John Henry Newman - Defensa del cristianismo
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- Libro:Defensa del cristianismo
- Autor:
- Editor:Smashwords Edition
- Genre:
- Año:2012
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Defensa del cristianismo: resumen, descripción y anotación
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Published by Jack Tollers at Smashwords
Copyright 2012 Jack Tollers
Advertencia
Aquí el lector hallará el final a toda orquesta de "La Gramática del Asentimiento", el gran libro de Newman que no vertí en su integridad por razón de la dificultad de su inteligencia… y de la correspondiente traducción.
Jack Tollers
DEFENSA DEL CRISTIANISMO
por el cardenal John Henry Newman
Cuando de investigación religiosa se trata, nadie tiene derecho a hablar a menos que sea por sí mismo, y sólo en esa medida. Con sus propias experiencias cada cual tiene bastante, pero por cierto que no puede hablar acerca de las de los demás. Claro que si se parte de las experiencias propias, y sólo se atiene a eso, tampoco se podrá establecer una ley general: sólo se las podrá formular como un aporte al conjunto común de los hechos psicológicos. Cada uno sabe qué cosas lo han satisfecho, y bien puede pensar que esas mismas cosas probablemente satisfagan a otros. Pues si alguno cree alguna cosa y está seguro de ella, así también dará por sentado que aquella verdad se impondrá al espíritu de otros también, puesto que la verdad es única. Y de hecho, indudablemente cada cual piensa que aquello que personalmente lo convence (incluso concediendo que hay mentes diferentes y modos distintos de expresarse) seguramente otros, por las mismas razones que uno, también se convencerán. Puede que haya muchas excepciones, pero siempre serán pasibles de alguna explicación.
Mucha gente se resiste a indagar y deja de lado todo este asunto de la religión. Otros no son lo suficientemente serios como para que les importen estas cuestiones acerca de la verdad y de sus obligaciones ni tampoco las consideran; y a una buena cantidad de ellos, por razón de su talante intelectual o por ausencia de dudas, o por tener un intelecto adormilado, ni se les ocurre indagar por qué creen, ni siquiera qué cosa creen. Y muchos, aunque intentaran explicarlo, no lograrían hacerlo de manera satisfactoria.
Por lo tanto, no hay razón para que nadie se inquiete si con toda honestidad uno intente dejar sentado su propio parecer acerca de las evidencias que demuestran que su religión es verdadera?cosa que en principio puede ser tomado como un punto de vista más, entre muchos otros, todos contrarios entre sí. Pero sea como fuere, quien así se empeñe, tratará de poner de manifiesto la evidencia primaria de que está en lo cierto; y además, si tiene presente el testimonio de quienes están de acuerdo con él, cuenta con un segundo andarivel de evidencias. Ahora, la fuerza de sus razones estriba en esto primero que infiere de sus propios pensamientos; y eso es lo que el mundo tiene derecho a pedirle: que diga cuáles son. De tal modo que la verdadera sobriedad y la verdadera modestia no consiste en reforzar sus ideas y conclusiones apelando a razonamientos científicos, sino en dejar claramente dicho cuáles son para él los fundamentos de su fe en la religión natural y revelada: está obligado a establecer cuáles son los fundamentos que tiene por tan sólidos que está convencido de que otros, con sólo indagar un poco o escuchar su exposición con atención bastante, implícita o sustancialmente, de una manera u otra, le prestarán su adhesión.
Pero lo esencial está en esto, en que la incumbencia de cada cual está en hablar por sí mismo. Así habla como los compatriotas de la samaritana cuando Nuestro Señor estuvo entre ellos durante un par de días: “Ya no creemos a causa de tus palabras; nosotros mismos lo hemos oído, y sabemos que Él es verdaderamente el Salvador del mundo” (Jn. IV:42).
Con estas palabras se declara simultáneamente que la Revelación del Evangelio es cosa divina y que también acarrea consigo la evidencia misma de su divinidad; de hecho, así es. Y con todo, estos dos atributos no tenían por qué venir de la mano; una revelación podría haber sido dispensada sin credenciales que la autoricen. Nuestro Supremo Maestro podría habernos impartido verdades que la naturaleza no puede enseñarnos, sin verse obligado a decir que Él es quien nos lo ha dicho—como en efecto sucede ahora en los países paganos en los cuales ciertas noticias de la Verdad revelada desborda y los penetra sin que sus poblaciones sepan de dónde procedieron. Pero el cristianismo en su profesión de fe y en su historia misma constituye algo más que esto; se trata de una Revelatio revelata, se trata de un preciso mensaje de Dios al hombre transmitido mediante sus instrumentos elegidos destinado a ser recibido como tal y por tanto, destinado a ser reconocido positivamente, abrazado y sostenido como verdadero, sobre la base de que es divino; no como verdadero sobre la base de su evidencia intrínseca, no como probablemente verdadero, o parcialmente verdadero, sino como un conocimiento absolutamente cierto—porque procede de Aquel que no puede engañar ni ser engañado.
Y todo el tenor de la Escritura desde el principio hasta el final no es otro que éste: la materia revelada no es una mera colección de verdades, no constituye una cosmovisión filosófica, no se trata de un sentimiento religioso, o una espiritualidad. En modo alguno se trata de una moral en particular que se derrama sobre la humanidad como un arroyo podría desembocar en el mar, mezclándose con los pensamientos del mundo, modificándolo, purificándolo, dándole más vigor. No; se trata de una enseñanza impartida con autoridad, que constituye su propio testimonio y que tiene una unidad propia, que está en abierto contraste con el caleidoscopio de opiniones que la rodean por doquier, que le habla a todos los hombres como si fueran siempre y en todo lugar iguales, que reclama que todos aquellos a quienes se dirige la acepten con inteligencia, como una sola doctrina, disciplina y devoción, dispensada directamente desde lo Alto. Por lo tanto, tal como nos llega a nosotros, la exhibición de sus credenciales, esto es, de las evidencias que acreditan que efectivamente es lo que proclama ser, resulta esencial al cristianismo: no se nos ha concedido la libertad de tomar y elegir de entre sus contenidos siguiendo nuestros propios gustos, sino que por el contrario, si acaso hemos de aceptar el depósito de las verdades reveladas, nos veremos compelidos a recibirlo íntegramente, tal como las hallamos, tal como están ahí. Se trata de una religión que agrega a la religión natural; y así como la naturaleza cuenta intrínsicamente con el derecho de reclamar nuestra obediencia en materia natural, así aquello que la excede, esto es, lo sobrenatural, también necesariamente ha de acarrear consigo sólidas credenciales que acreditan su derecho a reclamar nuestro homenaje.
¿Y bien? Veamos su relación con la naturaleza. Como ya he dicho, el cristianismo sencillamente le agrega cosas a la religión natural; no la sustituye ni la contradice; la reconoce y se apoya en ella, y eso por fuerza: pues ¿cómo podría concebiblemente probar sus afirmaciones salvo apelando a lo que los hombres ya saben? Por milagrosa que sea, no puede dispensarse de la naturaleza; sería como cortar la rama sobre la que está sentada; pues ¿qué valor tendrían evidencias a favor de la revelación si se negara la autoridad de la inteligencia para alcanzar la verdad y se negaran aquellos mismos razonamientos de donde necesariamente brotaron?
Y de conformidad con esta conclusión tan obvia, encontramos en la Escritura que Nuestro Señor y sus apóstoles siempre tratan al cristianismo como compleción y suplemento de la religión natural, y de otras revelaciones anteriores; como cuando Cristo dice que su Padre dio testimonio de Él; que no conocerlo a Él equivale a no conocer al Padre; y así es como San Pablo en Atenas apela al “Dios Desconocido” y dice que es “Quien hizo el mundo” y que ahora “proclama ante todos los hombres que todos en todas partes deben arrepentirse, por cuanto Él ha fijado un día en que ha de juzgar al orbe en justicia por medio de un Hombre que Él ha constituido” (Hechos, XVII: 24, 31).
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