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Nick Brown - El estandarte imperial

Aquí puedes leer online Nick Brown - El estandarte imperial texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2015, Editor: Pàmies, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Nick Brown El estandarte imperial

El estandarte imperial: resumen, descripción y anotación

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Traducción de Aurora Echevarría Pàmies Título original The Imperial Banner - photo 1
Traducción de Aurora Echevarría Pàmies Título original The Imperial Banner - photo 2

Traducción de Aurora Echevarría

Pàmies

Título original: The Imperial Banner

Primera edición: septiembre de 2015

Copyright © 2 012 by Nick Brown

© de la traducción: Aurora Echevarría Pérez, 2015

© de esta edición: 2015, Ediciones Pàmies, S.L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

editor@edicionespamies.com

ISBN: 978-84-16331-39-0

Ilustración de cubierta y rótulos: Calderón Studio

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice de contenido

Para Anne

DINERO Cuatro sestercios moneda acuñada en bronce equivalían a un denario - photo 3

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DINERO Cuatro sestercios moneda acuñada en bronce equivalían a un denario - photo 5

DINERO

Cuatro sestercios (moneda acuñada en bronce) equivalían a un denario.

Veinticinco denarios (moneda acuñada parcialmente en plata) equivalían a un áureo (moneda acuñada parcialmente en oro).

HORAS DEL DÍA

Los romanos dividían el día y la noche en períodos de doce horas cada uno, de modo que la duración de una hora variaba según la época del año.

En otoño, la hora primera del día en Siria habría correspondido aproximadamente a las 06.15.

La hora séptima del día siempre empezaba al mediodía.

La hora primera de la noche habría sido a aproximadamente las 18.45.

Colonia Julia Pietas, abril de 271 d. C.

Indavara estaba listo cuando fueron a buscarlo. Acababa de concluir sus últimos ejercicios, y se notaba los músculos flexibles y la mente despierta. Tenía que estar preparado; no habría mucho tiempo una vez que lo llevaran arriba.

Oyó el chasquido de un candado y la puerta se abrió hacia él, y vio aparecer a Capito con toda su redondez. Sobre su enorme cabeza ovalada lucía una ridícula peluca negra. Detrás de él su ramera más reciente ―una belleza rolliza― miraba con curiosidad, jugueteando con un collar. Capito guiñó el ojo a Indavara y esperó a que entraran los guardias en la celda. Estos, inclinando la cabeza y bajando sus porras de madera nudosa, se apostaron a los lados de la puerta. El de más edad, Bonoso, era cuñado de Capito así como el jefe de su guardia personal. Indavara reparó, no por primera vez, en las motas de sangre seca que había en el extremo de la porra. Capito tuvo que ponerse de lado para introducirse en la celda.

―¿Preparado, muchacho?

A Indavara le llegó su perfume. Guardó silencio.

―¿No te dije que sería fiel a mi palabra? Te prometí que en veinte combates estarías fuera. Y lo has hecho tú solo. Me siento orgulloso de ti, Indavara. ¿Me crees? ―Sabiendo que no habría respuesta, prosiguió―: Echaré de menos nuestras pequeñas charlas, aunque hayan sido en una sola dirección. ¿Sabes? Pase lo que pase hoy, es muy probable que no volvamos a vernos.

Indavara lo miraba fijamente con el rostro carente de expresión.

―Supongo que te gustaría matarme ―añadió Capito antes de volverse con expresión interrogante hacia Bonoso―. A él también, seguro.

Indavara se cuidó de no exteriorizar ninguna reacción.

―Esos ojos tuyos, llenos de cólera fría… Son la encarnación del mismísimo Marte. ―De forma teatral Capito se llevó una mano a la oreja―. ¿Los oyes, Indavara? Te esperan. Han venido a millares. Esta vez te tengo preparado algo especial. Realmente especial. ¡Vamos!

Indavara echó una última mirada a la celda, su hogar durante los seis últimos años. Aunque aborrecía ese lugar, sabía que lo echaría de menos. Junto al camastro desvencijado con su escuálido colchón de paja estaban los escasos objetos que podía considerar suyos: un cuenco de madera, una cuchara, una palangana, una túnica de repuesto y dos mantas. Lo único que faltaba era la estatuilla de mármol de la diosa Fortuna que le había lanzado una mujer tras su décimo combate. Él se la había colocado dentro del cinturón y desde entonces la había llevado allí en todos los asaltos. Creía que le había dado buena suerte.

Bonoso, Capito y la joven desaparecieron por una escalera de piedra húmeda. Dos guardias más se unieron al que iba detrás de Indavara mientras este cruzaba a grandes zancadas el pabellón. No prestó atención a los gritos y cantos que llegaban de arriba, pero agradeció las palabras de aliento que sus compañeros combatientes le susurraban de pie junto a las puertas de sus celdas, con el rostro apretado contra los barrotes.

Saludó a cada uno con la cabeza, pero estaba más interesado en ver a quién más habían llevado arriba. Ese mismo mes Capito había comprado cuatro gladiadores de las provincias del norte, e Indavara escudriñó el rostro de los tres que permanecían en sus celdas. Se le revolvió el estómago al percatarse de que estaban todos menos Aucto, una enorme bestia que combatía con la clásica combinación de tridente y red. Su reputación había precedido varias semanas su llegada a Julia Pietas, y se rumoreaba que había salido victorioso de más de treinta combates. Indavara agradeció la única merced que parecía haberle concedido Capito: no tendría que luchar con un hombre al que conociera.

Uno de los guardias se le adelantó y subió la empinada escalera que conducía a la puerta del sur. Mientras lo seguía, Indavara recordó todo cuanto había averiguado acerca de Aucto a través de sus compañeros gladiadores, los cinco consejos que había memorizado: Paciente. Es rápido de pies. Usa la red sobre todo para distraer. Nunca la arroja. Con el tridente va derecho a la cabeza.

Los cuatro hombres salieron a un amplio túnel cuadrado situado unos cinco metros detrás de la gran puerta de hierro. Allí montaban guardia dos legionarios de expresión adusta, armados con largas lanzas.

Indavara flexionó los brazos y se dio unas palmadas en el pecho. Entre los legionarios divisó una figura inconfundible que aguardaba de pie bajo el sol de primavera. El centurión Maesa era de los pocos hombres con porte y autoridad suficientes para dirigirse a la multitud. Últimamente actuaba como anfitrión y árbitro. Su voz sonora y retumbante tenía un claro tinte marcial.

―¡Silencio! ―Maesa giró sobre las puntas de los pies para volverse hacia la arena―. ¡Silencio he dicho!

Capito se acomodó sobre un cojín con un brazo alrededor de la amplia cintura de su joven acompañante. Su asiento se hallaba justo encima del podio, donde un grupo de celebridades rodeaba al gobernador y sus subordinados.

La arena de Julia Pietas empezó siendo una construcción de madera tres siglos atrás, pero sus actuales muros de piedra caliza lo habían convertido en uno de los anfiteatros más grandes fuera de Roma. A pesar de los ciento veinte metros de largo y los noventa de ancho, su tamaño era apenas la mitad del del Coliseo. Se entraba por cuatro puertas principales y once túneles, y daba cabida a veinte mil espectadores.

Capito sonrió complacido al contemplar a la multitud. No se veía casi ningún asiento libre, y alrededor de él había una ecléctica mezcla de espectadores: jóvenes todavía resacosos de las fiestas previas al combate, burócratas de la ciudad que se relajaban tras una larga mañana de trabajo, mercaderes acaudalados acompañados de su familia y amigos y un séquito de parásitos. Por último estaban las clases más bajas, los que habían recibido las entradas gratuitamente y disfrutaban de unas inusitadas horas de ocio por cortesía del gobernador.

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