal vez primeramente-, los inmediatos, los necesarios para subsistir. No se puede ser auténticamente cristiano si no se es, antes, genuinamente humano. El paternalismo de la Iglesia -al igual que el del Estado y la familia- va perdiendo vigencia.
La Iglesia-entendiéndola en el caso católico como integrada por todos aquellos que han sido bautizados, y no sólo por el Papa, los obispos, los sacerdotes y las monjas-, está en crisis. Más aún, es acomodaticia, puesto que los movimientos eclesiásticos van de abajo hacia arriba; es decir, que son los fieles quienes imponen sus exigencias a la jerarquía y, gradualmente -tal vez con demasiada lentitud-, la fuerzan a modificarse, a cambiar.
Lo que parece ser un hecho incontrovertible es que, en el presente, el cristiano está cada día menos dispuesto a aceptar a un Cristo Policía -un mero guardián de normas que vigila su conducta, para luego premiarlo o castigarlo- y más necesitado de un Cristo humano, un Ser comprensivo, cercano, que ama, vibra, sufre y siente humanamente.
Esto es, en síntesis, lo que propone Wallace a través de La Palabra -significando esa Palabra el profundo compromiso de entrega cristiana-. Y es en las especulaciones acerca de la veracidad o falsedad de estas nociones donde radica la controversia de su tema.
Por otra parte, el espíritu de investigación exhaustiva, de documentación copiosa que singulariza a Wallace, se sublima en esta novela. Es verdad que el tema lo exigía, pero también lo es que pocos autores se habrían entregado a semejante esfuerzo con tal de asegurar la verdadera solidez del fundamento de su trama… con los incontables detalles que la apoyan y enriquecen en el curso de casi todo su relato.
Durante una charla privada que el autor y yo sostuvimos en su casa-estudio de Los Ángeles, California, en junio de 1971 -¡casi un año antes de que apareciera en el mercado norteamericano la versión original de La Palabra -, Wallace me dijo -refiriéndose a ésta, su más reciente novela-: «Me basé mucho, muchísimo en la realidad. ¿Qué puedo decirte? Entrevisté a los especialistas más importantes de todo el mundo. Hablé con expertos de la Academia Francesa, de la Sorbona, con los teólogos más importantes, con obispos de Alemania e Inglaterra, con especialistas del Museo Británico, con arqueólogos, con expertos en la lengua aramea, con los más prestigiados eruditos y estudiosos de Cristo… ¡Oh, lo investigué todo; lo conseguí todo!… Y de todo ese estupendo material que obtuve, de todos los libros que leí (hay una enorme bibliografía acerca del tema) y de todas las inquietudes y dudas comunes, construí, creé mi obra… A mí me encanta y fue muy duro; me costó un esfuerzo gigantesco. Sé que los críticos van a asesinarme… ¡Una nueva Biblia!… Un nuevo libro acerca de la Biblia, que, en cierta forma, la hace más aceptable y que, simultáneamente, la abruma, la sumerge, la hunde. Y no se trata de una revelación escandalosa o amarillista, sino que es un trabajo serio que ofrece una nueva dimensión de nuestro legado; un nuevo ángulo, una nueva perspectiva, con su propia nueva significación… La gente que quiere salvar a la Iglesia (la cual se está yendo por el desagüe) tiene la oportunidad de crear un gran renacimiento, una gran renovación en el mundo… Y luego surge la gran crisis, el clímax de la historia… Pero no puedo decirte cómo termina… Me encanta.»
Según ha declarado Wallace, durante los diez años en que estuvo preparando esta novela, adquirió y leyó 178 obras de literatura bíblica, consultó más de 300 libros adicionales -obras atesoradas en archivos especiales de Europa- y reunió 3.500 recortes de periódicos y revistas. Esto da una idea de la magnitud de su tarea de investigación, sobre todo si se considera que en los últimos cien años se han publicado alrededor de 70.000 biografías de Jesucristo.
En cuanto a la narrativa de Irving Wallace, quienes hayan leído sus novelas anteriores habrán advertido el peculiar énfasis, la muy particular atención que el autor pone en la descripción amplia -amplísima-, en el detalle abundante, constante, fotográfico… lo que algunos encuentran excesivo y que a otros seduce como la virtud mayor del escritor. Más aún, la riqueza del vocabulario de Wallace es tan vasta, su manejo de los sinónimos tan amplio, preciso e informado, su utilización de palabras poco comunes, casi desconocidas -por falta de uso en el coloquio ordinario, habitual- tan frecuente, que ello constituyó uno de los mayores desafíos en la ardua tarea de traducción. No obstante, el novelista me hizo la siguiente confesión: «Lo que más me disgusta de mí mismo es el hecho de que no soy más "estilista"; que no le dedico más tiempo al estilo, a la palabra preciosa. No pulo el diamante que cada palabra contiene… Pero, estoy tan lleno de sentimientos, de ideas, que prefiero sacrificar una palabra bella en aras de un párrafo fuerte, conmovedor, sólido, ¿ves?… Y, sin embargo, reviso mis libros cuatro, cinco, seis veces…, pero, ¿me entiendes?… Ése tal vez sea un defecto en mí…»
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