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Ernst Jünger - Eumeswil

Aquí puedes leer online Ernst Jünger - Eumeswil texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 1977, Editor: ePubLibre, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Ernst Jünger Eumeswil
  • Libro:
    Eumeswil
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1977
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Eumeswil: resumen, descripción y anotación

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AISLAMIENTO Y SEGURIDAD
APUNTES DEL BAR DE NOCHE
APUNTES DEL BOSQUE
EPÍLOGO
LOS MAESTROS
1

ME LLAMO Manuel Venator. Soy camarero de noche de la alcazaba de Eumeswil. Mi aspecto externo no tiene nada de llamativo. En las competiciones deportivas puedo contar con un tercer premio y no me ruborizo ante las mujeres. Dentro de poco cumpliré los treinta años. Se dice que tengo un carácter agradable —así se da por supuesto en mi profesión. En política paso por hombre de confianza, aunque no especialmente comprometido.

Esto en cuanto a la persona. Los datos son correctos, aunque todavía imprecisos. Los iré precisando poco a poco. De momento, tienen ya los primeros trazos de un esbozo.


Precisar lo impreciso, definir con creciente rigor lo indefinido: esta es la tarea de todo desarrollo, de todo esfuerzo prolongado en el tiempo. Por eso se van destacando cada vez más nítidamente, en el curso de los años, las fisonomías y los caracteres. Y lo mismo cabe decir de los manuscritos.

El escultor se enfrenta al principio con el bloque en bruto, con la desnuda materia, que encierra en sí toda posibilidad. Responde al cincel, que puede destruir y hacer brotar de ella el agua de la vida, la fuerza del espíritu. Todo es todavía impreciso, incluso para el Maestro. No depende enteramente de su voluntad.

Lo impreciso, lo indeterminado, no es, tampoco en el campo de la invención, lo falso. Puede ser inexacto, pero no debe ser insincero. Una afirmación —imprecisa, pero no falsa— se puede ir explicando frase por frase, hasta que finalmente se aploma y cae en el centro. Pero si una afirmación comienza con una mentira, hay que irla apuntalando con nuevas mentiras, hasta que finalmente todo el edificio se derrumba. De ahí mi sospecha de que ya la creación comenzó con una falsificación. De haberse tratado de un simple error, a lo largo de la evolución se habría podido restaurar el Paraíso. Pero el Viejo ha guardado bajo candado el secreto del árbol de la vida.

Aquí aflora mi dolor: imperfección irreparable, no sólo de la creación, sino también de la propia persona, que lleva, de un lado, a la hostilidad hacia los dioses y, del otro, a la autocrítica. Tal vez yo exagere, pero en todo caso ambas cosas debilitan la acción.

Pero no se alarmen: no pretendo escribir un tratado de teología moral.

2

Para empezar, hay que precisar que es cierto que me llamo Venator, pero no Manuel, sino Martín. Éste es, como dicen los cristianos, mi nombre de pila. Entre nosotros, lo pone el padre, al alzar al recién nacido, llamarlo por su nombre y dejar que lloriquee.

Pero mientras estoy de servicio en la alcazaba, mi nombre es Manuel. Me lo puso el Cóndor. El Cóndor es el actual soberano de Eumeswil y el señor a quien sirvo. Reside desde hace años en la alcazaba, la elevada fortaleza que corona, a unas dos millas de distancia de la ciudad, una calva colina, llamada desde tiempos inmemoriales Pagos.

Esta situación de ciudad y fortaleza se da en muchos lugares; es la más cómoda no sólo para las tiranías, sino para cualquier régimen personalista.

Los tribunos derribados por el Cóndor se mantuvieron, por el contrario, discretamente en la ciudad y son gobernados desde el municipio. «Donde sólo hay un brazo, se actúa con mayor eficacia mediante una larga palanca; donde son muchos los que tienen algo que decir, se necesita efervescencia; impregnan cuanto existe como la levadura al pan». Así Vigo, mi maestro. Hablaré de él más adelante.


¿Por qué quiso, y por tanto ordenó el Cóndor, que me llamara Manuel? ¿Es que le gustaba más el sonido ibérico o es que le disgustaba Martín? Así lo sospeché al principio; existe de hecho una repugnancia, o al menos una cierta susceptibilidad, contra determinados nombres, a la que no se presta la suficiente atención. Hay quienes cargan a un niño, para toda su vida, con un nombre que responde a sus ilusiones. Aparece un enano que se presenta como César. Otros eligen el nombre del señor que empuña entonces el timón, porque también aquí existen, entre ricos y pobres, pequeños Cóndores. También esto puede ser perjudicial, sobre todo en épocas de insegura sucesión.

Se presta asimismo muy poca atención —y esto es válido para la mayoría— a que el nombre armonice con el apellido. «Schach von Wuthenow»: es trabajoso, casi un desafío fonético. Por el contrario: Emilia Galotti, Eugenie Grandet aletean suave y equilibradamente en el ámbito acústico. Por supuesto, Eugenie debe pronunciarse al modo galo, no al germánico: Öjenie, con Ö débil. De igual manera, también entre nosotros el pueblo ha pulido el nombre de Eumenes. Se acostumbra decir Ömswil.

Ahora estamos más cerca de la cuestión: de la exquisita musicalidad del Cóndor, quebrada por «Martín». Y se comprende, porque las dos consonantes intermedias suenan duras y ásperas. Arañan el oído. El patronímico es Marte.

Es ciertamente curiosa esta exquisita sensibilidad en un hombre que debe el poder a las armas. Sólo tras larga observación llegué a comprender estas contradicciones, aunque arrojan su sombra sobre todos y cada uno. Todos tenemos, en efecto, un lado diurno y un lado nocturno y algunos se convierten, con el crepúsculo, en personas diferentes. En el Cóndor este contraste es singularmente acusado. Su aspecto exterior sigue siendo el mismo: un hombre soltero de mediana edad, con la actitud ligeramente encorvada de quien está habituado a montar a caballo. Con una sonrisa que se ha ganado a muchos una complaciente jovialidad.

Pero cambia el sensorio. El ave rapaz diurna, el apresador, que acecha desde grandes distancias y observa los lejanos movimientos, se hace nocturno; los ojos descansan en la oscuridad, se afina el oído. Es como si se desprendiera un velo del rostro y se abrieran nuevas fuentes de percepción.

El Cóndor da importancia a una vista aguda. Raras veces tiene suerte con él un hombre que use gafas, sobre todo cuando se trata de puestos de mando en el ejército o en la vigilancia costera. Quien está a punto de conseguirlo, es invitado a una charla privada, durante la cual le sondea a fondo. Su gabinete privado domina el terrado de la alcazaba a través de una cúpula giratoria acristalada. En el curso de la conversación, el Cóndor suele cerciorarse de la vista del aspirante, señalándole un barco o una lejana vela y preguntándole por su tipo y su dirección. Por supuesto, el candidato ha tenido que superar antes otras pruebas exhaustivas. Pero el Cóndor tiene que confirmarlas con su juicio personal.


Con la transformación de ave rapaz diurna en nocturna cambia también la inclinación del perro al gato. Ambas especies se crían en la alcazaba. Por razones de seguridad, se mantiene aplanado y sin vegetación el espacio que media entre el castillo y el muro externo de circunvalación, convertido, por tanto, en campo de tiro. En él dormitan poderosos dogos a la sombra de los bastiones, o juegan por la explanada. Como los animales pueden fácilmente causar molestias, hay un puente que cruza desde la plaza, en la que se detienen los autos, hasta la entrada de la alcazaba.

Cuando tengo algo que hacer en la explanada, nunca entro en ella sin uno de los centinelas. Me maravilla la tranquila seguridad con que agarran a los animales. A mí me desagrada hasta el simple hecho de que me empujen con sus fauces o me laman la mano con su lengua. En muchas cosas los animales son más perspicaces que nosotros. Es evidente que husmean mi recelo; de haber llegado hasta el pánico… se habrían abalanzado sobre mí. Con ellos nunca se sabe dónde acaba el juego. En esto son como el Cóndor.

Los dogos, oscuros tibetanos de fauces amarillas y amarillentos ojos, sirven también para las cacerías. Se estremecen de placer cuando, en las primeras horas del día, oyen el cuerno de caza. Se les puede soltar contra los más poderosos enemigos, el león y el rinoceronte.

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