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Emilia Pardo Baz?n - El saludo de las brujas

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El saludo de las brujas Emilia Pardo Bazán Publicado 1898 - photo 1

El saludo de las brujas
Emilia Pardo Bazán

Publicado: 1898

Al que leyere

Dado que has de leer estas páginas, acaso para ti esté de más la advertencia; para los que no leen, pero malician, no hay advertencia que baste. Con todo eso, quiero declarar en la primera página que esta novela no tiene clave, ni secreto, ni retrata a persona alta ni baja de este mundo, ni se inspira en hechos verdaderos antiguos o contemporáneos. Es inventada de cabo a rabo; se refiere en parte a comarcas imaginarias, y si encerrase alguna enseñanza (no me atrevo a afirmar que la encierre), será porque no hay ficción que no se parezca de cerca o de lejos a la verdad, aunque muna pueda igualarla en interés.


Parte 1

¡Salud, Macbeth! Tú serás rey.

(Shakespeare)


Capítulo 1 Los enviados

La campanilla de la puerta repicó de un modo tan respetuoso y delicado, que parecía un homenaje al dueño de la casa; y el criado, al abrir la mampara de cristal, mostró sorpresa -sorpresa discreta, de servidor inteligente- al oír que preguntaban:

-¿Es buena hora para que Su Alteza se digne recibirnos?

El que formulaba la pregunta era un señor mayor, de noble continente, vestido con exquisita pulcritud, algo a lo joven; el movimiento que hizo al alzar un tanto el reluciente sombrero pronunciando las palabras Su Alteza , descubrió una faz de cutis rosado y fino como el de una señorita, y cercada por hermosa cabellera blanca peinada en trova, terminando el rostro una barba puntiaguda no menos suave y argentina que el cabello. Detrás de esta simpática figura asomaba otra bien diferente: la de un hombre como de treinta años, moreno, rebajuelo, grueso ya, afeitado, de ojos sagaces y ardientes y dentadura brillante, de traje desaliñado, de mal cortada ropa, sin guantes, y mostrando unas uñas reñidas con el cepillo y el pulidor.

El criado, sin responder a la pregunta, se desvió, abriendo paso a los visitantes; y precediéndoles por el recibimiento, alzó un tapiz y les introdujo en una salita, donde ardía buen fuego de leña, al cual se llegó vivamente el mal pergeñado, levantando el ancho pie para calentar la suela de la bota. Una ojeada severa de su respetable compañero, no le impidió continuar exponiendo a la llama los dos pies por turno y a la vez examinar curiosamente el aposento. El capricho y la originalidad de un artista refinado se revelaban en él. Proscritos los mezquinos cachivaches que llaman bibelots , y también los pingos de trapería vieja, que si los apaleasen despedirían nubes de polvo rancio, no se veía en las paredes, cubiertas de seda amarilla ligeramente palmeada de plata, más que dos retratos y un cuadro: cierto que los retratos llevaban la firma de Bonnat, y el cuadro era una soberbia Herodías de Luini, reputada superior a la de Florencia. La chimenea, de bronce, lucía cinceladuras admirables, y hasta las rosetas de plata que sujetaban los pabellones de los muebles estilo Imperio, eran primorosas de forma y de labor. Daba pena ver hincarse en el respaldo de uno de aquellos sillones de corte de nave las garras sospechosas del mal trajeado, y el de la cabellera nívea le miró otra vez, como si dijese: «Vamos, haga usted favor de no manchar la tela… ». Sólo consiguió provocar un imperceptible movimiento de hombros, entre desdeñoso y humorístico.

Los retratos atraían la atención del desaliñado. Parecíale que uno de ellos representaba a cierto conocidísimo personaje: nada menos que el augusto Felipe Rodulfo I… No vestía, en el retrato, el brillante uniforme de coronel de húsares, ni lucía placas, cordones y bandas, ni ostentaba signo alguno de su elevada condición: burguesa levita negra, abierta sobre blanco chaleco, modelaba el tronco y acusaba su forma peculiar, el pecho arqueado, los caídos hombros, el cuello un poco rígido, la apostura no exenta de altivez que caracterizaba al soberano de Dacia. Sorprendente era el parecido de la cabeza, copiada tal cual debió de ser allá en verdes años: el rostro pálido, de óvalo suave, de facciones casi afeminadas, de boca diminuta, sombreada por un bigotillo rubio ceniza, de ojos de un azul de agua con reflejos grises; y, únicos rasgos enérgicos y viriles, la nariz bien delineada, de anchas ventanas, y en la garganta muy saliente la nuez. Sin embargo, el que contemplaba la pintura, volviéndose hacia el señor mayor, murmuró con extrañeza:

-Duque, este no es el Rey.

-¡Por Dios! Si está hablando Su Majestad… Como que así le recuerdo, así, cuando yo era capitán de Guardias…

-Pero ¡por el diablo!, ¿no ve usted que este retrato viste a la última moda? ¿No se fija usted en el peinado, en la corbata? ¿Cree usted que Bonnat retrataba allá por los años cincuenta?

El tono descortés de esta observación tiñó con dos placas purpúreas las mejillas del anciano; disimulando la mortificación, se acercó al retrato, caló en la nariz unos quevedos de roca y oro, se echó algún tanto atrás, y al fin dijo con pueril alegría, rayana en ternura:

-Verdad… ¡Qué tontos somos! ¡Si es el Príncipe!…

-No, yo no he sido tonto… -recalcó con impertinencia el mal pergeñado-. Este retrato sólo podía ser de Felipe María… La casualidad y la naturaleza nos sirven como si las sobornásemos… Una semejanza tan extraordinaria nos allana la mitad del camino.

-Esta emoción que siento han de sentirla todos los buenos -balbució el Duque, que sonreía sin querer, como sucede a las personas que rebosan júbilo.

Su compañero, entre tanto, curioseaba el retrato de mujer, lo miraba analizándolo implacablemente. El pincel realista de Bonnat había reproducido en el lienzo, sin triquiñuelas aduladoras, no sólo la decadencia de la que fue en un tiempo rara beldad, sino el estrago que causan los padecimientos al minar una organización robusta. Era uno de esos retratos encargados por la piedad filial, que ve acercarse la muerte y quiere perpetuar una dolorosa imagen. La dama frisaría en los cuarenta y pico, y sin duda para vestirla con un traje que no pasase de moda, el retratista la había envuelto en amplio abrigo de nutria, sobre el cual se destacaba la cabeza pequeña, coronada de rizos todavía muy negros, un peinado que revelaba estudios y artificios de tocador. A pesar del abatimiento físico que se leía en los largos y aterciopelados ojos del retrato, era viva y sensual la roja boca, y mórbidos los hombros de marfil, que descubrían el abrigo caído y el corpiño escotado; la mano, de torneados dedos, jugaba con una rosa, y sobre el pico del escote descansaba rica piocha de esmeraldas y brillantes.

Aquí tiene usted, Duque, a una mujer que ha debido pasar las de Caín -indicó el facha con maligna ironía-. Esta era ambiciosa, y desde que las circunstancias tomaron cierto giro, apostaré que soñaba todas las noches que ceñía corona y arrastraba manto real. A esta la mató el consabido expediente de nulidad… Mire usted, mire usted como se nota la ictericia; ¡qué mejillas, qué sienes!, ¡qué arrugas en la frente! Y lo que es guapa, debió de ser guapa ni sus tiempos la bailarina.

Hablaba sin volverse ni mirar atrás, señalando con el dedo al retrato, manoseándolo casi; de pronto surtió una presión como de tenazas en el brazo derecho, y oyó la voz del Duque, sofocada por la cólera:

-Cállese usted, Miraya… Esas reflexiones, si se quieren hacer, se hacen luego, dentro del coche… ¿Ha perdido usted la noción del sitio en que estamos? Me parece que siento ruido detrás de la mampara… Su Alteza puede oír, y, ¡aunque no oiga!

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