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Fernando Trujillo Sanz - Agua roja

Aquí puedes leer online Fernando Trujillo Sanz - Agua roja texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2018, Editor: El desván de Tedd y Todd, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Fernando Trujillo Sanz Agua roja

Agua roja: resumen, descripción y anotación

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Me llamo Dani y no me resulta fácil contar mi historia. Dicen que lo mejor es comenzar por el principio, de modo que eso haré, literalmente. Empezaré con el primer recuerdo que tengo, que además es la sensació más bonita de mi vida.
Dudo que se entienda del todo, porque solo alguien como yo puede recordar de esta manera.
Pero por alguna parte debo iniciar mi relato.

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Agua roja — leer online gratis el libro completo

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Contents

AGUA ROJA

KINDLE EDITION

Copyright © 2018 Fernando Trujillo

Copyright © 2018 El desván de Tedd y Todd

Edición y corrección

Nieves García Bautista

Diseño de portada

Oscar Camacho

CAPÍTULO 1

La teta estaba calentita, como a mí me gustaba, y dura. El pezón llenaba mi boca. Cuando me cansaba de chupar, jugueteaba con él, con la lengua y los labios. Me encantaba. Si de mí hubiera dependido, me habría pasado así horas. La pena era que muy pocas cosas dependían de mí. En realidad, prácticamente ninguna.

—Qué mono —dijo mi mamá—. Ahora un poco de la derecha.

Me colocó en el otro lado con la agilidad y destreza de movimientos que proporciona el hacer lo mismo muchas veces. En cuanto el pezón quedó a la vista, lo agarré y me lo metí en la boca, lo saboreé, lo abracé. Cerré los ojos para disfrutar de lo mejor que mi corta vida me ofrecía.

Entonces mamá dijo que ya había pasado mucho tiempo y quiso retirarme de su pecho.

El tiempo era un concepto muy complicado del que mi papá y mi mamá hablaban con frecuencia. Yo estaba casi convencido de entenderlo, pero ellos se referían a él con muchas palabras y expresiones diferentes, que, si no me equivocaba, indicaban algo así como su tamaño. Solían referirse a «horas» y «minutos», pero también «mucho» y «poco», lo que complicaba mis intentos de medir su tamaño. Lo que sí sabía con certeza era que, cuando mi mamá consideraba que había chupado bastante, yo me quedaba con ganas.

Así que lloraba.

—Está bien. Otro poco más para mi pequeñín.

Funcionó. Me acercó de nuevo a su pecho y yo fui feliz «otro poco más». Lloré de nuevo cuando se terminó, pero esta vez ya no resultó. A veces llorando conseguía lo que yo quería, otras no, y no entendía la razón. En algunas ocasiones, muy pocas, mi llanto incluso arrancaba una sonrisa en mis papás. En cualquier caso, ante la duda, lo mejor era intentarlo.

La gente grande, no solo mi mamá y mi papá, sabían más que yo de todas las cosas. Eran muy listos. Podían hacer de todo, controlaban la luz y la oscuridad, los sonidos, y tenían muchos objetos que hacían toda clase de cosas maravillosas e incomprensibles. Dominaban el mundo a mi alrededor.

Algunos de aquellos objetos eran míos, al parecer. Se llamaban… juguetes, sí. Si los tocaba, mis papás se ponían contentos, excepto cuando me los metía en la boca, algo que me gustaba mucho, por cierto. Sin embargo, si tocaba otros objetos que no fueran juguetes, mis papás casi siempre se… Aún no sé qué palabra se usa para esa situación. Creía que se enfadaban, pero no se trataba de eso. Les cambiaba la voz, eso sí, y ponían los ojos grandes y solían decir mi nombre muy alto. Luego se acercaban muy deprisa, a una velocidad que me parecía increíble de alcanzar, y me quitaban el objeto de las manos.

De ese modo aprendí mi nombre. Hacía tiempo que yo sabía que había una palabra especial para mí, pero no identificaba cuál era porque usaban muchas, como «cielito», «pequeñín» o «cariño». En ocasiones incluso varias a la vez, lo que me confundía más, como «mi bebé» y «nuestro tesoro». Había otra persona grande que a veces venía a nuestra casa que me llamaba de formas muy extrañas. La única que logré memorizar fue «el pequeño cabroncete». Lo de «cabroncete» me tenía desconcertado porque solo se lo oía a esa persona y, al no poder comparar, no conseguía descifrar su significado. Aquella persona grande se parecía mucho a mi mamá, aunque solo en la cara, sobre todo la nariz y los ojos. El resto del cuerpo era como el de mi papá: no tenía pechos.

El caso es que cuando tocaba otras cosas que no fueran mis juguetes, o cuando me colocaba muy cerca del borde del sofá o de la cama, siempre, sin excepción, gritaban la misma palabra.

—¡Dani!

Ese era mi nombre.

Creía que mi mamá me daría ahora los juguetes, que era lo que siempre hacía después de la teta, pero en lugar de eso, abrió el cuadrado de las imágenes. No se tocaba ese cuadrado, me lo repetían mucho, solo se miraba.

—A ver qué ponen en la tele para mi bebé.

Ese era el nombre del cuadrado: «tele». Otra palabra que incomprensiblemente se me olvidaba, porque era una de las que más escuchaba. La tele fue de los primeros objetos que más me llamaron la atención. Se sucedían infinidad de imágenes asombrosas, aunque la mayoría no las comprendía. De la tele aprendí muchas palabras. Al principio solo eran sonidos, pero descubrí que, prestando atención, aquellos sonidos se repetían, no eran al azar, había un secreto en la forma en que se producían. Algunos de esos sonidos también los decían mis papás. Recordaba todos los que podía, tanto si conocía su significado como si no. También me fijaba mucho en las caras de los que hablaban los sonidos. Hasta comprender que eran palabras y expresiones, las mismas que empleaban mamá o papá.

El problema de la tele era que a veces repetía las mismas imágenes. Y aquella era una de esas veces. Había un lobo y un cerdo jugando con unos objetos de color blanco y negro. Yo creía que eran juguetes, pero no, porque mi papá tenía esos mismos objetos y no me dejaba tocarlos, aunque sí se trataba de un juego. El lobo y el cerdo hablaban de comida mientras jugaban. Luego el cerdo salía corriendo y el lobo le perseguía. Al final venía otro cerdo y tiraban al lobo por un agujero muy grande. La parte en la que el lobo salía del agujero con el cuerpo aplastado me hacía mucha gracia, pero ya lo había visto demasiadas veces y sabía qué iba a pasar. Perdí el interés.

Me giré para buscar algo nuevo y vi la caja en la que papá guardaba los mismos objetos con los que jugaban el lobo y el cerdo. Estaba más cerca que la sucesión de palos blancos, más altos que yo, que me impedían alejarme mucho más allá de la alfombra.

Escuché un sonido muy fuerte que siempre aparecía de repente, en cualquier momento, y a menudo. Y se repetía. Sin embargo, había detalles que me hacían pensar que se trataba de tres sonidos distintos, puede que más. Uno era constante, como si dieran golpes; el otro me resultaba demasiado confuso; el tercero era una voz que hablaba muy raro. Creo que había otra palabra mejor que «hablar» para referirse a lo que hacía esa voz.

El sonido se interrumpió de repente.

—¿Diga? —oí decir a mi mamá.

Yo solo le veía los pies y un poco las piernas. La gente grande era muy alta. Tuve que levantar la cabeza todo lo que pude. El esfuerzo me hizo perder el equilibrio y me caí de espaldas. No me dolió, pero lloré. Si no me ayudaban, tardaba mucho en volver a ponerme a cuatro patas. Mamá me ayudó.

—Luego te llamo, se ha caído el niño… No, no, solo se ha quedado boca arriba, no es nada.

De nuevo, con esa asombrosa agilidad de movimientos, me sentó. Dejé de llorar. Ella me acarició.

—Pero qué guapo eres.

Reanudé mi camino hacia la caja de papá. Estaba un poco alta para mí, encima de una tabla marrón pegada a la pared. Me apoyé en la tabla y estiré las rodillas para levantarme. De nuevo perdí el equilibrio y caí, pero esta vez el pañal amortiguó el golpe. Volví a intentarlo.

La gente grande se sujetaba solo con las piernas, pero yo no era capaz de hacerlo. Aun así, di con la solución. Si no soltaba la tabla, era mucho más sencillo mantener el equilibrio. Pero necesitaba las manos para coger la caja. Decidí arriesgarme solo con una. En cuanto solté la mano, mis piernas temblaron. Iba a caerme otra vez, así que apoyé la mano de nuevo. Sin darme cuenta, la apoyé en la caja de papá.

Tiré de la caja. Llegó al borde de la tabla y entonces noté que pesaba mucho, que mi brazo no podía sostenerla. La caja cayó sobre mi barriga y me derribó. De nuevo terminé sentado en el suelo. Los objetos negros y blancos salieron de la caja y se movieron por todas partes. Me costó mucho reunirlos todos. Luego los coloqué como hacían el lobo y el cerdo en la tele.

Entonces sonó el timbre de la puerta. Era muy molesto. Oí los pasos de mi mamá acercándose a la puerta.

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