Fernando Fernán Gómez - El tiempo amarillo
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- Libro:El tiempo amarillo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1998
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El tiempo amarillo: resumen, descripción y anotación
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Los viajes de la memoria
11 de junio de 1980. Su Majestad el rey de España, don Juan Carlos, me estrecha la mano. Sonríe abiertamente, sin que su sonrisa llegue a romper el protocolo, y mi imaginación me lleva a pensar que quiere significarme en silencio un afecto especial. El rey estrecha la mano de un cómico. El nieto del último rey de España estrecha la mano del hijo de la cómica. Estamos en un salón del Museo del Prado. Me hace Su Majestad entrega de un estuche que contiene la medalla de oro al Mérito en las Bellas Artes. Mi siempre caprichosa memoria me juega una trastada: en este instante, en esta solemne y para mí conmovedora ceremonia, me hace evocar el 14 de abril de 1931, día de la proclamación de la República, de la Segunda República. Cuando este rey aún no había nacido y yo tenía nueve años. Ahora, con casi sesenta, bajo del estrado y me siento en mi butaca. Sin apartar mi mirada del noble, entrañable y un poco desvalido rostro de Juan Carlos I, veo los radiantes colores de aquel día, escucho sus sonidos, sus voces populares, triunfales, alegres. «¡Viva la República!», grita el pueblo de Madrid con un único grito proferido por miles y miles de gargantas unánimes en aquella dorada mañana de primavera, la más alegre de su historia. No asocio lo que mi cabeza y mi corazón guardan de aquella explosión de esperanza con el romántico frenesí de La libertad guiando al pueblo, de Delacroix, ni mucho menos con la patética, armoniosa sobriedad de El cuarto estado, de Pellizza da Volpedo, sino con un cuadro muy posterior, de 1945: Boogie-boogie de la victoria, de Mondrian. Luminosos colores y colorines de farolillos de baile callejero, de barracas de verbena, de cartel de toros, eso quedó en mi retina. La detonante combinación de colores de la bandera republicana, el casi desagradable emparejamiento del morado con el amarillo, le iban bien a aquella fiesta gloriosa y chabacana, en la que la zafiedad, la charanga y la pandereta eran guiones deliberadamente izados para señalar los nuevos caminos a los atildados burgueses de buen gusto. Casaba bien aquel violento contraste de colores con las disfónicas, desgañitadas voces que cantaban el Himno de Riego y proferían soeces insultos contra el rey, sus ministros y los curas.
Fernando Fernán-Gómez con S. M. el rey don Juan Carlos.
Pero, si damos su parte a los ideales, de aquel día en adelante el gualda de la bandera ya no debía ser el amarillo del dinero, sino el del trigo; el rojo no debía ser el de la sangre derramada, sino el contenido en los labios. Así se cruzan y brincan en mi memoria los colores de aquella jubilosa mañana.
Tengo nueve años y setenta y uno mi abuela, que aparenta menos, y se conserva erguida, con porte señorial, del que siempre estuvo orgullosa. Bajamos la escalera del número 11 —luego lo cambiarían en 9— de la calle del General Álvarez de Castro, todo lo deprisa que sus reumáticas piernas le permiten. Llegamos al portal.
—¡Hala, a celebrarlo!
Los porteros, que conocen y comparten las ideas subversivas de esta campechana y castiza vecina, la saludan alegremente:
—¡Viva la República, doña Carola!
—¡Viva la República! —contesta ella.
—¿Adónde va usted con el chico?
—¡A donde hay que ir: a la Puerta del Sol!
En la misma ceremonia, el 11 de junio de 1980, se entrega también la recién creada medalla de oro al Mérito en las Bellas Artes a Luis Buñuel —representado por el doctor Barros—, a Tapies, a Chillida, a Mariemma, al musicólogo Samuel Rubio, a Alfredo Kraus, a Nicanor Zabaleta, a Cristóbal Halffter… A todos va estrechando la mano y entregando el estuche el rey de España.
Por nuestra calle se veían ya algunos grupos sueltos que iban hacia el centro; pero al llegar a la glorieta de Quevedo, donde la calle de Bravo Murillo, que baja desde la popular barriada de Cuatro Caminos, enlaza con la calle de Fuencarral, era ya una verdadera multitud —unos a pie, muy pocos en coche y muchos en camionetas y tranvías— la que iba hacia la Puerta del Sol. Cantaban a voz en cuello el Himno de Riego, no con la letra auténtica, sino con la populachera:
Si las monjas y frailes supieran
la paliza que les van a dar,
subirían al coro cantando:
¡Libertad, libertad, libertad!
Coreaban también vulgares estribillos, alusivos al rey Alfonso XIII:
¡No se ha ido,
que le hemos barrido!
¡No se ha marchao,
que le hemos echao!
Mi abuela había visto en la calle la entrada de Amadeo de Saboya, afectuosamente acogido por los madrileños. Cuando entró en Madrid el rey italiano, al que el general Prim trajo a España para sentar en el trono a un rey constitucional que no fuera Borbón, la noche antes había caído sobre la Villa y Corte una copiosa nevada. Los tejados, las escasas aceras y las calzadas amanecieron blancos aquella fría mañana invernal. Pero ello no arredró a los madrileños, que no querían perderse el espectáculo, para tener algo que contar, y deseaban además mostrarse cordiales con su nuevo rey, al que aplaudieron a lo largo del recorrido si no con desbordado entusiasmo, al menos con simpatía y amabilidad. Le aplaudían por joven, por apuesto y por constitucional. Mi abuela le vio en la carrera de San Jerónimo, encaramada a una verja. La llevó desde Lavapiés su madre, el 2 de enero de 1871, cuando ella tenía once años, porque debían verse esos acontecimientos.
—Así tendrás cosas que contar a tus hijos y a tus nietos.
Por eso me llevaba ahora a mí a la Puerta del Sol el 14 de abril de 1931.
El día antes, al saberse que, como resultado de la derrota monárquica en las elecciones municipales, el rey se marchaba de España, empezaron a recorrer Madrid unos automóviles descapotados en los que grupos de activistas de los distintos partidos de la coalición vencedora, republicanos y socialistas, participaban la victoria a la gente agolpada en los balcones.
Comenzaron a aparecer algunas colgaduras con los colores de la República, y también banderas; pero en mayor número surgieron sobre las barandillas mantones de Manila, colchas, alfombras y tapetes de colores. Mi abuela recorrió toda la casa, abrió armarios y baúles, y encontró una especie de tapete de un tono granate, muy apagado, bastante discreto, y lo colgó en el balcón. Reía feliz, conmigo al lado. Uno de los automóviles descapotados, con un grupo de personas vociferantes, entre las que se veía a una mujer, nos informaba a todos los vecinos del triunfo de la República.
—¡El rey ha abdicado! ¡Se va de España!
Debían de ser, poco más o menos, las seis de la tarde, pues yo ya no estaba en el colegio, que terminaba a las cinco, pero aún no había anochecido. Al otro lado de la calle, en la acera de enfrente, sobre el cartel que anunciaba: «Colegio de Santa Teresa. Academia Domínguez», estaba don Alejandro, el director, con su mujer, la guapísima y jovencísima maestra de párvulos. Nadie sabía aquella tarde que nos hallábamos en los prolegómenos de la guerra civil, y mi abuela se permitió saludar con una risa y un aleteo de manos al cariacontecido don Alejandro Domínguez, que era de derechas y conocía las ideas socialistas y más o menos revolucionarias de mi abuela. El director correspondió afablemente con una sonrisa y unos aplausos.
Al día siguiente mi abuela me vistió de domingo y me llevó a la Puerta del Sol. ¿Hicimos el recorrido a pie? Se tardaba más de media hora desde casa. Mucho para mi abuela, aquejada de reumatismo, aunque muy vigorosa. Quizás fuéramos en metro hasta la plaza de Isabel II (días después, plaza de la Ópera), pues sé que estuvimos allí. O hasta la estación de Gran Vía. Anduvimos por la calle de la Montera y ya llevaba yo puesto el gorro frigio de papel y enarbolaba la bandera republicana que mi abuela me había comprado. También compró una lámina con la alegoría de la República —la matrona abanderada y el león— y unos retratos de Galán y García Hernández en medallones. A mi abuela, la más vieja que se veía en aquella riada humana, la saludaban algunos con simpatía y cariño:
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