Ezequiel Martínez Estrada - Radiografía de la pampa
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- Libro:Radiografía de la pampa
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2018
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Radiografía de la pampa: resumen, descripción y anotación
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EZEQUIEL MARTÍNEZ ESTRADA (San José de la Esquina, 1895 - Bahía Blanca, 1964). Escritor argentino, una de las figuras más sobresalientes del género ensayístico en América Latina; el conjunto de su obra lo sitúa en una de las cimas del pensamiento argentino contemporáneo. Sus agudas reflexiones sobre la realidad nacional, formuladas en su mayoría a partir de los años treinta, constituyen una fuente inagotable de debate y discusión, al tiempo que de irradiación de ideas y propuestas para comprender el país y su compleja realidad. Nació en el seno de una familia humilde y fue un verdadero autodidacto; trabajó como empleado en Correos y dio clases de literatura en el Colegio Nacional de la Universidad de La Plata. Se inició en el campo literario como poeta, con la publicación de Oro y piedra (1918), Nefelibal (1922), Motivos del cielo (1924), Argentina (1927) y Humoresca (1929), de clara influencia modernista. L. Lugones lo saludó desde las páginas de La Nación con el poema Laureado en Gay saber. En la década siguiente abordó el ensayo con Radiografía de la pampa (1933) y luego inició un silencio literario que se prolongó hasta 1940, cuando publicó La cabeza de Goliath. En 1945 abandonó los cargos públicos por su rotunda oposición al gobierno de Juan D. Perón. Luego de una enfermedad que lo mantuvo postrado entre 1950 y 1955 retomó la escritura con Coplas del ciego (1959), un conjunto de aforismos; ese año viajó a México, donde se dedicó a la enseñanza, y en 1960 marchó a Cuba. Allí permaneció un año trabajando en una monumental obra sobre J. Martí. Otras obras narrativas de este autor son Tres cuentos sin amor y Sábado de gloria (ambas de 1956), Examen sin conciencia (1956), La tos y otros entretenimientos (1957). Entre sus ensayos figuran Sarmiento (1946), Invariantes históricos en el Facundo (1947), Muerte y transfiguración de Martín Fierro (1948), ¿Qué es esto? y Cuadrante del pampero (los dos de 1956), Las 40 y Exhortaciones (1957).
I
LOS RUMBOS DE BRÚJULA
LOS AVENTUREROS
El nuevo mundo, recién descubierto, no estaba localizado aún en el planeta, ni tenía forma ninguna. Era una caprichosa extensión de tierra poblada de imágenes. Había nacido de un error, y las rutas que a él conducían eran como los caminos del agua y del viento. Los que se embarcaban venían soñando; quedaban soñando quienes los despedían. Unos y otros tenían América en la imaginación y por fuerza este mundo, aparecido de pronto en los primeros pasos de un pueblo que se despertaba libre, había de tener las formas de ambición y soberbia de un despertar victorioso. Es muy difícil reproducir ahora la visión de ese mundo en las pequeñas cabezas de aquellos hombres brutales, que a la sazón estaban desembarazándose de los árabes y de lo arábigo. ¿Qué cateos imaginativos realizaban el hidalgo empobrecido, el artesano sin pan, el soldado sin contrata, el pordiosero y el párroco de una tierra sin milagros, al escuchar fabulosas noticias de América? Mentían sin quererlo hasta los que escuchaban. Un léxico pobre y una inteligencia torpe habían de enriquecer la aventura narrándola. Los mapas antiguos no pueden darnos idea aproximada de esos otros mapas absurdos de marchas, peligros y tesoros dibujados de la boca al oído. Volvían pocos porque el hambre y la peste los malgastaban; mas el supérstite fingía para librarse del ludibrio, y así hacía prosélitos. Embarcarse era, en primer término, huir de la realidad; con lo que ya se trabajaba para el reino de Dios, haciéndose a la mar. En segundo término, la travesía del océano deslastraba de su némesis de raza aislada, espuria, y de familia sin lustre y sin dineros, al que volvía la espalda a la Península y abría los ojos al azar. Este mundo era para él la contraverdad del otro; el otro mundo. Ningún propósito tranquilo, que exigiera la gestación de un embarazo; ningún proyecto de largas vistas, que exigiese moderación, respeto, pensar y esperar. Navegando tantos días y tantas noches, con un rumbo que los vientos obligaban a rectificar, llegaban prevenidos contra la muy simple y pobre realidad de América. Ya la traían poblada de monstruos, de dificultades y de riquezas. América era, al desembarco, una desilusión de golpe; un contraste que enardecía el cálculo frustrado y que inclinaba a recuperar la merma de la ilusión mediante la sublimación del bien obtenido. Otra vez la llanura era el mar, sin caminos. América no era América; tenía que forjársela y que superponérsele la realidad del ensueño en bruto. Sobre una luna inmensa, que era la realidad imposible de modificar, se alzarían las obras precarias de los hombres. De una a otra expedición se hallaban escombros y de nuevo la realidad del suelo cubriendo la realidad de la utopía. Nada de lo que se había edificado, implantado, hecho y fundado tenía la segura existencia de la tierra. La propiedad sobre las cosas, la autoridad sobre los hombres, las relaciones entre los habitantes, el tráfico de las mercaderías, la familia, estaban sujetas a imprevistos cambios, como plantas recién transplantadas que podían prender o morir.
Había que abrirse una senda en la soledad y que llenar con algo esa llanura destructora de ilusiones. Lo que coincidía con la previa estructura de este mundo, prosperaba; lo que se alzaba con arreglo a la voluntad del hombre, caía cuando moría él. ¿Qué, si no la tierra, podía ansiar poseer el que llegaba a estas regiones aisladas sin seguridad para la vida, sin otra posibilidad que lo que se le arrancara con violencia? El ideal del recién llegado no era colonizar ni poblar. Pensar entonces en ello equivaldría a concebir una maquinaria complicada en presencia de la rueca. Faltaban al medio los caracteres y los incentivos que suscitan la necesidad de poblar y de colonizar. En ningún orden de las actividades humanas podía aspirar —ni era capaz— a formarse una posición decorosa. Ponía en juego sus fuerzas primitivas y así iban rebotando los hechos entre sus manos ineptas y la realidad sin forma. El indígena había vivido en relación con este mundo, hasta que se sometió a sus exigencias. Pero lo que también pudiera realizar el indígena, era tabú; lo que estaba al alcance de quienquiera, sembrar, construir, resignarse y aguardar, resultaba deprimente y fuera de la tabla de valores de conquista y dominio. Trabajar, ceder un poco a las exigencias de la naturaleza era ser vencido, barbarizarse. Así nació una escala de valores falsos y los hombres y las cosas marcharon por caminos distintos. Mediante esa clasificación de las tareas en servirles y liberales se reinició el viejo proceso de las jerarquías de tener o de no tener; culminaba sobre todas, la posesión de la tierra, es decir, la sumisión redonda a lo que era más fácil de adquirir y a lo que exigía menor inteligencia para conservar.
Sobre ese plano fundamental se trazaron las rutas a emprender, y desde entonces el patrón de medir serían la hectárea y la fanega. Aquellos que ya no necesitaban «vender tras el mostrador», consideraban a los comerciantes minoristas como dependientes a sueldo. Se distinguía entre el comerciante que se ocupaba personalmente de su negocio, excluido de funciones y cargos electivos, y el que dirigía de lejos el establecimiento, apto para esos cargos y funciones. Otra vez la distancia era un valor. Capitanear una gavilla de contrabandistas y traficar con esclavos era más honroso que alzar un muro; vender telas considerábase mucho más honroso que expender artículos ultramarinos; robar era mejor que trabajar. Ni siquiera se juzgaba sobre la cantidad del haber, como más tarde; se establecían dos categorías: el empresario y el asalariado. Los puestos de jerarquía quedaban reservados para los que tuvieran dinero suficiente para comprarlos; y así en la infinita escala de las autoridades. La Administración pública era España y dentro de su jurisdicción se honraba el ciudadano. Ese camino estaba vedado al común de los hombres. Los cargos judiciales y docentes recaían en rábulas y sacerdotes, que formaban la clase intelectual, sin que la inteligencia hallara camino libre para manifestarse. Se trajeron las formas huecas de instituciones desprestigiadas y se vació en ellas la mente y la conducta de los jóvenes. Se perseguía y despreciaba lo que crecía en su propio clima según sus propias leyes de desarrollo, hasta que el trazado de esas ficciones de cultura y de riqueza no coincidían casi con el trazado auténtico de la realidad americana.
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