Ernst Cassirer - Las ciencias de la cultura
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- Libro:Las ciencias de la cultura
- Autor:
- Editor:Fondo de Cultura Económica
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- Año:2012
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Las ciencias
de la cultura
Ernst Cassirer
Traducción de Wenceslao Roces
Primera edición, Göteborgs Högskolas Årsskrift, 1942
Primera edición del FCE, 1951
Edición conmemorativa 70 Aniversario, 2005
Primera edición electrónica, 2012
Título original:
Zur Logik der KulturwissenschaftenDistribución
© 2005, Yale University Press
D. R. © 1951, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008
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ISBN 978-607-16-1113-0
Hecho en México - Made in Mexico
Índice
I. EL OBJETO DE LAS CIENCIAS CULTURALES
DICE PLATÓN QUE EL ASOMBRO ES LA EMOCIÓN GENUINAMENTE filosófica y que debemos ver en ella la raíz de todo filosofar. Si en efecto es así, cabrá preguntarse cuáles fueron los objetos que primero suscitaron el asombro del hombre, enderezándolo hacia la senda de la reflexión filosófica. ¿Fueron objetos de tipo “físico” o de tipo “espiritual”, fue el orden de la naturaleza o fueron las propias creaciones del hombre las que, ante todo, llamaron su atención?
La hipótesis más natural sería suponer que lo primero en emerger del caos fue el mundo de los astros. En casi todas las grandes religiones cultas nos encontramos con el fenómeno de la adoración de los astros. Pudo muy bien haber sido en este terreno donde el hombre empezó a emanciparse del sombrío conjuro de la superstición, para elevarse a una visión más libre y más amplía en cuanto a la totalidad del ser. Fue pasando así, a segundo plano, la pasión subjetiva entregada al empeño de subyugar la naturaleza mediante la acción de fuerzas mágicas, para ceder el paso a la visión de un orden objetivo universal. En el curso de los astros, en la sucesión del día y la noche y en la ordenada repetición de las estaciones del año, descubrió el hombre el primer gran ejemplo de un acaecer uniforme. Este acaecer hallábase infinitamente por encima de su propia esfera y sustraído a todo el poder de sus deseos y de su voluntad. No llevaba adherido nada de aquel carácter caprichoso e incalculable que caracteriza no sólo a las acciones humanas usuales, sino también a la acción de las fuerzas demoniacas
“primitivas”. Existe una acción y, por ende, una “realidad” encuadradas dentro de límites fijos y sujetos a leyes determinadas e inmutables: he aquí la visión que empezó a despuntar.
Pero pronto hubo de entrelazarse este sentimiento con otro. Más próximo al hombre que el orden de la naturaleza se halla el orden que descubre en su propio mundo.
Tampoco en éste reina, ni mucho menos, el caos y la arbitrariedad. El individuo se siente, ya desde sus primeras reacciones, gobernado y limitado por algo que se halla por encima de él, que no está en sus manos dirigir. Nos referimos al poder de las 6
costumbres, que le ata y le guía. Este poder vigila todos y cada uno de sus pasos, no deja a sus actos el más pequeño margen de libertad de acción. Gobierna y rige no sólo sus actos, sino también sus sentimientos y sus ideas, su fe y su imaginación. La costumbre es la atmósfera invariable en la que el hombre vive y existe; no puede sustraerse a ella, como no puede sustraerse al aire que respira.
Nada tiene de extraño que, en el pensamiento de este hombre, la concepción del universo físico no pueda tampoco separarse de la del mundo moral. Forman ambos una unidad y tienen un origen común. Todas las grandes religiones se han acogido a este motivo, en su cosmogonía y en su doctrina moral. Todas coinciden en asignar a la divinidad el doble papel y la doble misión de fundadora del orden astronómico y de creadora del orden moral, arrancando ambos mundos a la acción de las potencias del caos. La epopeya de Gilgamesh, los libros de los Vedas, la cosmogonía de los egipcios, todas ellas reflejan, en este punto, idéntica concepción. En el mito cosmogónico babilónico vemos a Marduk librando la batalla contra el informe caos, contra el monstruo Tiamat. Después de vencerle, el héroe instaura los eternos signos que simbolizan el orden del universo y el de la justicia. Marduk, el vencedor, traza el curso de los astros, introduce los signos del zodiaco, implanta la sucesión de los días, los meses y los años. Y, al mismo tiempo, señala a la acción humana los límites que no pueden ser impunemente rebasados. Es él “quien mira al interior del hombre, quien traza las normas a que ningún malhechor puede escapar, quien hace plegarse al rebelde y asegura el triunfo de la justicia”
Y este portento del orden moral va seguido de otras maravillas, no menos grandes y misteriosas. Cuanto el hombre crea y sale de sus manos lo rodea todavía como un misterio inescrutable. Cuando contempla sus propias obras está muy lejos todavía de considerarse a sí mismo como su creador. Estas obras suyas están muy por encima de él; aparecen situadas en un plano muy superior a lo que parece asequible no ya al individuo, sino incluso a la especie. Cuando el hombre les atribuye un origen, éste no puede ser otro que un origen mítico. Es un dios quien ha creado estas obras y un salvador quien las ha traído del cielo a la tierra, enseñando al hombre a servirse de ellas.
Estos mitos culturales cruzan la mitología de todos los tiempos y todos los pueblos.
Y es natural que el hombre considere 7
El lenguaje y la escritura pasan por ser el origen de la medida, por prestarse mejor que nada para retener lo fugaz y lo mudable, sustrayéndolo a la acción del acaso y de la arbitrariedad.
Percibimos, dentro todavía del círculo mágico del mito y la religión, el sentimiento de que la cultura humana no constituye algo dado y obvio, sino una especie de prodigio que necesita de explicación. Pero este sentimiento mueve al hombre a una reflexión más honda cuando no sólo siente la necesidad y el derecho de plantearse esta clase de cuestiones, sino que, dando un paso más, se pone a cavilar un procedimiento propio y sustantivo, a desarrollar un “método” para contestarlas.
Este paso lo da por primera vez el hombre en la filosofía griega, y a ello se debe precisamente el gran viraje espiritual que esta filosofía representa. Entonces es cuando se descubre la nueva fuerza que puede conducir a una ciencia de la naturaleza y a una ciencia de la cultura humana. La vaga pluralidad de intentos míticos de explicación, que venía proyectándose ora sobre unos fenómenos, ora sobre otros, cede su lugar a la idea de una unidad total del ser, a la que necesariamente tiene que corresponder una unidad también total de sus fundamentos. Unidad asequible tan sólo al pensamiento puro.
Las abigarradas y multiformes creaciones de la fantasía forjadora de mitos son sometidas ahora a la crítica del pensamiento, que mina su terreno y mata sus raíces. Y
esta función crítica va seguida inmediatamente, como es obligado, de una nueva función positiva. El pensamiento, impulsado por su propia virtud y movido por su propia responsabilidad, no tiene más remedio que reconstruir lo que ha destruido. Los sistemas filosóficos de los presocráticos nos revelan con qué admirable consecuencia es abordada y desenvuelta, paso a paso, esta misión. Con la teoría platónica de las ideas y la metafísica de Aristóteles, el problema abordado encuentra una solución llamada a orientar y gobernar el pensamiento del hombre por espacio de muchos siglos.
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