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Fernando Fernán Gómez - ¡Aquí sale hasta el apuntador!

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LIBROS UTILIZADOS

Le théâtre des origines à nos jours, Léon Moussinac.

Historia del teatro, Javier Farías.

Historia del teatro europeo, G. N. Noiadzhiev y A. Dzhivelégov.

Historia del teatro español, Díaz de Escovar y Lasso de la Vega.

Le journal du monde, Éditions Denoel.

Shakespeare retrouvé, Longwort Chambrun.

Diccionario literario, González Porto-Bompiani.

Diccionario de autores, González Porto-Bompiani.

Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana, Espasa Calpe.

The New Enciclopaedya Britannica.

Diccionario de literatura española e hispanoamericana, Ricardo Gullón.

Abecedario del teatro, Rafael Portillo y Jesús Casado.

Las edades de oro del teatro, Kenneth Macgowan y William Melnitz.

La mala vida en la España de Felipe IV, José Deleito y Piñuela.

También se divierte el pueblo…, J. Deleito y Piñuela.

Historia de cómicos, José López Rubio.

El corral de la Pacheca, Ricardo Sepúlveda.

Mi teatro, Sinesio Delgado.

Historias de la Historia, Carlos Fisas.

Vida y confesiones de Oscar Wilde, Frank Harris.

Bernard Shaw, G. K. Chesterton.

Siluetas escénicas del pasado, Narciso Díaz de Escovar.

Gente de ayer, Diego San José.

Estampas del Madrid teatral fin de siglo, J. Deleito y Piñuela.

Arriba el telón, A. Martínez Olmedilla.

O Rio de Janeiro do meu tempo, Luz Edmundo.

Gente de teatro que conocí, Georges Michel.

La carátula ríe, Enrique Povedano.

Anecdotario pintoresco, Rogelio Pérez Olivares.

Antología de anécdotas, Noel Clarasó.

Diccionario ilustrado de anécdotas, Vicente Vega.

Cuando Fernando VII gastaba paleto…, Enrique Chicote.

Aquel Madrid del cuplé, José María López Ruiz.

María Guerrero, Felipe Sassone.

Mil y una anécdotas de gente conocida, Asenjo y Torres del Álamo.

Todos y nadas de la Villa y Corte, Tomás Borrás.

Enciclopedia de la simpatía, Antonio de Armenteras.

El tiempo amarillo, F. Fernán-Gómez.

La máscara de Apolo, Mary Renault.

El libro de los hechos insólitos, Gregorio Doval.

CAPÍTULO I

DE LA EDAD ANTIGUA

E n el autorizado y muy completo libro El teatro, desde sus orígenes a nuestros días, de Léon Moussinac, el autor afirma que mil años antes del nacimiento de la tragedia griega, y contrariamente a lo que habían asegurado tanto los griegos como los arqueólogos del siglo XIX, Egipto había inventado el teatro.

Durante muchísimos años se creyó que el teatro, tal como lo entendemos, no había existido en Egipto. La publicación, en 1928, de una especie de «agenda» de un maestro de ceremonias encargado de la organización de los misterios sagrados hizo cambiar de opinión a muchos especialistas.

El ritual de coronación de Sesostris I, hacia 1330 a. J.C., podía parecerse a un espectáculo teatral. Había en él coros, danzas, pequeños trozos hablados, o rezados.

Pero en todos estos espectáculos religiosos, y políticos, faltaban muchos de los elementos que caracterizaron la tragedia clásica.

De cualquier modo, sería imposible encontrar entre lo que hoy sabemos de ellos algo que sirviera a nuestro propósito, algo que pudiera considerarse «anécdota» o «sucedido». Por lo tanto, parece si no lo más prudente, por lo menos lo más cómodo, seguir ateniéndonos a lo que nos enseñaron de pequeños: que el teatro nació en la Grecia antigua.

Ingeniosa ocurrencia de uno de los Siete Sabios de Grecia

S olón de Atenas vivió durante los últimos años del siglo VII y la primera mitad del VI a. J.C. (aproximadamente de 640 a 560). Nacido en el seno de una familia noble de Atenas, antes de convertirse en el gran legislador ateniense y en uno de los Siete Sabios, pasó la juventud entre placeres y viajes fuera del Ática, especialmente por Asia Menor, destinados en apariencia al restablecimiento, mediante el comercio, del desordenado patrimonio familiar.

Vuelto a Atenas se dedicó a la política, actividad que parece haber comenzado decididamente con su resuelta acción encaminada a inducir a los atenienses a la reconquista de Salamina, perdida en la guerra contra Megara.

Pero Atenas, tras sufrir la severa derrota, había llegado a establecer por una ley la pena de muerte para quienes se atreviesen a proponer la recuperación de la isla.

El incipiente político Solón, al que le faltaban años para ser reconocido como sabio, estaba convencido de la absoluta necesidad de la posesión de Salamina.

Pero ¿qué hacer ante aquella ley que condenaba a muerte a quienes propagasen tal idea? Nos dicen los historiadores que el inspirado y hábil político halló la solución: Solón se fingió loco, se presentó inesperadamente ante el pueblo y, en una perfecta y emocionante interpretación, recitó una elegía que los ciudadanos de Atenas juzgaron bellísima y a la que dieron el título de Salamina.

Conmovidos, comprendieron que lo que proponía Solón era necesario y reconquistaron la isla.

Vocaciones paralelas

U na vez demostradas, con éxito de público y crítica, las cualidades histriónicas de Solón, el público le eligió arconte, y su obra de gobernante fue amplísima; promulgó una constitución timocrática, los derechos políticos fueron establecidos de acuerdo con los bienes de cada cual, y los puestos de gobierno del Estado quedaron exclusivamente a disposición de aquellos que obtenían de su propiedad territorial una renta anual de quinientas fanegas de grano o la correspondiente cantidad de aceite y vino; a él se debieron además numerosas leyes civiles y penales.

Pero, incapaz de renunciar a su afición histriónica, ideó una forma de hermanar ambas vocaciones: de todas sus leyes y reformas hacía para el pueblo propaganda, justificación y explicación en bellas composiciones poéticas que declamaba él mismo.

(Esta anécdota y la anterior demuestran que, como muchos pensamos, la profesión de político tiene demasiada relación con el oficio de comediante).

Como es sabido, a Solón se le considera uno de los políticos más nobles, honrados y equilibrados de todos los tiempos.

Y sin embargo —o quizás por eso—, como su contemporáneo Buda, les tenía manía a los cómicos profesionales.

El (inevitable) carro de Tespis

S egún los eruditos más respetables, no en cuanto a su sabiduría sino en cuanto a su vida, costumbres y opiniones, los más graves y mesurados, la ancestral y sencilla moral del pueblo heleno había ido relajándose ante el bienestar propiciado por la victoria en la guerra contra los persas, y fue sustituida por la liviandad, el libertinaje, la concupiscencia, la falta de rigor en las costumbres y el ansia de goces materiales.

Mas, como no se había extinguido el arraigado hábito de las ceremonias mágicas, religiosas, el pueblo se refugió muy gustoso en los cultos orgiásticos.

Consecuencia de lo cual fue que se extendieran el descreimiento y el escarnio de la religión. Muchos atenienses seguían creyendo en los dioses, otros creían sólo en los dioses lares —cada uno en el de su hogar—, eran más los que no creían en ninguno y bastantes los que, con el más agudo de sus filósofos, pensaban que los dioses existían pero no se ocupaban de los hombres.

No obstante, como las fiestas, religiosas o profanas, son no sólo agradables sino necesarias para distenderse, para establecer contactos, para estrechar lazos, el buen pueblo se zambulló en los cultos dionisíacos, eleusinos, orgiásticos y promiscuos con el mismo frenesí con que nuestros jóvenes pierden lastimosamente las mejores noches de su vida aturdidos por el rock heavy y entre la bruma de humos dudosos.

El que la gente se divirtiera tanto empezó a preocupar a las autoridades —ya entonces había autoridades y ya les preocupaba que los demás se divirtieran—, y la preocupación de las autoridades, lo que no debe sorprendernos, empezó a preocupar a la gente. Tespis debió de ser de los más preocupados, y otros colegas menos acreditados que él, pues no era el único que iba con su carro de un lado a otro. ¿Cómo justificar, no sólo ante las autoridades sino ante los ciudadanos decentes y bienmandados, aquellos nuevos cultos o ceremonias en los que el vino, además de para emborracharse, se utilizaba como vehículo para llegar a toda clase de excesos?

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