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Fredric Jameson - Teoría de la postmodernidad

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Fredric Jameson Teoría de la postmodernidad
  • Libro:
    Teoría de la postmodernidad
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1991
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Teoría de la postmodernidad: resumen, descripción y anotación

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IV. P OLÍTICA

Así pues, regresamos finalmente a la cuestión de la totalidad (que, se supone, ya hemos aprendido a distinguir de la «totalización» como operación). Este tema me dará también el placer personal de mostrar que el análisis de la postmodernidad no es ajeno a mi trabajo anterior, sino consecuencia lógica de él. De nuevo, quiero probar esto en términos de la idea de «modo de producción», a la que pretende contribuir mi análisis de la postmodernidad. Pero quisiera observar primero que mi propia versión tomó forma en una coyuntura relativamente complicada (aunque quizás no lo haya dicho muy a menudo, le debe mucho a Baudrillard, así como a los téoricos con quienes él mismo está en deuda: Marcuse, McLuhan, Henri Lefébvre, los situacionistas, Sahlins, etc., etc.). No fue sólo la experiencia de nuevos tipos de producción artística (sobre todo en el ámbito de la arquitectura) lo que me despertó de los canónicos «sueños dogmáticos»: como señalaré más adelante, según el uso que yo le doy, «postmodernidad» no es un término exclusivamente estético o estilístico. La coyuntura también ofrecía una oportunidad para resolver un malestar añejo frente a los tradicionales esquemas económicos de la tradición marxista. Esta inquietud la sentíamos algunos no respecto al ámbito de la clase social, cuya «desaparición» sólo podían tomar en serio los auténticos «intelectuales independientes», sino ante los media, cuya impactante onda expansiva en Europa occidental permitía al observador tomar una pequeña distancia crítica y perceptual respecto a la mediatización paulatina y aparentemente natural de la sociedad norteamericana en los años sesenta. Las ideas de Lenin sobre el imperialismo no se podían extender a los media; y poco a poco iba pareciendo posible recibir su lección de otro modo. Y es que Lenin dio el ejemplo de identificar una nueva fase del capitalismo que no había sido prevista explícitamente por Marx: la llamada fase del monopolio, o el momento del imperialismo clásico. Esto podía llevarnos a pensar o bien que la nueva mutación había sido nombrada y formulada de una vez por todas, o que estaríamos autorizados a inventar otra más en ciertas circunstancias. Pero los marxistas fueron muy reacios a extraer esta segunda conclusión antitética porque, mientras tanto, los nuevos, fenómenos mediáticos e informacionales habían sido colonizados (en nuestra ausencia) por la Derecha, en una serie de influyentes estudios donde la primera noción tentativa de la Guerra Fría acerca de un «final de la ideología» daba a luz, por fin, al concepto pleno de una «sociedad postindustrial». El libro de Mandel Late Capitalism cambió todo esto, y por vez primera teorizó una tercera fase del capitalismo desde una perspectiva marxiana utilizable. Fue eso lo que posibilitó mis propias reflexiones sobre la «postmodernidad», que por tanto han de entenderse como un intento de teorizar la lógica específica de la producción cultural de esa tercera fase, y no como otra incorpórea crítica cultural ni como un diagnóstico más del espíritu de la época.

A nadie le ha pasado inadvertido que mi aproximación a la postmodernidad es «totalizadora». Por eso, la pregunta interesante no es por qué adopto esta perspectiva, sino por qué tanta gente se escandaliza (o ha aprendido a escandalizarse) con ella. En los viejos tiempos, la abstracción era una de las vías estratégicas para distanciar y desfamiliarizar los fenómenos, sobre todo los históricos. Cuando se está inmerso en lo inmediato (la experiencia, año tras año, de los mensajes culturales e informacionales, de los acontecimientos sucesivos, de las prioridades urgentes), la distancia abrupta que permite un concepto abstracto —una descripción global de las secretas afinidades de dominios aparentemente autónomos e inconexos, y de los ritmos y secuencias ocultos de las cosas que solemos recordar sólo aisladamente y por separado— es un recurso único, sobre todo porque la historia de los años recientes nos es siempre lo menos accesible. De este modo, la reconstrucción histórica, el planteamiento de las descripciones e hipótesis globales, la abstracción a partir de la «caótica y ruidosa confusión» de la inmediatez, fue siempre una intervención radical en el aquí-y-ahora y una promesa de resistencia ante sus ciegas fatalidades.

Pero hay que reconocer el problema de la representación, aunque sólo sea para separarlo de los otros motivos que intervienen en la «guerra contra la totalidad». Si la abstracción histórica —las ideas de modo de producción, capitalismo, o postmodernidad— es algo que no se da en la experiencia inmediata, entonces cabe preocuparse por la confusión potencial entre este concepto y la cosa misma, y por la posibilidad de tomar su «representación» abstracta por la realidad, de «creer» en la existencia sustantiva de entidades abstractas como la Sociedad o la Clase. No importa que preocuparse por los errores ajenos suela significar preocuparse por los errores de otros intelectuales. A la larga, probablemente no se pueda caracterizar una representación como representación tan bien como para anticipar siempre esas ilusiones ópticas, de la misma manera que es imposible garantizar la resistencia de un pensamiento materialista a las recuperaciones idealistas, o protegerse contra la lectura de una formulación deconstructiva en términos metafísicos. La revolución permanente en la vida y la cultura intelectuales significa, a la vez, esa imposibilidad y la necesidad de reinventar constantemente precauciones contra algo que en mi tradición se llama «reificación conceptual». Las extraordinarias fortunas del concepto de postmodernidad son sin duda un ejemplo que viene aquí al caso, pensado para infundirnos recelos a quienes somos responsables de él. Pero lo que se necesita no es trazar una línea, decir basta y confesar el exceso («mareado por el éxito», como reza la célebre frase de Stalin), sino más bien renovar el propio análisis histórico y reconsiderar y diagnosticar infatigablemente la funcionalidad política e ideológica del concepto —el papel que, de pronto, ha llegado a desempeñar en las soluciones imaginarias que damos a nuestras contradicciones reales.

Sin embargo, la motivación más profunda de la «guerra contra la totalidad» reside en otro lugar, en un temor a la Utopía que resulta no ser otro que nuestro viejo amigo 1984, de tal modo que una política utópica y revolucionaria, correctamente asociada con la totalización y con un cierto «concepto» de totalidad, se debe evitar porque aboca fatalmente en el Terror: como poco, esta idea se remonta a Edmund Burke, pero las atrocidades de Camboya la resucitaron (después de que la época de Stalin la hubiese reafirmado en incontables ocasiones). Ideológicamente, este revival de la retórica y de los estereotipos de la Guerra Fría, propiciado por la desmarxificación de Francia de los años setenta, apuntaba a una extraña identificación de los gulags de Stalin y los campos de exterminio de Hitler (pero véase el notable Why Did the Heavens not Darken? de Arno Mayer para una definitiva demostración de la relación constitutiva entre la «solución final» y el anticomunismo de Hitler); lo que puedan tener de «postmoderno» estas vetustas imágenes de pesadilla, excepto la despolitización a que nos invitan, está menos claro. También se puede apelar a la historia de las convulsiones revolucionarias en cuestión para extraer una lección muy distinta; a saber, que la violencia brota ante todo de la contrarrevolución, que la forma más eficaz de contrarrevolución reside precisamente en esta transmisión de la violencia al propio proceso revolucionario. Dudo de que el actual estado de alianza o micropolítica de los países avanzados apoye tales ansiedades y fantasías; para mí no constituyen fundamentos para retirar el apoyo y la solidaridad a una potencial revolución en Sudáfrica, por ejemplo. Por último, el sentimiento general de que el impulso generalizador, utópico o totalizador, está cargado de prejuicios y condenado a derramar sangre por la estructura misma de sus pensamientos, es idealista, por no decir que es una repetición de las doctrinas del pecado original en su peor sentido religioso.

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