Ernst Cassirer - Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento
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- Libro:Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1927
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Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento: resumen, descripción y anotación
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NICOLÁS DE CUSA
I
TODO ENSAYO que aspire a concebir la filosofía del Renacimiento como una unidad sistemática debe partir de la filosofía de Nicolás de Cusa. En efecto, es la suya, entre todas las tendencias y esfuerzos filosóficos del Quattrocento, la única doctrina que satisface la tesis hegeliana según la cual la filosofía de una época representa su foco natural en el que se concentran los más variados rayos. Nicolás de Cusa es el único pensador de la época; que abraza el conjunto de los problemas capitales del Renacimiento partiendo de un principio metódico que le permite dominarlos. Su pensamiento abarca aún, de acuerdo con el ideal medieval de la totalidad, el conjunto del cosmos espiritual y del cosmos físico, sin detenerse ante ninguna distinción. Es, pues, un teólogo especulativo; su curiosidad intelectual es múltiple, pues se dirige a los problemas de la estática y a los de la teoría general del movimiento, a los de la astronomía y a los de la cosmografía, a los problemas de la historia de la Iglesia y a los de la historia política, a los de la historia del derecho y a los de la historia general del espíritu. Pero aunque como erudito e investigador haya pertenecido, en verdad, a todas estas esferas de la ciencia, y aunque haya enriquecido casi todas ellas con sus propias contribuciones, se mantuvo siempre alejado del peligro de la especialización y de la dispersión. Todo cuanto emprende y cultiva en los distintos campos de la ciencia no sólo se ajusta siempre a un cuadro intelectual de conjunto, no sólo se resuelve, con los esfuerzos realizados en otras esferas, en una cabal unidad ulterior, sino que desde el principio, y cualquiera sea la esfera científica en que opere, su designio es desarrollar y dilucidar el pensamiento capital y dominante de su filosofía, que ya logra expresar en su primer tratado, De docta ignorantia. La antítesis de complicatio y explicatio —oposición de la que se sirve Nicolás de Cusa para esclarecer la relación en que se encuentra el mundo respecto de Dios, así como la relación en que se encuentra el espíritu humano respecto del mundo— puede aplicarse, pues, a su propia doctrina, que creciendo a manera de un brote espiritual se desarrolla progresivamente y termina por abarcar, en ese proceso, toda la existencia y toda la problemática del saber de la época.
Nicolás de Cusa construye su sistema filosófico sobre un principio básico que se le revela como una nueva verdad fundamental principal, que no llega en forma mediata por conclusiones silogísticas, sino por una especie de repentina visión que se le impone con toda la fuerza de una intuición poderosa. Él mismo ha dejado relatado cómo se sintió iluminado por este principio —al que considera verdadero regalo de Dios— por primera vez mientras hacía la travesía hacia Constantinopla. Ahora bien, si se intenta encerrar dentro de una expresión abstracta el contenido de ese principio, si se intenta determinar sistemáticamente y comprender dentro de la estructura histórica aquello que para el mismo Nicolás de Cusa se dio como algo único y como algo que no admitía comparación posible, se corre el riesgo de no llegar a comprender la originalidad y la profundidad del nuevo pensamiento filosófico. En efecto, parecería que la noción de la docta ignorantia y la doctrina de la coincidencia de los contrarios que sobre aquélla se funda, no hicieran sino renovar pensamientos que pertenecían ya a la mística de la Edad Media. Nicolás de Cusa se remite sin cesar a las fuentes de esa mística, particularmente a los tratados de Eckhart y a los del seudo Dionisio, el Areopagita. Es pues difícil, cuando no imposible, trazar aquí una línea de separación precisa y segura. Si la raíz de los escritos de Nicolás de Cusa consistiera sólo en el pensamiento de que Dios, de que el Ser absoluto, está más allá de cualquier posibilidad de determinación positiva, de que sólo puede ser señalado por predicados negativos y de que sólo es posible concebirlo en su estar fuera del mundo, en la trascendencia, y por encima de la finitud de toda medida, de toda proporción y de toda comparación, si consistiera sólo en eso, por cierto no hubiera abierto un nuevo camino ni hubiera indicado una nueva meta. Pues aunque esta tendencia de la teología mística, de acuerdo con su íntima esencia, pueda oponerse a la Escolástica, esa oposición constituye precisamente un rasgo típico en el cuadro espiritual de la Escolástica misma. Ya el Escolasticismo se había apropiado desde antiguo, por obra de sus maestros más significativos, de la enseñanza de Dionisio Areopagita; no sólo Juan Erígena se remontó a sus escritos, sino que Alberto el Grande y Santo Tomás de Aquino trataron esa doctrina en sus propios comentarios, asegurándole así una posición firme dentro del sistema medieval de vida y de doctrina. Por lo tanto, la posición general de Nicolás de Cusa no pudo chocar al sistema escolástico; pero si la filosofía del Cusano aspiraba a sobrepasar los límites dentro de los cuales estaba confinado el antiguo pensamiento, debía, a lo menos, acuñarlo nuevamente y, en cierto modo, darle un nuevo acento.
Para comprender cabalmente en qué consistió esa nueva acuñación, es preciso tener presente lo que representó el contenido literario y espiritual de la obra de Dionisio el Areopagita. Ya el título de los libros del Areopagita llama la atención sobre su contenido y estructura; en él se indica ya el puesto que los tratados de Dionisio toman dentro de la concepción general que de Dios y del mundo tiene la Edad Media. Se trata del problema de la jerarquía, que se expone por primera vez allí en toda su agudeza y en toda la extensión de su alcance metafísico, en sus hipótesis y en sus diversas modificaciones. Aparte del tratado sobre los nombres de los dioses περὶ θείων ὀνομάτων, los escritos que mayor influencia ejercieron en las generaciones posteriores fueron especialmente los tratados acerca de la jerarquía del cielo y de la tierra (περὶ τῆς οὐρανίας ‘Iεραρχίας, περὶ τῆς ἐκκλησιασtικῆς ‘Iεραρχίας). La importancia histórica de estos tratados consiste en que en ellos, por vez primera, se dan unidos y se desarrollan conjuntamente los dos motivos y fuerzas capitales que constituyen el fundamento de la fe y la ciencia de la Edad Media, y en que en ellos se cumple por primera vez una verdadera y acabada fusión sincrética de la doctrina cristiana de la salvación con la especulación helenística. Esta especulación, y sobre todo el neoplatonismo, brindó al cristianismo, más que otra cosa, la noción y la imagen universal del cosmos dispuesto en grados. Según esa doctrina el universo se divide en un mundo inferior y un mundo superior, en un mundo sensible y un mundo inteligible, que no sólo se oponen entre sí, sino que tienen su esencia misma en esa su negación recíproca, en esa su polar contraposición. Pero por encima del abismó de la negación que se abre entre ambos mundos, tiéndese un vínculo espiritual. De un polo al otro, desde las alturas del supraser, de lo uno absoluto, del reino de la forma absoluta, hasta el mundo de la materia, hasta lo informe absoluto, se extiende un ininterrumpido camino de mediación. Por él lo infinito pasa a lo finito y lo finito retorna a lo infinito. En este camino queda íntegramente incluido todo el proceso de la Redención, proceso que abarca tanto la acción de convertirse Dios en hombre, como la de convertirse el hombre en Dios. Pero siempre hay que salvar un entre, siempre hay un nexo o medio que no puede superarse de un salto, sino que es preciso recorrer paso a paso en una rigurosa y regulada sucesión. Esta suerte de escala gradual, que desciende del mundo celeste al terrestre y que asciende de éste a aquél, ha sido sistemáticamente descrita y explicada por Dionisio el Areopagita en sus escritos. Entre Dios y el hombre está el mundo de las inteligencias puras y de las puras fuerzas celestiales, que se dividen en tres círculos distintos, cada uno de los cuales se articula a su vez en triple órbita. El primer círculo está constituido por los Serafines, los Querubines y los Tronos; el segundo por las Dominaciones, las Virtudes, las Potestades; el tercero por los Principados, los Arcángeles y los Ángeles. De modo que, así, todo ser procede, en grados determinados de irradiación, de Dios, para volver, al cabo, a recogerse y resumirse en Él. Así como el centro de la circunferencia irradia todos los radios, así Dios es el origen o punto de partida y el término de todas las cosas, y así como en la circunferencia tanto menor es la distancia que separa los radios entre sí cuanto más se aproximan al centro, así también prevalece la unión de los seres sobre su separación cuanto menos alejados se encuentren del centro común de todas las cosas, de la fuente primigenia del ser y de la vida. Con esta concepción se ha procurado al orden eclesiástico una justificación y una verdadera y propia teodicea, pues este orden, en esencia, no es sino la más acabada copia del orden espiritual cósmico; la jerarquía de la Iglesia refleja la del cielo y en ese reflejo tiene conciencia plena de su propia e inviolable necesidad. La cosmología de la Edad Media y la fe medieval, la noción del orden del universo y la del orden moral y religioso de la salvación confluyen en una única visión fundamental, en una imagen de suprema significación y de la más alta lógica interior.
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