Andrzej Sapkowski
La Dama del Lago
7º Geralt de Rivia volumen i y ii
El lago estaba encantado. No había duda alguna.
En primer lugar, se hallaba situado junto a la garganta del valle maldito de Cwm Pwcca, el valle misterioso, cubierto por eterna niebla, famoso por sus prodigios y apariciones mágicas.
En segundo, bastaba con mirar.
La superficie del agua era de un azul profundo, exquisito y tranquilo cual verdadero zafiro pulido. Era lisa como un espejo, hasta tal punto que las cumbres de las montañas de Y Wyddfa, que se miraban en él, ofrecían un aspecto más hermoso en forma de reflejo que en la propia realidad. Un viento frío y vivificante soplaba desde el lago y nada perturbaba la digna calma, ni siquiera el chapuzón de un pez o el graznido de un ave acuática.
El caballero se estremeció de la impresión. Pero en vez de continuar cabalgando por la cima de la colina, dirigió al caballo hacia abajo, hacia el lago. Tal y como si fuera atraído por la fuerza magnética de un hechizo que dormitara allá, abajo, en el fondo, en lo profundo de las aguas. El caballo posaba los cascos tímidamente entre las quebradas rocas, mostrando con un ronquido apagado que él también percibía el aura mágica. Cuando llegó al fondo, a la playa, el caballero desmontó. Llevando al rocín de las riendas, se acercó al borde del agua, donde una débil ola jugueteaba con los cantos rodados.
Se arrodilló, la cota de malla rechinó. Espantando a unos alevines, unos pececillos pequeños y vivaces como agujas, tomó agua en el hueco de las manos. Bebió con cuidado y despacio, el agua fría como el hielo le entumecía la lengua y los labios, le pinchaba los dientes.
Cuando volvió a agacharse para recoger agua le alcanzó un sonido que viajaba por sobre la superficie del lago. Alzó la cabeza. El caballo relinchó, como confirmando que él también lo había percibido.
Aguzó el oído. No, no era una ilusión. Había escuchado un canto. Cantaba una mujer. O más bien, una muchacha.
El caballero, como todos los caballeros, había crecido con las canciones de los bardos y los relatos de caballerías. En ellos, nueve de cada diez veces las llamadas o los cantos de una muchacha eran cebos, el caballero que iba detrás de sus voces por lo general caía en una trampa. A menudo, mortal.
Pero la curiosidad le venció. El caballero, al fin y al cabo, no tenía más que diecinueve años. Era muy atrevido y bastante poco juicioso. Era famoso por lo uno y conocido por lo otro.
Comprobó que la espada corría bien en la vaina, luego tiró del caballo y avanzó por la playa en la dirección de la que provenía el canto. No tuvo que ir muy lejos. La orilla estaba sembrada de enormes cantos rodados, oscuros, pulidos hasta resultar brillantes, se dirían juguetes de gigantes arrojados allí con descuido u olvidados después de terminar los juegos. Algunas de las rocas yacían dentro del agua del lago, renegreaban bajo la plataforma cristalina. Algunas se alzaban por encima de la superficie, bañadas por las pequeñas olas, daban la sensación de ser peines de leviatanes. Pero la mayor parte de las rocas yacían en la orilla, desde la playa hasta el bosque. Algunas estaban enterradas en la arena, mostrando sólo un pedacito, dejando a la imaginación el adivinar lo grandes que eran en realidad.
El canto que el caballero había escuchado surgía precisamente de aquellas riberas. Y la muchacha que cantaba era invisible. Tiró del caballo, lo arrastró del bocado y los ollares para que no relinchara ni bufara.
La ropa de la muchacha descansaba sobre una de las rocas que estaban en el agua, tan plana como una mesa. La chica, desnuda, con el agua por la cintura, se estaba lavando, canturreando y chapoteando al hacerlo. El caballero no reconocía las palabras. Y no era de extrañar.
La muchacha, apostaría la cabeza, no era humana de carne y hueso. Lo demostraba el delgado cuerpo, el extraño color del cabello, la voz. Él estaba seguro de que cuando ella se volviera iba a ver unos ojos grandes con forma de almendra. Y si se recogiera los cabellos cenicientas, -vería unas orejas agudas, terminadas en punta. Ella era una habitante de Faérie. Un hada. Una de las Tylwyth Tég. Una de aquéllas a las que los pictos y los irlandeses llamaban Daoine Sdhe, el Pueblo de las Colinas. Una de aquéllas a las que los sajones llamaban elfos.
La muchacha dejó de cantar por un instante, se sumergió hasta el cuello, salpicó, rebufó y lanzó unas impresionantes maldiciones. Esto, sin embargo, no confundió al caballero. Las hadas, como es de todos sabido, eran capaces de blasfemar como la gente. Y a menudo peor que un mozo de establo. Y la blasfemia a menudo servía de introducción a alguna de esas bromas pesadas por las que las tales hechiceras «san famosas, como por ejemplo hacerle crecer a uno la nariz hasta alcanzar el tamaño de un pepino o reducirle a otro la masculinidad al tamaño de una habichuela.
Al caballero no le atraían ni la primera ni la segunda posibilidad. Ya casi, casi se estaba disponiendo a una discreta retirada cuando, de pronto, el caballo le traicionó. No, no su propia montura, la cual, sujeta por los ollares, estaba tranquila y silenciosa como un ratón. Le traicionó el caballo del hada, una yegua mora a la que el caballero al principio no distinguió entre las rocas. La jaca negra como la pez comenzó a arañar la tierra con el casco y relinchó como saludo. El semental del caballero agitó la cabeza y respondió cortésmente. Hasta que el eco llegó al agua.
El hada salió chapoteando del agua, presentándole por un momento al caballero todo su agradable esplendor. Se lanzó sobre la roca en la que estaba su ropa. Pero en vez de aferrar algún avío y cubrirse decentemente con él, la elfa tomó la espada y la sacó de la vaina con un silbido, aferrando el hierro con una asombrosa maestría. Duró esto tan sólo un corto instante, después de lo cual el hada se encogió o se arrodilló, escondiéndose en el agua hasta la nariz y sacando por encima de la superficie la mano enderezada que sujetaba la espada.
El caballero parpadeó de estupefacción, soltó las riendas y dobló la pierna, arrodillándose sobre la arena mojada. Había comprendido al momento a quién tenía delante.
– Os saludo -murmuró, al tiempo que estiraba la mano-. Es un gran honor para mí… Una gran distinción, oh, Dama del Lago. Acepto esta espada…
– ¿Y no podrías levantarte y darte la vuelta? -El hada sacó los labios por encima del agua-. ¿No podrías dejar de mirarme? ¿Y permitirme que me vista?
Él obedeció.
Escuchó cómo chapoteaba al salir del agua, cómo crujía la ropa, cómo maldecía por lo bajo al ponérsela sobre el cuerpo mojado. Él se entretuvo contemplando a la yegua mora de pelaje suave y brillante como la piel de un topo. Era sin duda un caballo de raza, con toda seguridad veloz como el viento. Con toda seguridad encantado. Y con toda seguridad habitante de Faérie, como su propietaria.
– Puedes darte la vuelta.
– Dama del Lago…
– Y presentarte.
– Soy Galahad de Caer Benic. Caballero del rey Arturo, señor del castillo de Camelot, gobernante del País del Verano y también de Dumnonia, Dyfneint, Powys, Dyfed…
– ¿Y Temería? -le interrumpió-. ¿Redania, Rivia, Aedirn? ¿Nilfgaard? ¿Te dicen algo esos nombres?
– Nada. Nunca he oído hablar de ellos.
Ella se encogió de hombros. En la mano, aparte de la espada, sujetaba las botas y la camisa, lavada y escurrida.
– Me lo imaginaba. ¿Y qué día es hoy?
– Es -él abrió la boca, totalmente sorprendido- la segunda luna llena después de Beltane… Dama…
– Ciri -dijo maquinalmente, retorciendo los brazos para que se le adhiriera mejor la ropa a la piel empapada. Hablaba de modo extraño, tenía los ojos grandes y verdes… Ella se escurrió instintivamente el cabello mojado y el caballero dio un respingo involuntario. No sólo porque su oreja era normal, humana, en ningún caso élfica. Tenía la mejilla deformada por una enorme y desagradable cicatriz. La habían herido. Pero, ¿acaso se puede herir a un hada?
Página siguiente