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Raúl Guerra Garrido - Castilla en canal

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Raúl Guerra Garrido Castilla en canal

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Adiós a las armas

Las esclusas tiroteadas por el dedo del azar aún se sostienen en pie. Quizá el amor no sea más que eso, interponerse en la trayectoria de la bala. Se sostienen idénticas unas a otras, cada una irrepetible, cualquiera de ellas pieza única y sin que haya dos iguales. En los dos ribazos, e incluso en el cauce, florecen los iris o lirios amarillos con singular ímpetu; en donde abundan, crían los pollos de agua y los ánades reales y, en efecto, son múltiples los patitos que de tu presencia huyen. La heráldica flor de lis, símbolo de la casa de Borbón, tiene su origen en esta planta. Te demoras en el deambular de un martín pescador. Sudas a mares. La sequiza no se ha hecho monte pero sí plano inclinado, las esclusas te salen al paso cada vez con más frecuencia. Calculas a ojo de buen canalero: la media en el ramal del Norte es de una cada 3,1 kms, pero en este último tramo el kilómetro a veces no se cumple; el contraste con la rasura de Campos es espectacular, allí la media es de una cada 11,25 kms. En los saltos de las esclusas 5 y 4 se decidió establecer un artefacto muy especial, una fábrica de armas de fuego ligeras (fusiles, carabinas y pistolas) dotada de barrenas hidráulicas para taladrar sus cañones. Con estos dos establecimientos se lograría, según Homar, «que las Fábricas de Armas estén en el centro del Reino y no en la circunferencia», pero lo cierto fue que ni una ni otra pasaron de la fase de proyecto. Nadie se interpuso en la trayectoria de su bala. Pistolas con percutor, de arzón para los jinetes y de cinto para los infantes: ninguno de los modelos que en diversas vitrinas de museo recuerdas fueron aquí manufacturados. También calculas a ojo de buen canalero otra medida: estas últimas esclusas son de óvalo menor al habitual; quizá obligadas por el acondicionamiento del terreno, o quizá por la prisa y el ahorro, en cualquier caso no podrían trasvasar dos barcas simultáneamente. Eso crees.

Estás en la 1, para ti la última, en el barrio de San Quirce. Las casas del barrio están habitadas por gente con aspecto de veraneantes, dentro de un par de meses esto será un desierto. No quieres entristecerte con el desaguisado de la esclusa y sigues por su amplio y alargado cuérnago hasta un viejo almacén, edificio hecho astillas en cuyo fondo el agua se remansa; la metalizada capa de verdín que la recubre es puro surrealismo. En este edificio, hacia 1800, comenzó a funcionar un martinete siderúrgico «para la construcción de collares, tenazas, tejuelos, gorrones, gatos, herrajes para carros, clavazones de todas las especies y otros muchos útiles que se necesitan para el surtido de estas Reales Obras y del Público así para la Agricultura como para las Artes». Son palabras de Homar, por supuesto. No sabes a ciencia cierta la fecha en que cesó la actividad del martinete, pero sí que en 1929 se remodeló el edificio para transformarlo en central eléctrica. El destino de los más originales artefactos de las luces se resume en un letrero de madera ilustrado con el ingenuo dibujo de una linterna: «Central Eléctrica». Adiós a todo eso, diría Graves.

Descansas a la sombra de unos ciruelos antes de reanudar la marcha. A partir de la 1, la ribacera del Canal no ofrece ninguna sombra más y vuelves a sudar a mares; cuando dragaron desde aquí hasta la dársena de Alar no dejaron un chopo en pie. Adiós también a los chopos. Quizá no hayas prestado a tan modestos árboles la atención que se merecen, son ellos quienes pueblan de serenidad la parva, y ahora tratas de compensar la deficiencia recitándoles un poema:

Ahí están al borde del camino

los largos holgazanes,

sin nada que hacer,

volviéndose cada vez más largos.

Ahí están con su cuello rígido

los enormes chopos,

y no parecen hacer nada más

que agitarse con sus hojas.

No producen nada, no arrojan sombra,

y roban donde palpitamos

nuestra vista del paisaje

¿A quién pueden gustarle?

Es de Friedricht Rückert y no es disparate si al revés te lo digo para que me entiendas. Los chopos son bellos, arrulladores, dan sombra y además sujetan el suelo disminuyendo así los aterramientos; es cierto que pueden chuparle agua al Canal, pero no es menos cierto que se la devuelven con creces mitigando la evaporación en su lámina. A ti te gustan. Continúas tu marcha bajo la solanera, con el regusto incierto de los finales acalorándote el ánimo. Los lirios siguen acumulándose en las orillas, gualdas y espectaculares. Estás cansado pero de pronto tu corazón se acelera como el de un tigre al acecho; allá, al fondo, por entre demolidos edificios ferroviarios, distingues los dientes en sierra del viejo almacén de Alar del Rey.

Adobe doble

Lo que es la palloza a los Ancares o el hórreo a la montaña asturgalaica, es el palomar a esta tierra, símbolo arquitectónico y antropológico cuya estructura no ha variado a lo largo de su historia porque tampoco han variado las exigencias de sus inquilinos. Circulares, cuadrados o poligonales, siempre se cierran sobre sí mismos buscando las condiciones y el silencio querido por las huidizas aves. Las formas, muy variadas y vistosas, con remates de pináculo, filigranas, cerámicas y toda suerte de adornos, proyectan la capacidad y estética del maestro albañil que con sus manos las hizo. A veces hay una rara querencia oriental, quizá resabio del gusto decimonónico. Se suelen construir a las afueras del pueblo, ni tan cerca que las palomas de suyo espantadizas sean abrumadas por los vecinos, ni tan alejados que sean presa fácil de ladrones y furtivos. Su interior, con o sin patio central, suele ser laberíntico y de anillos concéntricos. Laberinto inverso pues aquí es el Minotauro quien viola la clausura en busca de la víctima. Los nichos, nidales o neales están abiertos en las mismas paredes; sea la forma que adopten, el conjunto semeja una estructura reticular.

De barro se han hecho y se pueden seguir haciendo casas, casetas y castillos, pero de la arquitectura del barro es emblema el palomar. Son de adobe o de tapial, las dos variantes básicas del barro crudo que el urbanita confunde. Repasas tus conocimientos. Si por estos andurriales te dicen «eres un adobe» te están llamando bruto o corto de luces, pero céntrate en el tema. Con respecto al adobe dice Vitrubio en el libro segundo de su Arquitectura. «No hacer de barro arenoso ni pedregoso porque los tales son pesados y si se mojan estando en el edificio, luego se deshacen y se caen, y a la paja que en ellos se echa por la aspereza de la tierra no se pega, mas hanse de hacer de tierra blanca, gredosa o de tierra colorada, o de tierra arenisca macho, porque estos géneros de tierra por ser livianos tienen firmeza…». El sistema de fabricación sigue siendo el ancestral, si viajas sin prisas quizá alcances a verlo y a ver cómo se remata con él una obra. Arrancada la tierra del barrero, se criba para limpiarla de impurezas, se amontona y mezcla con paja, se añade agua al tiempo que se pisa para su mejor empape hasta los más pequeños cabones y, una vez hecha la pilada, se vuelca en unos moldes de madera rectangulares, gradillas aquí llamadas mecates, y se aprieta bien con las manos, retirándose el sobrante al pasar un rasero por encima que consigue dar una superficie lisa a la pieza. Los adobes, una vez hechos, se dejan secar al sol. Si se hubieran cocido en horno serán ladrillos. Recuerdas las drevenice o cabañas eslovacas, allí el barro se cimentaba además de con paja con estiércol de vaca y deduces: si aquí no se usa el estiércol es porque el de oveja no resulta práctico para tal menester. El tapial es lo mismo pero encofrado, así se obtienen directamente muros o tapias. Añades una variante más de la misma mezcla, el revoque que se denomina trullado porque se extiende con la llana o trulla de madera: el barro protegiendo al barro porque el peligro no es la lluvia sino el frío durísimo del invierno y el calor agobiante del verano, por ello el manto protector no es de cal sino una auténtica manta de barro y paja. Concluyes con un sofisticado toque de calidad: toda paja vale, pero ninguna como la trillada en la era con trillo de pedernal; troceada en fragmentos mínimos y homogéneos proporciona la mejor textura a las superficies del revoque. Los decoradores de gusto arcaizante la persiguen con ahínco, hace casi medio siglo que no se trilla así, pero aún quedan recónditos pajares que la atesoran tras haberla almacenado por no ocurrírseles nada mejor, la moda ha trasformado un producto de desecho en una auténtica delicatessen que se vende en sacos sellados como las nueces de California.

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