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Fredric Brown - Los ondulantes

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  • Libro:
    Los ondulantes
  • Autor:
  • Editor:
    Minotauro Argentina
  • Genre:
  • Año:
    1983
  • Ciudad:
    Barcelona
  • Índice:
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Los ondulantes: resumen, descripción y anotación

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Los ondulantes

de Fredric Brown

Definiciones del diccionario abreviado Webster-Hamlin, edición de 1998:

Ondulante: un invasor.

Invasor: inórgano de la clase radio.

Inórgano: ente incorpóreo, invasor.

Radio: 1. clase de inórganos. 2. frecuencia etérea entre la luz y la electricidad. 3. (obsoleto) método de comunicación usado hasta 1957

Las salvas inaugurales de la invasión no fueron estruendosas, pero fueron oídas por millones de personas. George Bailey estaba entre esos millones. Elijo a George Bailey porque fue el único que llegó a tener una vaga intuición de lo que pasaba.

George Bailey estaba borracho, y dadas las circunstancias no se lo podía culpar por ello. Estaba escuchando avisos radiales de la clase más repulsiva. No porque él quisiera escucharlos, desde luego, sino porque su jefe, J.R. McGee de la red MID, le había dicho que los escuchara.

George Bailey escribía avisos para la radio. Lo único que odiaba más que la publicidad era la radio. Y ahora dedicaba su tiempo libre a escuchar irritantes y nauseabundos avisos comerciales en una emisora rival.

—Bailey — había dicho J.R. McGee —, deberías familiarizarte más con lo que hacen otros. Especialmente, deberías estar informado sobre lo que hacen los clientes nuestros que usan varias emisoras. Francamente, te sugiero...

Uno no se opone a las francas sugerencias del jefe si quiere conservar un trabajo de doscientos dólares por semana.

Pero uno puede beber whisky sours mientras escucha. George Baile bebía whisky sours.

Además, entre una tanda comercial y otra, jugaba al gin rummy con Maisie Hetterman, una atractiva dactilógrafa pelirroja del estudio. Era el departamento de Maisie y la radio de Maisie (George, por principios, no tenía radio ni televisor), pero George había traído el licor.

—...sólo los mejores tabacos — decía la radio — entran dit-dit-dit cigarrillo favorito del país...

George miró la radio.

—Marconi — dijo.

Desde luego quería decir Morse, pero como los whisky sours lo habían mareado un poco su primera corazonada se acercó más a la verdad que la de cualquier otro. Era Marconi, en cierto modo, de un modo muy especial.

—¿Marconi? — preguntó Maisie.

George, que odiaba hablar con la radio encendida, se inclinó para apagarla.

—Quise decir Morse — dijo —. Morse, como en los boy scouts o en el cuerpo de señales. En un tiempo fui boy scout.

—Vaya si has cambiado — dijo Maisie.

George suspiró.

—Alguien se creará problemas, transmitiendo en código en esa longitud de onda.

—¿Qué decía?

—¿Decía? Ah, quieres decir qué decía la señal. S..., la letra S. Dit-dit-dit es S. SOS es dit-dit-dit da-da-da dit-dit-dit.

—¿La O es da-da-da?

George sonrió.

—Dilo de nuevo, Maisie. Me gusta: Y creo que tú también eres da-da-da.

—George, quizá sea realmente un SOS. Enciéndela de nuevo.

George la encendió de nuevo. El aviso de cigarrillos aún estaba en el aire.

—...caballeros del gusto más dit-dit-dit ...guido prefieren el gusto superior de los cigarri-dit-dit-dit. En su nuevo paquete, que los conserva dit-dit-dit y ultrafrescos...

—No es un SOS. Son sólo eses.

—Como una tetera, o... Oye, George, quizá sea un truco publicitario.

George meneó la cabeza.

—En ese caso no taparía el nombre del producto. Espera un minuto hasta que...

Extendió la mano y movió la perilla de la radio un poco a la derecha y un poco a la izquierda, y una expresión incrédula le inundó la cara. Movió la perilla hacia el extremo izquierdo, tanto como podía. No había ninguna estación allí, ni siquiera el zumbido de una nota de transmisión, pero la radio decía dit-dit-dit, dit-dit-dit.

Movió la perilla hacia el extremo derecho. Dit-dit-dit.

George apagó la radio y miró a Maisie sin verla, lo cual no era fácil.

—¿Algo malo, George?

—Espero que sí — dijo George Bailey —. Por cierto espero que sí.

Pensó en tomar otra copa y cambió de idea. Tuvo la repentina corazonada de que algo importante estaba ocurriendo y quería estar sobrio para evaluar las cosas.

No tenía la menor idea de cuán importante era.

—George, ¿qué quieres decir?

—No sé qué quiero decir. Maisie, demos un paseo hasta el estudio, ¿eh? Creo que habrá cosas interesantes.

5 de abril de 1957; ésa fue la noche en que llegaron los ondulantes.

Había empezado como una noche más. Ya no lo era..

George y Maisie esperaron un taxi, pero como no venía ninguno tomaron el subterráneo. Ah sí, los subterráneos aún funcionaban en esos días. Los dejó a una cuadra del edificio de la emisora.

El edificio era un manicomio. George, sonriendo, atravesó el lobby llevando a Maisie del brazo, tomó el ascensor hasta el quinto piso y sin ninguna razón dio un dólar al ascensorista. Nunca en su vida había dado propina a un ascensorista.

El joven le dio las gracias.

—Le conviene no acercarse a los gerentes, señor Bailey — dijo —. Le arrancarán las orejas a dentelladas a cualquiera que tan sólo se atreva a mirarlos.

—Maravilloso — dijo George.

Desde el ascensor fue directamente hacia la oficina del propio J.R. McGee.

Se oían voces estridentes detrás de la puerta de vidrio. George estiró la mano hacia el picaporte y Maisie trató de detenerlo.

—Pero George — susurró —, ¡te despedirá!

—Hay momentos para todo — dijo George —. Aléjate de la puerta, primor.

Apartó a Maisie con suavidad pero también con firmeza.

—Pero George, ¿qué te propones...?

—Observa — dijo él.

Entreabrió la puerta y las voces frenéticas cesaron. Al asomar la cabeza todos los ojos se volvieron hacia él.

—Dit-dit-dit — dijo —. Dit-dit-dit.

Se echó hacia atrás y hacia un costado justo a tiempo para escapar del vidrio astillado por el pisapapeles y el tintero que atravesaron el panel de la puerta.

Aferró a Maisie y corrió hacia las escaleras.

—Ahora beberemos una copa, — le dijo.

Había una multitud en el bar de enfrente, pero era una multitud extrañamente silenciosa. Por respeto al hecho de que la mayoría de los clientes eran gente de la radio ese bar no tenía televisor sino un gran gabinete de radio, y casi todos estaban agolpados alrededor.

—Dit — decía la radio —. Dit-dad-da-di-daditda-dit...

—¿No es hermoso? — le susurró George a Maisie.

Alguien movió la perilla. Alguien preguntó qué banda era ésa y alguien dijo: «La policial.» Alguien dijo «Busca la onda corta», y alguien la buscó. «Esto debería ser Buenos Aires», dijo alguien. «Ditd-da-dit», dijo la radio.

Alguien se pasó los dedos por el pelo y dijo: «Apaguen esa maldita cosa.» Alguien la apagó y alguien la encendió de nuevo.

George sonrió y se dirigió hacia un reservado donde había visto a Pete Mulvaney sentado a solas con una botella delante. George y Maisie se sentaron frente a Pete.

—Hola — dijo George, muy serio.

—Demonios — dijo Pete, que era jefe del personal de investigación técnica de la radio.

—Una bella noche, Mulvaney — dijo George — ¿Viste la luna remontando las algodonosas nubes cual un áureo galeón arrojado sobre olas de plateada cresta en un huracanado...

—Cállate — dijo Pete —. Estoy pensando.

—Whisky sours — le dijo George al mozo. Se volvió hacia Pete —. Piensa en voz alta, para que oigamos todos. Pero antes, ¿cómo escapaste del manicomio de enfrente?

—Me patearon, me echaron, me despidieron.

—Choca esos cinco. Y luego explícate. ¿Les dijiste dit-dit-dit?

Pete lo miró con repentina admiración.

—¿Eso hiciste?

—Tengo una testigo. ¿Qué hiciste tú?

—Les dije lo que pensaba que era y creen que estoy loco.

—¿Lo estás?

—Sí.

—Bien — dijo George —. Entonces queremos oírlo... — Chasqueó los dedos. — ¿Qué pasa con la televisión?

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