Fernando Fernán Gómez - Nosotros, los mayores
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- Libro:Nosotros, los mayores
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1999
- Índice:4 / 5
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Nosotros, los mayores: resumen, descripción y anotación
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En el que se da noticia del tema de esta obra
Encuentro callejero
Una de las pocas veces en que ahora salgo a la calle en Madrid —vivo en una urbanización a 30 kilómetros de la ciudad— me encuentro con un viejo y querido amigo, un hombre de mis años.
—¡Coño, Fernando, cuánto me alegro de verte! ¿Cómo estás?
—Voy tirando. Y tú, ¿cómo estás?
—Yo, cojonudo, ya lo ves. ¿Qué haces ahora?
—Estoy empezando a escribir un libro. El teatro, ya sabes que lo dejé hace tiempo. Y los del cine y la tele me fueron dejando a mí.
—¡Pero escribir un libro debe de ser la hostia de bonito! Y tú ya has escrito más de tres, que yo recuerde.
—Sí, veintiocho.
—¿Es una novela? Será cachonda, porque tú…
—No, es un ensayo.
—Ah. ¿Y va a ser largo o corto?
—Término medio. Unas ciento cincuenta páginas, me han dicho. No se me ha ocurrido a mí, es un encargo.
—¿Y de qué se trata?
—De nosotros, de la gente de nuestro tiempo. De los viejos. De la ancianidad. De lo que ahora llaman «tercera edad». Dicen que yo soy la persona adecuada para escribirlo.
—Puede que no les falte razón.
—Quieren que sea un libro alegre, divertido, con mucho sentido del humor.
—¡Joder!
Me deseó suerte, me estrechó la mano y se alejó en su silla de ruedas.
Que trata de los nombres de la vejez y del lugar adecuado para pasarla
¿Cómo nos llamamos?
O, mejor: ¿cómo nos llaman? Y, por lo tanto, ¿quiénes somos? A mi médico no le gusta lo de «tercera edad». Lo encuentra desacertado desde el punto de vista psicológico. Es triste y despectivo. En cambio, le parece muy bien «sesenta y más», título de la revista ilustrada que edita —muy bien, por cierto— el Instituto de Migraciones y Servicios Sociales (IMSERSO). Yo no veo en qué consiste la ventaja de «sesenta y más» sobre «tercera edad». Aunque quizás no tan despectivo, me parece igual de triste, y de entristecedor. Pero como precisamente mi médico me tiene prescrito no discutir, no discuto.
Hay bastantes más denominaciones, gran parte de ellas de buena intención, para elegir: «personas mayores», «ancianos», «viejos», «abuelos», «provectos», «longevos», «vetustos», «quintañones» (familiarmente, llámase así a los centenarios), «antañones», «septuagenarios», «octogenarios», «nonagenarios». Y con leve falta de respeto, que no significa falta de cariño, tenemos «vejestorio», «carcamal», «chocho», «calamocano» y otras.
Mi compañera propone «añejo». A mí me parece bien, «Nosotros, los añejos…», podríamos decir, y nos tocaría la misma parte de prestigio que les corresponde a los vinos. (De uno o varios años. Aplícase a ciertas cosas en las que la vejez es una buena cualidad. «Vino añejo»). Procuraré utilizarlo alguna que otra vez, pero no creo que cuaje. Es una palabra ya un poco añeja.
Con esta última palabra, la aportada por mi compañera, me salen dieciocho. Dieciocho maneras de llamarnos —de llamarme— a nosotros, los que ya no somos como ellos.
El que a un mismo concepto se le puedan aplicar tantos nombres, aunque nos refiramos exclusivamente a los que demuestran buenísima intención y evidente cordialidad, resulta bastante sospechoso. A mi parecer, denota algo así como un fondo de mala conciencia en el que habla o escribe. Como si tuviera el temor, o el convencimiento, de que llamarle a uno lo que uno es pudiera molestarle a uno.
Y quizás no le falte razón. Utilizándome a mí mismo como objeto experimental, he tratado de imaginarme con cuál de esos apelativos me gustaría que se me señalase y he llegado a la conclusión de que con ninguno. No me haría ninguna gracia que me llamasen, aun con la mejor de las sonrisas, «chocho» o «carcamal». Pero quizás me cayese peor lo de «provecto».
Que nos llamen «imbécil» en una discusión acalorada no es como para desenfundar. Si soy realmente imbécil, tampoco, porque si soy imbécil ignoro que lo soy.
«Gilipollas» y «cabrón» (aunque sus significados reales pueden ser «torpe follador» y «cornudo») en realidad son palabras comodín, carentes de contenido, y lo único que significan —cuando no se utilizan como saludo afectuoso— es que nuestra intención es «molestar mucho» a la persona a quien sé las dirigimos.
En cuanto a llamar «maricón» —que, por cierto, hace años significaba simplemente «hombre que se adorna con exceso»— a un varón heterosexual, no es más que una estupidez, y llamárselo a un homosexual es como llamar «jardinero» a un jardinero.
Sin embargo, llamar «anciano» a un anciano es algo mucho más delicado.
La utilización del léxico
Personas no pésimamente educadas que utilizan con gran desenvoltura en la intimidad, en el trabajo o en reuniones de sociedad palabras como «imbécil», «gilipollas», «cabrón», «marica» o «puta», se cortan cuando tienen que decir «anciano». No es que estén repasando in mente todos los términos que he enumerado más arriba, sino que saben que cualquiera que elijan puede caer mal. No debe echarse en saco roto que la palabra «viejo» puede ser un insulto grave —sobre todo en boca de una mujer— si se le dirige a un hombre que aún no lo es.
Las personas de siglos anteriores al nuestro, que, al parecer, tuvieron este mismo problema, especialmente los escritores —tanto narradores como autores teatrales—, recurrieron a anteponer casi siempre a la palabra «anciano» el adjetivo «venerable». El «venerable anciano» se lee con muchísima frecuencia en la literatura de tiempos anteriores a los nuestros. Pero los tiempos cambian. A veces más deprisa y a veces más despacio; a veces tan despacio que no nos damos cuenta de que cambian y de repente nos encontramos con que han cambiado tantísimo que nos cuesta acomodarnos a los que, como justificación de nuestra torpeza, llamamos «nuevos tiempos». Y como consecuencia de ese constante cambio, si hoy a un entrenador de fútbol —pongo por poner— que hubiese remontado los sesenta le llamase un periodista de la tele «venerable anciano», es muy posible que el venerable se liase a hostias. Aunque también es posible que adoptase la misma actitud simplemente con que le llamase «anciano».
Pero si empezamos con que el autor del libro no se sabe a ciencia cierta si es un venerable anciano, un jubilado, un actor en paro, un señor de la tercera edad, un hombre con sesenta y más, una persona mayor, un viejo, un vetusto, un añejo, un provecto, un longevo, un quintañón, un antañón, un carcamal, un chocho, un calamocano, un vejestorio…, ¿de dónde va a sacar el referido autor las fuerzas necesarias para que el libro, el ensayo, tenga la alegría, la diversión, el sentido del humor que los promotores del encargo le han pedido?
Una vez aceptado el compromiso, habrá que sacar fuerzas de flaqueza o alegría de vejez. No se me ocurre otra fórmula, aunque esta no esté aún suficientemente experimentada.
En dónde envejecer
Porque el caso es que se envejece o se ancianece o se sesentaymasece… Y parece ser que «envejecer en casa» es lo que prefiere la mayoría de las personas mayores, de los provectos o, como ustedes, pacientes lectores, prefieran llamarles o llamarse a sí mismos.
He conseguido informarme de que, entre otras posibilidades, existen residencias, tanto públicas como privadas, creadas especialmente para acoger a las personas mayores. Pero una cosa es envejecer y otra pasar la vejez. Entiendo que envejecer es algo que van haciendo no los ancianos sino las personas normales, aunque muchas de ellas no lo adviertan, y que se puede hacer sin abandonar el trabajo ni las costumbres habituales. Los talleres, las oficinas, los hogares familiares, las cafeterías, las tabernas están llenas de personas, hombres y mujeres, que van envejeciendo paulatinamente, poquito a poco, sin que eso suponga ningún cambio más o menos radical en su comportamiento, en su trato con los demás.
Supongo que algún lector puede reprocharme esto que acabo de escribir sobre las personas que envejecen
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