Dado que Inmortal es una obra de fantasía, no creo que los lectores lleguen a ella esperando autenticidad histórica, pero sí debo señalar una libertad que me he tomado con la historia. Aunque no existe ninguna población llamada Saint Andrew en el estado de Maine, si el lector intenta localizar la situación de la aldea de ficción basándose en las pistas que se dan en el texto, verá que, de haber existido, habría estado más o menos donde ahora se alza el pueblo de Allagash. Para ser fieles a la verdad, esta zona concreta de Maine no se colonizó hasta después de 1860. Sin embargo, el poblado acadiano de Madawaska, situado no muy lejos, se colonizó en 1785, por lo que no me parece disparatado hacer que Charles Saint Andrew fundara su colonia aproximadamente en esa época.
Hace un frío que pela. El aliento de Luke Findley flota en el aire, casi como un objeto sólido con forma de avispero congelado, despojado de todo su oxígeno. Sus manos se apoyan pesadas en el volante; está atontado, se ha despertado justo a tiempo para ir en coche al hospital para el turno de noche. A ambos lados de la carretera, los campos cubiertos de nieve son fantasmales extensiones azules a la luz de la luna, del azul de los labios que están a punto de entumecerse por la hipotermia. La nieve está tan alta que cubre todo rastro de los tallos de matas y zarzas que normalmente asfixian los campos, y da al terreno un aspecto engañosamente tranquilo. A menudo, Luke se pregunta por qué sus vecinos siguen viviendo en la región más al norte de Maine. Es un sitio solitario y gélido, una tierra difícil de cultivar. El invierno reina durante la mitad del año, la nieve se amontona en los alféizares y un frío cortante azota los campos de patatas desiertos.
De vez en cuando, alguien se congela, y como Luke es uno de los pocos médicos de la zona, ha visto a unos cuantos. Un borracho (y no escasean en Saint Andrew) se queda dormido apoyado en un banco de nieve y por la mañana se ha convertido en un polo humano. Un chico que patina en el río Allagash cae por un punto débil del hielo. A veces, el cuerpo se encuentra a mitad de camino de Canadá, en la confluencia del Allagash con el Saint John. Un cazador queda cegado por la nieve y no puede encontrar el camino de salida de los grandes bosques del norte: su cuerpo aparece sentado, con la espalda reclinada en un tronco y la escopeta apoyada inútilmente en su regazo.
«Esto no ha sido un accidente», le dijo disgustado el sheriff Joe Duchesne a Luke cuando llevaron el cuerpo del cazador al hospital. «El viejo Ollie Ostergaard quería morir. Esta ha sido su manera de suicidarse.» Pero Luke sospecha que si eso fuera verdad, Ostergaard se habría pegado un tiro en la cabeza. La hipotermia es una manera lenta de morir, y tienes tiempo de sobra para pensártelo mejor.
Luke estaciona con cuidado su camioneta en una plaza de aparcamiento libre en el Hospital del Condado de Aroostook, apaga el motor y se promete una vez más que se largará de Saint Andrew. Solo tiene que vender la granja de sus padres y después se marchará, aunque no sabe muy bien adónde. Luke suspira por costumbre, saca las llaves del contacto y se dirige a la entrada de la sala de urgencias.
– Luke -dice la enfermera de guardia, saludándolo con la cabeza. Luke entra quitándose los guantes. Cuelga su parka en la diminuta sala de los médicos y vuelve a la zona de recepción.
– Ha llamado Joe -le informa Judy-. Trae a un alborotador al que quiere que le eches un vistazo. Llegará en cualquier momento.
– ¿Un camionero?
Cuando hay problemas, siempre suele estar implicado uno de los conductores de las empresas madereras. Tienen fama de emborracharse y montar peleas en el Blue Moon.
– No. -Judy está absorta en algo que está haciendo en el ordenador. La luz del monitor destella en sus gafas bifocales.
Luke carraspea para llamar su atención.
– Entonces ¿quién es? ¿Alguien del pueblo?
Luke está harto de enmendar a sus vecinos. Parece que ese pueblo tan duro solo pueden aguantarlo los camorristas, los borrachos y los inadaptados.
Judy aparta la vista del monitor, apoyando un puño en la cadera.
– No. Una mujer. Y no es de por aquí.
Eso es poco corriente. Es raro que la policía lleve mujeres, a menos que sean la víctima. De vez en cuando, llevan a un ama de casa del pueblo que se ha peleado con su marido. O en verano a alguna turista que se descontrola en el Blue Moon. Pero en esa época del año no quedan turistas por ninguna parte.
Esa noche toca algo diferente. Luke coge un gráfico.
– Vale. ¿Qué más tenemos?
Casi no escucha mientras Judy le detalla la actividad del turno anterior. Ha sido una tarde bastante ajetreada, pero a las diez de la noche hay tranquilidad. Luke vuelve a la sala a esperar al sheriff. No soportaría otra puesta al día sobre la inminente boda de la hija de Judy, una interminable disertación sobre el precio de los trajes de novia, el catering, los floristas… «Dile que se fugue», le contestó una vez Luke a Judy, y ella lo miró como si acabara de confesar que era miembro de una organización terrorista. «La boda de una chica es el día más importante de su vida -replicó Judy en tono de mofa-. Tú no tienes ni una pizca de romanticismo. No me extraña que Tricia se divorciara de ti.» Ha dejado de responder «Trida no se divorció de mí, yo me divorcié de ella», porque ya nadie le hace caso.
Luke se sienta en el destartalado sofá de la sala y procura distraerse con un sudoku. Pero está pensando en el trayecto al hospital de esa noche, en las casas ante las que ha pasado por las carreteras solitarias, luces aisladas brillando en la oscuridad. ¿Qué hace la gente metida en sus casas durante tantas horas las tardes de invierno? Como médico del pueblo, no hay secretos para Luke. Conoce todos los vicios: quién pega a su mujer; a quién se le va la mano con los niños; quién bebe y acaba empotrando su camioneta en un banco de nieve; quién sufre depresiones crónicas a causa de otro mal año de cosechas y la falta de perspectivas. Los bosques de Saint Andrew son espesos y están repletos de oscuros secretos. Eso le recuerda a Luke por qué quiere marcharse de ese pueblo: está harto de conocer sus secretos y de que los demás conozcan los suyos.
Y además está lo otro, en lo que piensa últimamente cada vez que entra en el hospital. No hace tanto tiempo que falleció su madre y recuerda con nitidez la noche en que la trasladaron a la unidad llamada de manera eufemística «el albergue», las habitaciones para pacientes cuyo final está demasiado próximo para que merezca la pena ingresarlos en el centro de rehabilitación de Fort Kent. Sus funciones cardíacas habían descendido a menos del diez por ciento y tenía que esforzarse cada vez que respiraba, incluso con una mascarilla de oxígeno. Luke estuvo sentado a su lado aquella noche, solo, porque era tarde y las demás visitas se habían ido a casa. Cuando su madre sufrió la última parada cardíaca, él la tenía cogida de la mano. Para entonces, ella estaba agotada y solo se agitó un poco; después la mano se relajó y ella se marchó tan en silencio como la puesta del sol que deja paso al anochecer. La alarma del monitor se activó casi al mismo tiempo que la enfermera de guardia entraba corriendo, pero Luke apagó el interruptor y le hizo a la enfermera un gesto de que se marchara, sin pensárselo. Cogió el estetoscopio que llevaba colgado del cuello y comprobó el pulso y la respiración. Estaba muerta.
La enfermera de guardia le preguntó si quería estar un rato a solas y él dijo que sí. Había pasado la mayor parte de la semana en cuidados intensivos con su madre, y le parecía inconcebible marcharse sin más precisamente en aquel instante. Así que se quedó sentado junto a la cama, mirando al vacío, desde luego no al cadáver, e intentando pensar qué tenía que hacer a continuación. Llamar a los familiares; todos eran granjeros que vivían en el sur del condado… Llamar al padre Lymon, de la iglesia católica a la que Luke se resistía a asistir… Elegir un ataúd… Demasiados detalles reclamaban su atención. Sabía lo que había que hacer porque había pasado por todo aquello solo siete meses antes, cuando murió su padre, pero solo pensar en pasar otra vez por lo mismo resultaba agotador. Era en ocasiones como aquella cuando más echaba de menos a su ex mujer. Tricia, que era enfermera, había sido una buena ayuda en los momentos difíciles. No era de las que perdían la cabeza, era práctica incluso ante el dolor.
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