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Fania Fénelon - Tregua para la orquesta

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Fania Fénelon Tregua para la orquesta
  • Libro:
    Tregua para la orquesta
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1976
  • Índice:
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Tregua para la orquesta: resumen, descripción y anotación

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1 S tirb nicht Esa voz alemana no sé lo que me dice no consigue - photo 1

1

*

— S tirb nicht!

Esa voz alemana no sé lo que me dice; no consigue arrancarme de la negra vorágine en la que me hundo, me atasco más profundamente cada segundo. Desde hace días me faltan las fuerzas para mantener abiertos los ojos. ¿Son mis orines que me calientan y me hielan alternativamente, o es la fiebre? El tifus me vacía en mi propia cama. Voy a morir…

La cabeza me duele terriblemente. Los gritos, los llantos, los gemidos de las chicas la hacen estallar con agudas punzadas, trocitos de espejos rotos que me destrozan y se hunden en mi cráneo.

Ordeno a mi mano que los arranque. Mi mano es una garra esquelética que no me obedece. Los huesos han debido agujerear la piel. ¿Quizá se ha separado de mí? No puede ser. Tengo que conservar mis manos para tocar el piano. Tocar el piano… esos huesecillos en el extremo de mi brazo sirven precisamente para aporrear La Danza Macabra. ¡Qué risa…!

¡No! ¡No estoy loca pero… qué idea tan estrafalaria!

Tengo sed. Una sed atroz. Los SS han cortado el agua.

Hace días que nos falta la comida, pero no tengo hambre desde hace tiempo…

Me vuelvo ligera, navego sobre una nube, me hundo en las arenas movedizas que me aspiran… no, vuelo sobre algodón… Es curioso…

Estoy sucia… Por suerte he descubierto un truco: me lavo con mis orines y me siento más fresca. No debo abandonarme, es preciso que me conserve limpia. Los orines no son sucios. Si tengo sed puedo beberlos; además, ya los he bebido.

No sé qué hora es. ¿En qué día estamos? Eso sí lo sé. Los días cuentan: 15 de abril. ¿Qué importa? Es un día como los demás. Pero ¿dónde me hallo exactamente? ¿Ya no estoy en Birkenau? Allí éramos cuarenta y siete. Sí, éramos «las señoritas de la orquesta»… Aquí, en Bergen-Belsen, en esta barraca sin ventanas somos mil… desde el comienzo de los cadáveres, ¡Dios, cómo apesta!… ¡Ajá! Ya recuerdo: llegamos el 3 de noviembre de 1944.

¡Que alboroto hay en mi cabeza! ¿Es de día? ¿Es de noche? Renuncio a saberlo, es demasiado fatigoso, me pierdo.

Por encima de mí, sobre mi cara, un aliento… un vago olor, un perfume delicioso.

Una voz atraviesa las capas de algodón, domina los zumbidos que retumban en mis oídos:

—Meine kleine Sängerin…

«Pequeña cantante»… todas las SS me llaman así.

—Stirb nicht!

Es una orden, pero a mí tanto se me da. Ya me queda poco tiempo para recibirlas; mi cerebro traduce pero no me manda.

Entreabro los ojos y veo a la Aufseherin Irma Grese, la SS a la que llaman Engel, el Ángel, a causa de su físico. Sus divinas trenzas rubias forman una aureola de luz; sus ojos azules, su tez maravillosa, flotan en una bruma ligera. Me sacude:

—Stirb nicht! Deine englischen Freunde sind da!

Tal vez; esta walkiria tiene en la mirada una especie de resplandor festivo, ¡se diría que eso la divierte!

Cierro otra vez los ojos; me fatiga.

—¿Qué te ha dicho? —me preguntan Irene, la grande, y Anny.

Les repito la frase en alemán y se impacientan.

—Dínoslo en francés, tradúcelo.

—Lo he olvidado.

—Pero… ¡si acabas de decírnoslo en alemán!

Me agotan, no sé nada, me callo.

—Habla…

Sus voces suplican:

—¡No te mueras!

Es como un triquitraque y les repito:

—¡No te mueras, tus amigos ingleses están ahí!

Quedan decepcionadas.

—¡Vaya… sólo eso…! —murmura la pequeña Irene.

Florette interviene:

—Es un cachondeo. Ya nos la pegaron con los rusos, los ingleses, los americanos… ¡En Auschwitz nos largaron ese camelo diecisiete veces!

Oigo la voz sosegada de Irene, la grande:

—¿Y si fuera cierto?

La voz de Anny suena soñadora:

—¡Si pudiéramos creerlo y que esto acabase ahora, así…!

Me mareo y sólo me llegan gritos de Florette.

¡Dios, qué calor tengo! Mi lengua es un enorme trozo de cartón. ¡Beber…! Mi lucidez va a la deriva. Muy lejos, como del fondo de un embudo llegan hasta mí unas voces familiares:

—Escucha, Irene, ya ves, se acabó… no respira. No hay vaho en el trozo de vidrio… Es un truco que no engaña, lo emplean en los hospitales.

—Prueba otra vez… quizá no está muerta.

¿De quién hablan? ¿Quién está muerta?

¡Ah, claro, la muerta soy yo! Me sulfuran. Tengo unos tifus de aúpa pero aún no me he despedido. Quiero conocer el final de nuestra odisea y seré testigo del mismo.

Alrededor del barracón, gritos, pitidos… Una ola de terror se propaga por el barracón, lo hace vibrar. Tras los ruidos de las botas, como fondo sonoro, las ametralladoras continúan recortando el vacío del campo de tiro. Noche y día sus tac-tac nos perforan el cerebro… Los ametralladores son chiquillos; algunos apenas cuentan quince años.

—No obstante, no permitirán que nos liquiden esos chiquillos.

—Se van a molestar si te oyen —ríe burlona Florette.

—¡Pero si sólo son niños!

Desde esta mañana corre el rumor de que los SS han recibido la orden de eliminarnos. Ese rumor no es como el de la liberación del campo; ése lo creemos, es más «verídico».

Desde diversos rincones del barracón, de los diversos pisos de los cojas estallan risas de locas. Una voz demente pregunta:

—¡La hora…! ¡La hora…! ¡Quiero saber la HORA!

—¿Qué cuernos te importa a ti la hora que sea?

La voz se vuelve confidencial:

—Es que a las tres nos ametrallarán.

La voz se enfurece, luego, se debilita para continuar: ¡La HORA! Es como una gran náusea que sube, se apila, decrece y cobra nuevas fuerzas.

Una voz sentimental divaga sobre la primavera, las flores, los pajarillos. Todo eso debe aún existir en alguna parte. Aquí no hay una sola rama donde las aves puedan posar sus patitas; así que las flores, los pajarillos… Me parece que si estuviera menos agotada hasta lo encontraría divertido.

Fuera todo sigue igual… aunque… no, resuenan ruidos diferentes. Corren, se interpelan; no entiendo nada. Mi cabeza se hincha, se hincha, se vuelve tan grande como el barracón, contiene todos los ruidos… Es su depósito. No se me ocurre nada. Ni una imagen detrás de mis ojos cerrados. Me pierdo en el ruido; me absorbe, me digiere, me vuelvo ruido… Soy una caja de resonancia y… sueño con el silencio.

No, no sueño, el silencio está ahí. Las ametralladoras han enmudecido. Es como un gran lago tranquilo y me dejo llevar en sus aguas…

He debido dormirme, hundirme de nuevo, ¿cuánto tiempo? Detrás de mí, el ruido familiar de la puerta que se abre. Un hombre habla a lo lejos, desde muy lejos… ¿qué dice? Nadie le contesta. No es normal. ¿Qué sucede? Palabras extrañas llegan a mis oídos, es una lengua que conozco, son palabras INGLESAS.

De todas partes surgen gritos. Oigo a las mujeres bajar precipitadamente de las cojas, correr… No es posible, deliro.

Las chicas, esas jóvenes a las que tanto quiero, se arrojan sobre mí, me sacuden.

—¡Fania, despierta!

—¿Oyes? ¡Los INGLESES están ahí! Tienes que hablarles.

Un brazo se desliza bajo mis hombros y me incorpora.

—¡Habla…!

Ya me gustaría, pero ¿cómo voy a hablar con esta escalopa de cuero que tengo en la boca?

Abro los ojos y distingo fantasmas en la bruma… y de pronto, ya está, lo veo. Lleva un extraño casco pequeño y chato sobre la cabeza, está arrodillado, con el puño se golpea el pecho y se mece repitiendo:

—My God, my God!

Parece un judío ante el muro de las Lamentaciones. Tiene ojos azules, pero no es el azul alemán. Se quita el caso: ¡es fabulosamente pelirrojo! Tiene la cara salpicada de pecas y una chusca naricilla. Todo él es gracioso y con sus manos pecosillas se seca los lagrimones que le resbalan por las mejillas. Son lágrimas de niño. Es terrible y divertido.

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