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Para mi madre, que perdió la batalla contra el COVID, pero cuyos valores viven cada día en mí. Soy quien soy, porque ella fue mi mejor ejemplo.
Para mi esposo Richard y mis hijos, Joshua y Tamara, que me rodean con su amor, fe y apoyo. Ellos hacen que todo sea posible.
Más que nada, esta serie va dedicada a los niños del mañana. Sabemos que tienen que verlo antes para poder serlo luego. Nuestro deseo es que estos héroes latinos les enseñen a desplegar sus alas y volar.
—C. R. E.
Para mi padre.
—W. A.
E l hogar de Celia era feliz y concurrido. Sus padres, tres hermanos, una abuela, varias t í as y varios primos, viv í an apretados en un peque ñ o apartamento de dos cuartos y un ba ñ o en un primer piso. Cuando Celia era peque ñ a, hasta catorce ni ñ os viv í an en el n ú mero 47 de la calle Serrano, y era su deber cantar nanas para dormir a todos los que fueran menores que ella. Celia siempre fracasaba en esta empresa, porque los ni ñ os no quer í an dormirse. Todos permanec í an despiertos, exigiendo que cantara y repitiera las nanas una y otra vez.
Rejas de metal proteg í an las ventanas de ese apartamento del primer piso en Santos Su á rez, un barrio de gente trabajadora, en el sur de La Habana. El prop ó sito de las rejas era intimidar, pero la familia Cruz no se aislaba del resto de la ciudad. Su puerta siempre estaba abierta para que entrara la fresca brisa caribe ñ a y fluyera la conversaci ó n con los vecinos.
Si pasabas por la puerta abierta de los Cruz por las tardes, seguro pod í as o í r a la mam á de Celia cantando en la cocina. Tambi é n pod í as oler la comida que preparaba: usualmente arroz blanco con frijoles negros, platanitos fritos y, en ocasiones especiales, ropa vieja a fuego lento.
Celia siempre recordaba este plato como su favorito y el olor de la carne a fuego lento en la estufa, que tardaba toda la tarde en prepararse, le tra í a recuerdos de su mam á cantando.
Si caminabas por la calle Serrano por la noche, pod í as o í r a la propia Celia cant á ndole nanas a los menores de la casa. Su voz volaba m á s all á de las rejas del cuarto compartido y m á s all á de la puerta abierta del apartamento. Los vecinos se acercaban para escuchar. T ú tambi é n te hubieras unido a los vecinos para formar parte de esa audiencia espont á nea. No importaba si ten í as planes de ir a alg ú n lugar: si o í as a Celia cantar, ya no ten í as que ir a ning ú n sitio.
Algunas veces, Celia hac í a una pausa, sal í a y le dec í a al gent í o que por favor se fueran. Pero siempre regresaban.
De ni ñ a, en La Habana, Celia nunca imagin ó que se convertir í a en la embajadora cultural de Cuba para el resto del mundo y ser í a considerada la voz m á s fabulosa de su generaci ó n.
Ú rsula Hilaria Celia Caridad Cruz Alfonso naci ó el 21 de octubre de 1925, en el n ú mero 47 de la calle Serrano, al sur de La Habana —ciudad capital de Cuba, una naci ó n caribe ñ a, aproximadamente cien millas al sur de los cayos de Florida.
Sus padres la llamaron Ú rsula, porque naci ó el d í a de la fiesta de Santa Ú rsula, patrona de las estudiantes, pero su madre insisti ó en llamarla Celia. Santa Celia es la patrona de la m ú sica, y la m ú sica era vital para su familia materna. Su mam á , a quien todos llamaban Ollita, siempre estaba cantando. Celia insist í a en que el primer sonido que escuch ó , desde que estaba en el vientre materno, fue la voz de su mam á cantando. El timbre tranquilizador de esa voz siempre estuvo presente en su ni ñ ez.
Ollita estaba tan orgullosa de la voz de su hija que aprovechaba cualquier oportunidad para exhibirla. Celia cantaba para los invitados de la familia cuando todav í a era muy peque ñ a y no le daba verg ü enza. Despu é s de cantar “¿Y t ú qu é has hecho?”, un bolero sobre una ni ñ a que graba su nombre en la corteza de un á rbol, los invitados estaban tan impresionados que le compraron a Celia un par de zapatos blancos de cuero.
Uno de los vecinos de la calle Serrano daba lecciones improvisadas sobre historia musical caribe ñ a, utilizando canciones y ceremonias lucum í es, una combinaci ó n sincr é tica del catolicismo espa ñ ol con tradiciones y religiones africanas de la etnia yoruba. Estas tradiciones hab í an sobrevivido las atrocidades del comercio trasatl á ntico de esclavos, se mezclaron con el catolicismo durante siglos de esclavitud y todav í a florecen en La Habana contemp ó ranea. La mam á de Celia les ten í a miedo y las llamaba “Santer í a”. B á rbaro, el hermano de Celia, un d í a se convertir í a en santero y usar í a el don familiar musical para cantar canciones de devoci ó n lucum í . La propia Celia se sentaba bajo una ceiba, en la esquina del patio, para escuchar atentamente cuando sus vecinos santeros celebraban bemb é s de tambores. A ñ os m á s tarde, Celia encontrar í a refugio y consuelo en la m ú sica afrocubana de sus ancestros en la di á spora.
Cuando joven, Celia iba a bailar con sus amigos y primos a la Sociedad “J ó venes del Vals” —un club social del barrio que quedaba en la calle Rodr í guez— donde escuch ó interpretaciones en vivo de m ú sicos legendarios. Se sentaba lo m á s cerca posible del escenario cada vez que Paulina Á lvarez, su cantante favorita, tocaba al son de sus claves de madera.
Celia ten í a catorce a ñ os cuando se escap ó por primera vez para ver el carnaval de La Habana. Estaba emocionada, asustada y se sent í a culpable por haberle mentido a su madre diciendo que iba a pasar todo el d í a en la casa de su amiga Caridad. (Los padres de Caridad pensaban que su hija estaba en casa de Celia.) Celia se sent í a inc ó moda en el autob ú s, pues tuvo que ir sentada en la falda de su prima Nenita todo el camino. El autob ú s solo costaba cinco centavos en 1940, pero eran seis y solo les alcanz ó el dinero para comprar cinco pasajes, as í que Celia y Nenita tuvieron que compartir un asiento.
Abordaron el autob ú s desde Santos Su á rez hasta Centro Habana, cruzando la ciudad. Una ciudad tan hermosa, poderosa y codiciada que, cuando los piratas ingleses ocuparon La Habana en 1762, Espa ñ a intercambi ó la pen í nsula de la Florida entera para recuperarla. Inglaterra no pudo mantener sus intereses en Florida por mucho tiempo, ya que las trece colonias que formar í an luego los Estados Unidos de Am é rica, la derrotaron en Yorktown en 1781.